—Si tuvieses que decidir tú, ¿le invitarías a unirse a la unidad?
Ella tamborileó los dedos sobre la mesa.
—Quizá.
Él empujó la bandeja hacia ella.
—Coge una galleta.
Ella vio que la bandeja contenía Oreos y barquillos de vainilla, pero declinó la oferta con un ligero movimiento de cabeza.
Church levantó la pantalla del portátil y lo giró hacia ella para que ambos pudiesen verlo.
—Observa —dijo, y pulsó el botón de reproducción. Apareció una imagen en alta definición de un grupo de hombres vestidos con trajes de combate negros avanzando rápidamente por el pasillo de una oficina.
—¿El almacén? —preguntó—. Ya lo he visto.
—Esta parte, no. —En la imagen, Joe Ledger entraba en plano a unos dieciocho metros del agente cuya cámara había proporcionado el montaje. Ledger vio a dos oficiales del destacamento especial a quienes estaban disparando tres hostiles desde una posición segura, detrás de un montón de cajas de embalaje. Las balas arrancaban trozos del pobre refugio detrás del cual se escondían los agentes. Ledger apareció a sus siete en punto, fuera de su línea de visión; tenía la pistola en la mano, pero abrir fuego desde esa distancia habría sido un suicidio. Puede que alcanzase a uno o a dos, pero el tercero se giraría y acabaría con él. No había nada que separase a Ledger de los hostiles, pero él se pegó a la pared y corrió de puntillas sin hacer ningún ruido que se pudiese escuchar por encima del estruendo del tiroteo. Cuando Ledger estuvo a tres metros, abrió fuego. Su primera bala alcanzó a uno de los hostiles en la nuca y el impacto le hizo caer contra las cajas. En cuanto se giraron los otros dos, Ledger se acercó aún más e hizo otro disparo que abatió al segundo hostil, pero entonces la corredera de su arma se abrió. No había tiempo para cambiar el cargador. El tercer hostil arremetió contra él apuntándolo con el cañón del rifle. Ledger lo esquivó con su pistola y de repente todo se puso borroso. Los tres hostiles habían caído.
Grace frunció el ceño, pero se negó a hacer comentarios. Volvió a ver la cinta a cámara lenta y se inclinó hacia delante en el momento en que Ledger se quedaba sin balas. La cámara lenta captó incluso la elegancia del casquillo formando un arco en el aire. Ledger tenía la pistola sujeta delante de él, por lo que era evidente que se dio cuenta del aprieto que suponía un cargador vacío, pero no reaccionó visiblemente ante eso. Separó las manos y, mientras seguía corriendo, utilizó la pistola vacía para contrarrestar el giro del rifle del hostil, al mismo tiempo que llevaba hacia delante el puño izquierdo cerrado, de modo que la segunda línea de nudillos impactase contra la tráquea del atacante. Según ocurría todo esto, Joe cambió de un paso normal a las zancadas y la punta de su bota de combate aplastó el cartílago situado debajo de la rótula del hostil. Una fracción de segundo después, Ledger levantó la mano en la que llevaba el arma y le clavó el cañón de la pistola en el ojo izquierdo al hostil.
El atacante salió volando hacia atrás como si le hubiesen disparado con una escopeta. Ledger completó su movimiento mientras cogía del cinturón un cargador nuevo cuando el vídeo terminó.
—¡Coño! —consiguió decir Grace. Le salió antes de poder contenerse.
—El tiempo desde que se le acabó la munición hasta que mató al hostil es de 0,031 segundos —dijo Church—. Ahora ya sabe por qué lo quiero para el DCM.
Grace odiaba que le hiciese aquello. Era como estar en el colegio, pero no demostró su enfado.
—No mostró ningún tipo de duda. Ni siquiera cuando se acabó la munición; sencillamente pasó a otro tipo de ataque. Le sale natural, como si hubiese practicado ese conjunto de movimientos durante años.
—A la luz de ese vídeo y de tu evaluación, ¿lo considerarías un posible candidato?
—No lo sé. Sus evaluaciones psiquiátricas son como una novela de terror.
—Habla en pasado. Su comportamiento disociativo estuvo directamente relacionado con un acontecimiento traumático específico que ocurrió cuando era adolescente. Desde entonces sus informes de servicio no han mostrado una personalidad inestable.
Ella sacudió la cabeza.
—Ese trauma ocurrió durante una fase crucial de su vida. Afectó al resto de su desarrollo. Por eso empezó a estudiar artes marciales. Por eso ingresó en el Ejército y por eso se hizo policía. Sigue buscando formas de canalizar su ira.
—A mí me parece que lo ha conseguido. Ha encontrado maneras muy útiles de hacerlo, Grace. Si estuviese perdido por la ira entonces su patología sería diferente. Un adicto a la ira habría adoptado algo confrontacional, pero en lugar de eso él refinó sus habilidades a través de un arte conocido por su falta de extravagancia.
—Lo cual podría interpretarse como que es una persona desesperada por mantener el control.
—Es una forma de verlo. Otra es que ha encontrado el control y eso lo ha salvado.
Grace tamborileó los dedos sobre la mesa.
—Siguen sin gustarme esas viejas evaluaciones psicológicas. Creo que estamos ante una bomba de relojería.
—Deberías leer las tuyas, Grace. Las recientes —dijo Church suavemente y ella le lanzó una mirada fulminante—. Dime, Grace… si hubiese estado con los equipos Bravo o Charlie en St. Michael, ¿crees que las cosas habrían sido diferentes? Grace apretó la mandíbula.
—Eso es imposible de saber.
—No, no lo es. Sabes por qué las cosas se pusieron feas en el hospital y has visto esta cinta. Mi pregunta sigue en pie.
—No lo sé. Creo que necesitaríamos observarlo mucho más.
—De acuerdo —dijo—. Entonces ve a observarlo.
Tras decir eso, se levantó y salió de la habitación.
Baltimore, Maryland / Sábado, 27 de junio; 6.54 p. m.
Rudy caminaba en silencio mientras volvíamos a mi todoterreno. Abrí las cerraduras, pero él se quedó fuera, tocando la manilla de la puerta.
—Este cabrón* de Church… ¿qué opinas de él?
—El coche podría tener micros, Rude.
—Que le den al coche. Responde a la pregunta. ¿Crees que Church es uno de los buenos o uno de los malos?
—Es difícil de decir. La verdad es que no creo que sea un tío agradable.
—Visto lo que tiene que hacer, ¿cómo podría ser agradable?
—Tienes razón —dije. Entré y encendí el motor y luego subí al máximo el volumen de la radio. Si había micrófonos eso ayudaría, aunque sospechaba que ya no importaba.
—Te está pidiendo que aceptes muchas cosas sin darte explicaciones. Organizaciones secretas del Gobierno, zombis… ¿crees que está intentando engañarte de alguna manera?
—No —dije—. No creo que mienta sobre eso. Y aun así… todavía no me cabe en la cabeza todo esto. Es imposible. No encaja. Todo es demasiado… —No podía expresarlo en palabras, así que miré a mi alrededor. Los pájaros cantaban en los árboles y los grillos también, los niños se reían en los columpios.
Rudy siguió mi mirada.
—¿Te cuesta creer en esas cosas cuando puedes estar aquí y ver esto?
Asentí.
—Lo que quiero decir es que… sé que era real porque estuve allí, pero aun así no quiero que sea real. —Rudy no dijo nada y, después de un momento, le solté otra bomba—. Church dice que ha leído mis evaluaciones psicológicas.
Rudy me miró como si le hubiese dado una bofetada.
—Yo no se las di.
—¿Cómo lo sabes? Si está al mismo nivel que Seguridad Nacional podrían haber puesto micrófonos hasta debajo de las piedras.
—Si me entero de que han hecho algo de eso…
—¿Qué harás? ¿Armar un escándalo? ¿Entablar un proceso legal? La mayoría de la gente no lo hace. No desde el 11-S. Seguridad Nacional cuenta con ello.
—El Acta Patriotica —dijo, igual que la gente dice «hemorroides».
—Es muy duro luchar contra el terrorismo sin un poco de manga ancha.
Me lanzó una mirada maliciosa.
—¿Estás defendiendo una intrusión en las libertades civiles?
—No exactamente, pero míralo desde la perspectiva de las fuerzas del orden. Los terroristas están al corriente de las protecciones constitucionales y utilizan eso para esconderse. No, no me mires así. Yo solo digo…
—¿Solo dices, qué?
—Que todo el mundo cree que solo existen dos opciones y que es más complicado que eso.
—Los informes del paciente son sagrados, amigo.* —Solo me llamaba así cuando estaba enfadado.
—Eh, no la tomes conmigo. Yo estoy de tu lado. Pero quizá deberías tener en cuenta el punto de vista de la otra parte.
—La otra parte puede venir y besarme…
—Cuidado, hermano. Este coche podría estar pinchado.
Rudy se acercó al coche y dijo alto y claro:
—Señor Church, béseme el culo. —Y luego lo repitió lentamente en español—: ¡Besa mi culo!*
—Vale, vale. Pero luego si desapareces no me culpes.
Se apoyó en el coche y me miró pensativo.
—Hoy voy a hacer tres cosas: primero, voy a revisar mi oficina de cabo a rabo para ver si hay algo fuera de lugar, y ante cualquier signo de violación de mi intimidad llamaré a la policía, a mi abogado y a mi congresista.
—Buena suerte con eso. —Subí al coche y cerré la puerta.
—Lo segundo que voy a hacer es ver lo que puedo averiguar sobre los priones, algo que indique si pueden reactivar de alguna manera el sistema nervioso central. Quizás haya algún estudio, algún documento.
—¿Y cuál es la tercera cosa?
Abrió la puerta.
—Voy a ir a una misa nocturna y a encender una vela.
—¿Por Helen?
—Por ti, vaquero, y por mí… y por toda la puta raza humana. —Entró y cerró la puerta.
No hablamos durante todo el camino de vuelta.
Gault y Amirah / El búnker / Seis días antes
Con El Mujahid y sus soldados de viaje, solo quedaban seis personas en el campamento además de Gault: cuatro guardias, un sirviente y Amirah, que era tanto la esposa de El Mujahid como la directora de la división secreta de investigación de Gault en Oriente Próximo. Era una mujer preciosa y una científica brillante cuyo conocimiento de agentes patógenos rozaba lo místico.
Mientras la esperaba, encendió su PDA y abrió los archivos que le había enviado el Estadounidense, la mayoría de los cuales eran informes oficiales sobre el asalto del destacamento especial. Casi todo había ido según lo previsto… aunque el Estadounidense no lo sabía. Había muchas cosas que Gault había decidido no compartir con el nervioso yanqui. Sin embargo, se preguntaba por qué todavía no habían asaltado la planta de procesado de cangrejo. Tomó nota de pedirle a Toys que lo averiguase.
Se abrieron las puertas de la jaima. Se giró y la vio allí de pie y, por un momento, dejó de pensar en asaltos y conspiraciones.
Amirah era delgada, de estatura media, llevaba puesto el chadri negro que solo mostraba sus ojos y podría haber pasado desapercibida en un bazar o en una calle atestada de gente. A menos, por supuesto, que algún hombre cuerdo estableciese contacto visual con ella, y entonces el anonimato se desintegraría como una escultura de arena ante el viento de poniente. Esta mujer podría detener el tráfico con la mirada. Gault había sido testigo. Las conversaciones siempre decaían cuando entraba en una habitación y los hombres chocaban literalmente contra las paredes. Era una reacción realmente extraña porque era contraria a la tradición musulmana. Mirar a los ojos a una mujer una vez está bien, pero hacerlo dos veces era haram, una metedura de pata social y religiosa con graves consecuencias, sobre todo en los círculos tradicionales en los que se movían El Mujahid y esta mujer. Y aun así ningún hombre que hubiese visto Gault y que la hubiese mirado a los ojos conseguía que no le afectase.
Pero tampoco era algo sexual, ya que lo único que podía ver un hombre de Amirah eran sus ojos, y en Oriente Próximo había millones de mujeres con ojos hermosos. No, esto era más profundo que el sexo, incluso más que la ley religiosa. Era poder. Poder real, palpable, trascendental, y estaba en los ojos de Amirah, como si sus ojos fuesen una ventana al corazón de una caldera nuclear.
La primera vez que Gault la vio fue dos meses antes de que Estados Unidos invadiese Irak. Eran dos personas más en una concentración contra la Coalición, en Tikrit. Él estaba allí reclutando en secreto y esperando a un contacto que, según sus fuentes, le llevaría a El Mujahid. Gault sintió que le tocaba algo, casi como unos dedos ardientes rasgándole la piel de la nuca, y al girarse vio a esta mujer a más de cuatro metros de distancia mirándolo fijamente. Era la primera vez en la vida que se quedaba sin palabras, totalmente fascinado por el impacto de aquellos ojos y por la gran inteligencia que había tras ellos. Ella se acercó a él fingiendo el modesto modo de andar de una buena mujer musulmana y, mientras la multitud estaba totalmente centrada en Saddam, que estaba dando un discurso enternecedor en el que prometía luchar contra cualquier intento estadounidense de poner un pie en suelo iraquí, la mujer se acercó a él y le dijo:
—Soy Amirah y te puedo llevar al paraíso.
En cualquier otra circunstancia esa habría sido la frase típica de una prostituta barata, pero para Gault era la frase en código que llevaba semanas esperando escuchar. Estaba tan desconcertado, tan perplejo de que ella fuese el mensajero al que había venido a buscar a Tikrit, que casi se equivoca con la contraseña, pero después de dos o tres intentos fallidos en los que tartamudeó, consiguió decir:
—¿Y qué veré allí?
Y entonces ella dijo las tres palabras mágicas que llenaron a Gault de una gran alegría. Amirah se acercó un poco más a él y le dijo:
—Seif al Din.
«¿Y qué veré allí?»
«Seif al Din, "la espada del fiel".»
Gault rememoró ese momento mientras Amirah entraba en la jaima. Se puso de pie, sonriendo, deseando abrazarla y arrancarle ese ridículo traje negro que llevaba puesto. Él vio su necesidad reflejada en los ojos de ella, y ella sonrió. Lo único que podía ver de su sonrisa eran las leves patas de gallo que se formaban en los bordes de aquellos brillantes ojos castaños; y sabía que su sonrisa era tanto una promesa como una aceptación. No podían hacer nada ni compartir nada mientras estuviesen allí, en la jaima de El Mujahid. Había dos guardias tras ellos que no les quitaban ojo de encima.
—Señor Gault —dijo con una voz dócil—. Mi marido me ha ordenado que comparta con usted los resultados de nuestros experimentos. ¿Sería tan amable de acompañarme al búnker?