Read No pidas sardina fuera de temporada Online
Authors: Andreu Martín,Jaume Ribera
Tags: #Infantil y juvenil, #Policíaco
Aquellas eran mis suposiciones pero, ¿cómo podría confirmarlas? ¿Preguntándoselo?
«Oiga, señor Longo, ¿es usted quien…?»
La noche en que soltaron las fieras
—¡Que qué quieres tomar! —repitió el hombretón, un poco brusco, devolviéndome a la realidad.
—Ah, no sé… Una coca-cola.
—Una coca-cola. ¿Y tú, nena?
—No. Yo no tomaré nada. —Fría y lejana como un iceberg de aquéllos de la clase de Sociales.
El señor Longo se fue hacia la cocina. Desde donde estaba, podía ver que sobre la pila había un montón de platos y cacharros grasientos por lavar. Sentí compasión por Clara. Recordé cosas que había averiguado y que no había incluido en el informe. Que su madre se había ido, hacía años; que la niña se había educado con los abuelos y su tía Teresa… Y que ahora se cumplían dos años desde que ella había decidido volver con su padre, aquel hombre cansado que se aburría.
Le observé mientras abría la nevera y sacaba una coca-cola, que destapó al lado del fregadero. Cuando vino a ofrecérmela, vi que tenía un tatuaje en el brazo. Una bomba redonda con la mecha encendida, parecida al distintivo del arma de artillería.
—Eres muy joven, ¿no?
—Como yo —intervino Clara.
—No sé si tendremos cena para tu amigo…
—No, no —hice yo.
—No, no —dijo Clara.
El señor Longo no se inmutó. Bebió un largo trago de cerveza, mirándome fijamente, como estudiando mi rostro con alguna intención muy concreta, como si creyera conocerme y no supiera de qué. Para no permanecer callado, dijo:
—Y los estudios, ¿cómo van? ¿Bien?
—Bueno, así asá, ya sabe… —Tragué saliva. Glup. ¿Qué hacía yo allí? Si había entrado, era para que me aclarara mis dudas. «Pregúntaselo», me repetía. Pero no me atrevía.
—¿Vas a la misma clase que Clara?
—Sí… —«Díselo ahora. Vamos, toma carrerilla, dile: Señor Longo…»
No llegué a abrir la boca. Tampoco sé si realmente lo habría hecho. Antes de que pudiéramos decir nada, yo o él, el estrépito de las veinticuatro horas de Le Mans entró por la ventana. Parecían miles de motores de tonos agudos y ofensivos, todos rugiendo al unísono, como terroríficos gritos de guerra de salvajes.
El
Lejía,
Clara y yo nos sobresaltamos. Poco a poco, pasado el susto inicial, comprendimos que eran motos, tres o cuatro a lo sumo, y que sus conductores se habían detenido en el descampado frente a los bloques y daban golpes de muñeca al gas, provocando un fragor sincopado, espeluznante y ensordecedor.
—¡
Lejía!
—gritaron desde la calle—.
¡Lejía!
¡Sal a la calle, que te veamos, joder!
Reconocí la voz y se me encogió el corazón. Era el
Puti.
Oí el ruido de una botella de cerveza estrellándose contra la pared.
—Es el
Puti
—dije, como aquel que hace corteses presentaciones en una fiesta de alta sociedad. Miré a Clara—: Preferiría que no se enterara de que estoy aquí.
Pero Clara no me escuchaba. Estaba pendiente de su padre, que ya se levantaba, ya iba hacia la ventana. Y volvía a oírse la voz del
Puti:
— ¡Lejía,
coño! ¡Sal o te quemamos la barraca!
El señor Longo salió a la ventana al mismo tiempo que abajo sonaba otro estruendo. Me pareció que alguien estaba golpeando la persiana metálica con una cadena.
—Papá, ten cuidado… —murmuró Clara.
—¡Basta! ¡Basta ya! —gritó el señor Longo, con su voz ronca y un tono enérgico que habría paralizado a un regimiento. Recordé que el señor Longo había estado en la Legión—. ¿Qué os pasa?
Abajo se había hecho un instante de silencio.
—¡Baja y te lo explicaremos! —gritó el
Puti.
El de la cadena continuaba golpeando la persiana metálica, crispando los nervios de todos.
—¡Que pares de una vez o te parto la cara, imbécil! —gritó el señor Longo.
—¡Baja!
Empujado por un rapto de ira, el señor Longo se apartó de la ventana. Clara dijo:
«Papá, papá…», siguiéndolo hacia el pasillo. El hombre ya volvía y la apartó con brusquedad: «¡Déjame!», dijo. Absolutamente aterrorizado, le vi aparecer con una barra de hierro de más de un metro de largo.
—¡
Lejía!
—gritaban desde abajo—. ¡Hijo de puta!
—Papá, papá —decía Clara.
El señor Longo bajó precipitadamente las escaleras. Clara corrió hacia la ventana, después me miró a mí. Yo le dediqué un gesto de impotencia. Ella se precipitó por las escaleras, como si no hubiera visto a nadie donde yo estaba.
—Papá, papá —repetía.
—¿Qué pasa? —rugía abajo el señor Longo.
—¡Que no nos gusta lo que le hiciste a nuestro amigo,
Lejía!
¡Que a nuestros colegas no se les toca!
—¡Qué coño de amigos y amigos…! —protestaba el señor Longo.
Me los imaginaba. El
Puti
y los suyos, sobre las motos, con cadenas y nunchacus, rodando por el descampado, describiendo círculos, y Longo aguantando de pie, esperándoles con la barra de hierro. Se me antojó una imagen de western. Por lo visto, de vez en cuando un gracioso pasaba con la moto junto a la persiana metálica y la golpeaba con la cadena. Del tono y la inflexión de las protestas de Longo imaginé que, a cada viaje, intentaba arrearle con la barra de hierro. Y mientras, hablaban.
Yo no me atrevía a asomarme a la ventana, pero no me perdía ni una sílaba. Mis sospechas seguían confirmándose.
—¡De Elías,
Lejía!
¡Te estoy hablando de Elías! ¿O quizá no te acuerdas? ¿Es cierto o no que le diste una paliza?
—¡Y a ti qué te importa lo que le hice o le dejé de hacer!
—¡Elías es un colega,
Lejía!
¡Y tú lo sabes! ¡Y también sabes que a los colegas no se les toca…!
—Pero, ¿qué dices? ¡Si tú eres el primero en tratar a Elías como si fuera un trapo sucio!
—¡A los colegas no se les toca!
Pensé que allí había algo que no encajaba.
El señor Longo, a su manera, tenía razón. ¿A qué venía tanto alboroto si el
Puti
y sus amigos eran los primeros en maltratar a Elías?
Até cabos: Pili me había contado que Elías había estado hablando apasionadamente con el
Puti
y los suyos. Que hablaban de algo que les interesaba a todos. Me imaginé a Elías comprando el interés de los otros con una noticia muy valiosa.
No era necesario ser ningún genio para imaginar qué era aquello tan valioso. Las pruebas que comprometían al
Pantasma.
Yo había visto cómo el conserje pagaba doscientas cincuenta mil pesetas por aquellas pruebas. Por semejante cantidad, y todo lo que pudiera venir a continuación, era muy posible que el
Puti
y su basca se pusieran en movimiento, aunque fuera a las órdenes de Elías Gual.
Pero, ¿qué podía ser aquello tan comprometedor?
Y, sobre todo, ¿de dónde sacaba doscientas cincuenta mil calas un pobre conserje de escuela pública?
Abajo continuaba el alboroto. Habían pasado a las palabras gruesas que, como gritos de guerra, no significaban nada y lo significaban todo. «Venid a por mí si tenéis cojones», y cosas de este tono grosero. Empecé a temer por la integridad del padre de Clara y estaba pensando en llamar a la policía (a saber cómo se lo tomaría aquella gente que alguien avisara a la pasma; posiblemente acabaríamos todos en comisaría) cuando oí un ruido en la parte trasera del piso.
Clang, un cazo o una olla en la cocina.
Me quedé helado.
Había alguien más en el piso. Alguien que abría una puerta, que llevaba una linterna, que avanzaba por el pasillo.
Claro: Ahora entendía por qué el
Puti
se tomaba tantas molestias armando todo el tumulto en el descampado. Claro. Era una maniobra de distracción que permitía que alguien entrara en el piso por la parte trasera y recuperara los documentos comprometedores.
¡Jo, cuánto interés por estrujar al pobre
Pantasma!
¡Si lo supiera…!
Bien, me pregunté qué podía hacer yo. Estaba allí clavado, aguantando la respiración, tenso y con el corazón a cien.
Alguien abría una puerta. Se movía rápidamente. Cerraba. Abría otra. Revolvía papeles. Mientras, afuera, alguien recibía. Un golpe, un grito, un gemido. Una moto que caía al suelo y allí se quedaba, acelerada, rugiendo. Insultos que herían mis tiernos oídos. Un «ahora verás» terrorífico y un chillido de Clara. Un gemido del
Lejía,
el inicio de una batalla abierta. Con un ay en el corazón, pensé que aquello podía acabar muy mal y que debería hacer algo.
—¡Coge a la chica! —dijo alguien abajo.
Clara gritó. Sus insultos se sumaron a los de su padre. Ahora era cuando debía intervenir yo. Me moví rápidamente…
… Y al pasar por delante del pasillo, vi perfectamente al intruso, y el intruso me vio a mí. De todas formas, yo ya sabía quién era. Haciendo un esfuerzo sobrehumano sonreí y dije, tan infantil como pude:
—Hola, Elías…
Saltó sobre mí, me agarró por los pelos y tiró. Al mismo tiempo me exigía silencio con un imperioso «¡Chsssttt!», y yo me quejaba haciendo «Ayayayay…» en voz baja.
En la penumbra del pasillo me vi envuelto por la violencia de aquel aprendiz de
heavy
que me sujetaba y me susurraba feroz al oído:
—¡Tranquilo, y a callar! ¡Calla o te rajo!
Jopé, llevaba una navaja, no me había dado cuenta.
Le pedí que no, que no me rajara, moviendo la cabeza como si me hubiera cogido un temblor incontenible. Me empujó, lanzándome contra una butaca del comedor, y echó a correr hacia el fondo del pasillo.
Yo no podía perder de vista el sobre de papel de embalar que llevaba, medio arrugado, en las manos.
Claro, él había salido con Clara. De ahí que conociera la casa. Sabía cómo entrar mientras el
Puti
y su banda distraían la atención del personal en la parte de delante.
Tintinearon de nuevo las ollas de la cocina. Me imaginé a Elías saltando por la ventana, deslizándose por una cañería o algo por el estilo. Bum, saltando al suelo, corriendo hacia su moto…
Hasta que no recuperé el aliento, no volví a oír la escandalera de las motos, las cadenas y los gritos del descampado. Bufé y permanecí indeciso un buen rato. No sabía qué hacer.
Me di cuenta de que Clara lloraba y que alguien gemía, y que estaban golpeando un cuerpo blando.
«¡Toma, toma y toma, para que aprendas!»
Sirenas de policía. Jopé, lo que faltaba. Algún vecino había llamado a comisaría.
Gritos abajo: «¡La bofia! ¡Larguémonos!» De nuevo el rugir de las motos. El fragor que crece y crece hasta ensordecerme, y después se aleja y se aleja, dejando solos y bien audibles los sollozos de Clara durante unos segundos y, después, un bullicio diferente.
—¡A ver, qué ha pasado aquí, pedid una ambulancia, no le toquéis…!
Bajé las escaleras. No estaba muy satisfecho de mí mismo. No creo que sea lo que se espera de
un duro
detective privado,
eso
de permanecer en la sombra mientras la gente se zurra. Pero, claro, yo no podía hacer nada. Y, además, había averiguado casi todo lo que quería.
Había un coche de policía. Otro había salido volando, en persecución de las
motos
fugitivas. Dos polis de uniforme mantenían a distancia a un grupo de personas que miraban con aprensión. Clara llorando y su padre que, tosiendo y maldiciendo, se levantaba del suelo, donde había estado tirado, cubierto de polvo.
—Estoy bien, dejadme, estoy bien…
En todo caso, no lo parecía. Tenía sangre en la cara y en las manos, y la camisa y los pantalones rotos; iba cubierto de polvo del pelo hasta los zapatos y no podía ni mover un brazo ni sostenerse sobre una de sus piernas. Se apoyaba en Clara.
—Pero, ¿qué ha pasado,
Lejía?
—le preguntaba un policía.
—Nada. Unos gamberros, que estaban de juerga.
—¿Les conocías?
—Nunca les había visto. No son del barrio…
Hice un intento de acercarme a Clara, pero tampoco sabía qué podía hacer o decir.
—Amigos de tu hija, ¿no? ¿Eran amigos tuyos…?
—¡No les conozco de nada! —dijo ella, en un tono duro, como un insulto. Pensé que con un par de salidas como aquella podían meterla en la cárcel.
La chica me miró y yo vi una infinita distancia entre ella y yo, como si hubiera un océano de desprecio de por medio.
«¡Tú no puedes entender!», me había dicho.
Para ella, yo era un niño que jugaba y estorbaba en el preciso momento en que a ella la vida la obligaba a ser más mujer que nunca. Me habría gustado entender algo, de veras. A fin de cuentas yo no había acusado de nada al
Lejía.
Incluso me habría gustado ayudarles…
Me sentí muy solo. Eché a andar, cabizbajo y pensativo, dejando atrás la gente y los comentarios.
—Ya te dijimos que no te mezclaras con esos gamberros,
Lejía.
Que tienen malas pulgas…
—Es cosa mía.
—Entonces, ¿qué vas a hacer? ¿Piensas poner una denuncia, o no?
—¡Pues claro que no! —se exaltaba el
Lejía.
«Claro que no», repetía yo mentalmente.
—Claro que no les va a denunciar —comentaba una vecina—. Si es como ellos, todos son iguales. Todos han salido de la misma cloaca…
El
Lejía
había tenido en su poder por unos días las pruebas que tanto comprometían al
Pantasma.
Le había salido bien: como mínimo, había ganado doscientas cincuenta mil pesetas. Ahora, Elías había recuperado el sobre de papel de embalar.
Volvíamos a estar donde estábamos al principio.
Pero no era lo mismo.
Volví a casa tarareando el
Without you,
sobre todo aquel momento tan sentido, cuando Billy Ocean dice:
Oh, I need you, girl, remember this.
Valía la pena estudiar inglés aunque sólo fuera para entender cosas como aquélla, que reflejaban perfectamente mis sentimientos.
Entre la espada y la pared
El bar todavía no había cerrado. Al contrario, en aquella noche de sábado parecía más lleno que nunca de humo, de calor, de gente, de voces y de rumor de dominó.
—¿Éstas son horas de llegar? —me preguntó mi padre, agarrado a las palancas de la máquina de café—. ¿Dónde has estado?
—Jugando con los amigos —dije, más solo e incomprendido que nunca.