Read No pidas sardina fuera de temporada Online
Authors: Andreu Martín,Jaume Ribera
Tags: #Infantil y juvenil, #Policíaco
Isabel accedió porque no quería perder el hilo de lo que estaba diciendo. Salió Pili. En menos de lo que canta un gallo le expliqué por dónde tenía que salir y lo que debía hacer.
—Pero eso es el lavabo de chicos —protestó—. No sé si podré hacerlo en el de chicas…
—Pues sal por el de chicos, Pili, no me vengas ahora con problemas sin importancia…
—Problemas sin importancia… Pues mira que si me pillan metiéndome en el lavabo de hombres…
—Les dices que eres un travestí —acabé la discusión—. ¡Corre!
—¿Y la seño?
—¡Ya hablaré yo con ella! ¡Corre!
Isabel estaba dibujando el perfil de un iceberg para demostrar que ocho novenas partes de su volumen permanecían sumergidas…
—Isabel… —dije. Me miró con la tiza en la mano, a la altura de la cabeza—. Que mi hermana también ha ido al lavabo… —Ella no se movía, como esperando alguna cosa más—. Es que… nos encontramos un poco mal del estómago a causa de algo que comimos ayer y… quizá estemos un poco intoxicados… Toda la familia… Por eso ahora, cuando se lo he dicho… Ella ha ido al lavabo.
—¿Me estás diciendo que, si no se lo hubieras dicho, ella no se habría dado cuenta de que estaba intoxicada…? —dijo Isabel.
—Se lo he dicho por si las moscas…
Los compañeros rieron de buena gana, e Isabel tenía muchas ganas de enseñarnos qué era un iceberg, de modo que dijo:
—Anda, va, pasa, pasa…
Y continuamos la clase.
¡Siga a ese coche!
Ya he dicho que aquel fue un día muy intenso.
Uno de los momentos de máxima intensidad se produjo en el patio, cuando yo buscaba a Pili para que me contara lo que había ocurrido con el
Pantasma,
y me encontré con la soberana bofetada que me propinó María Gual.
Pero una bofetada de verdad, de esas que uno recuerda de viejo, y las describe a los nietos con la cantinela: «Ahora ya no se dan bofetadas como las de antes. Me acuerdo de aquella que me dieron…»
Fue una bofetada de esas que suenan muy fuerte, tanto que paralizan los juegos de todo el patio y todo el mundo se vuelve para ver lo que ha pasado. Fue un estallido como de globo que se revienta, y me dejó instalado en la mejilla un escozor penetrante y persistente. Debía de tener los cinco dedos marcados en un tono grana rabioso.
O sea, que María Gual me dio una bofetada.
Después, naturalmente, echó a correr, para qué os quiero contar, y yo la perseguí con la intención de devolverle el golpe. De camino, mientras hacía fintas, y ponía gente y objetos entre ella y yo para evitar el castigo, gritaba que me la debía, y de una forma desesperada y atropellada me dio ciertas explicaciones.
La noche anterior, Elías había regresado a casa hecho una fiera corrupta. Había descubierto el jueguecito de la nota falsa porque, según parecía, el bar
Sótano
había cerrado hacía tiempo, y, lógicamente, culpaba de todo a la hermanita que le había entregado el mensaje.
—¡… Y yo no tengo ninguna culpa de que cerraran aquel bar, te lo juro! —gritaba María.
Por lo visto, en casa de los Gual se había producido una situación muy parecida a la de ahora mismo en la escuela. Sólo que entonces quien había recibido el sopapo había sido María. Después, ella y su hermano habían corrido por todo el piso y Elías la había atrapado, la había levantado por encima de su cabeza y la había encerrado en el compartimento superior de un armario, con las mantas.
—Me quería meter en el armario. Me levantó así, por encima de su cabeza y yo pensé que iba a tirarme al suelo… Pero no. Me puso en el armario, con las mantas.
Y quería encerrarme allí, y provocarme un ataque de claustrofobia hasta que me ahogara o me volviera loca…
Estábamos los dos jadeando, cara a cara, con un árbol de por medio.
—¿Y qué pasó? —pregunté.
—Que yo chillaba y vino mi padre y se sacó la correa y le dio una buena tunda a Elías, y eso lo arregló todo.
—Ah.
Hice como si me relajara, olvidando el agravio, y cuando ella se acercó recriminándome: —Ya ves qué detective estás hecho,
Flanagan,
que te descubren a la primera…—. Me volví y le devolví lo que me debía.
Chass!
María se puso a llorar a gritos, Elías salió de algún lado gritando:
—Tú no le pones la mano encima a mi hermana…—. Los profes se interpusieron separándonos, impidiendo que Elías me matara y, después, regañándome, diciéndome que me había vuelto loco, negándose a aceptar como excusa el que ella hubiera empezado…
Más tarde, pude hablar con Pili.
¿Qué había hecho el
Pantasma
en la Caja?
—¿Qué ha hecho? Pues nada. Ha sacado dinero. Lo que se acostumbra a hacer en los bancos. ¿Qué imaginabas? ¿Que iba a atracarlo?
—Después. ¿Qué ha hecho después?
—Nada. Ha vuelto al colegio.
—¿Y qué está haciendo ahora?
—Está arriba, en el despacho de las fotocopias, preparando el examen de Mates de mañana.
—Ah, es verdad. Mañana toca examen de Mates. Eso significa que en algún momento, entre ahora y mañana por la mañana, el
Pantasma
le dará la fotocopia a Elías… No debemos perderles de vista, ni al uno ni al otro. Yo me encargaré del
Pantasma.
Elías me tiene muy visto.
Subí al despacho de las fotocopias en cuatro saltos. Pude observar de lejos el trabajo del
Pantasma.
—¿Se puede saber qué miras? —me dijo abruptamente.
—¿Yo? Nada —contesté, muy inocente.
—Pues largo de aquí.
No le hice caso, por supuesto. Al contrario, me arrimé a la pared, preguntándome por qué últimamente la gente daba muestras de un humor tan agrio.
Elías, por poner un caso. Siempre había dado de duro, pero nunca se había pasado de la raya. Llegué a la conclusión de que aquel muchacho estaba metido en un lío. Y el
Pantasma
también. Parecía que le molestara mucho mi presencia. Y ése era un motivo formidable para que yo no abandonara mi puesto de observación.
Después tocaba volver a clase.
Con la excusa de que temía que Elías intentara zurrarme, les pedí a unos chicos del C que me lo vigilaran. A mediodía, a la salida, me dijeron que no se había movido del aula en todo el rato. Eso significaba que aún no tenía el examen del día siguiente.
Le dije a Pili que me excusara ante nuestros padres. Tenía que quedarme por allí, vigilando. Ya tomaría un
sándwich
en algún bar cercano.
Elías se montó en su moto y salió volando. No podía seguirle. Y me parece que tampoco tenía muchas ganas de hacerlo.
El
Pantasma
dejó la escuela en manos de los profes y los alumnos que se quedaban a comer y atravesó la calle, hacia los chalets. Vivía justo delante de la escuela, en una de las casitas con jardín, y su teléfono estaba permanentemente conectado con el del colegio. Eso le convertía en una especie de guardián perpetuo, de día y de noche, laborables y festivos, siempre comunicado con su lugar de trabajo.
Entró en la casa y yo me deslicé subrepticiamente en su jardín.
A diferencia de los Gual, que también vivían en los chalets, el conserje cuidaba mucho su jardín, que no había convertido en huerto. En él se respiraba olor a césped, y tenía flores de muchas clases y de muchos colores diferentes. Era fácil imaginarle regando las plantas, protegiéndolas del pulgón y habiéndoles en voz baja cuando nadie le oía. También resultaba fácil imaginarle acariciando un gato o haciendo punto.
Espié por una ventana. La madre del
Pantasma,
una especie de sargento de caballería de cabellos blancos y alborotados, le había preparado la sopita, el vino, la gaseosa y probablemente la carne, en un plato tapado con otro plato. Se besaron melindrosamente, se dijeron algo que no entendí y él pasó a otra habitación.
Me desplacé hacia la ventana contigua. Era primavera y daba gusto gozar de un sol que había escaseado durante mucho tiempo. Seguramente, ésa era la razón de que la madre del
Pantasma
hubiera abierto todas las ventanas. Y gracias a ello pude ver un dormitorio de soltero. Era sobrio hasta el más catastrófico de los aburrimientos. El único adorno que le confería un poco de alegría era una amarillenta foto de su difunto padre.
Le vi entrar. De repente, sus gestos me parecieron inquietos y furtivos. Sacó un sobre blanco del interior del guardapolvo. Le temblaban las manos. Aquello era tan importante que me escondí tanto como me fue posible y se me pusieron todos los músculos en tensión. Presencié como extraía del sobre los billetes que había sacado de la Caja de Ahorros por la mañana.
Billetes de cinco mil. Muchos. Muchos. Los contaba rápidamente. Se le caían al suelo.
¿Qué le pasaba? Yo quería contarlos con él, pero era imposible, dado su nerviosismo. Se le cayó el sobre, lo recogió, se le cayó un fajo de billetes, lo contó de nuevo. Mientras estaba recuperando billetes debajo de la mesa, distinguí seis montones. Calculé que cada uno podía tener diez billete de cinco mil (o tal vez había más).
¡Trescientas mil pesetas! Y diez billetes más por los suelos redondeaban un total de trescientas cincuenta mil pesetas.
Un momento, un momento, un momento… Yo iba a por un inofensivo estudiante que copiaba los exámenes… La aparición de tanta pasta en el argumento viraba las cosas hacia un color más oscuro que no sabía si me gustaba. Bien, debía reconocer que el caso ganaba en emoción y en interés, y que el corazón me palpitaba más excitado, y que sentía que la sangre me corría por las venas a un ritmo más
heavy,
pero eso no significaba que todo aquello me gustara. Gustar no era el verbo exacto, no.
¿Qué hacía el
Pantasma
con toda aquella pasta? Separaba dos montones para él (calculé unas cien mil pesetas), los guardaba en un cajón y el resto (doscientas cincuenta mil) lo metía en un sobre de papel de embalar, y éste en una bolsa de plástico de la perfumería
Lolita
del barrio.
Salí del jardín para tomarme un bocata en un bar cercano, y pasé el rato observando la casa del
Pantasma
y pensando.
No me empeñaba en entender nada referente al fajo de pasta que tenía el
Pantasma.
Sabía que, de momento, no encontraría explicación alguna para ello. Me faltaban datos. Lo mismo que me faltaban datos para saber quién le había hinchado las narices a Elías, dos noches atrás. Me faltaban datos. Pero sabía que acabaría encontrándolos. Acabaría por averiguarlo todo.
Mi amor propio estaba en juego.
A las dos y cuarto, el
Pantasma
salió de casa con la bolsa de plástico blanco con la inscripción
Lolita.
No se le notaba en la cara que llevara doscientas cincuenta mil calas allí dentro. Tenía una expresión de lo más normal.
A lo largo de la tarde, Elías no se puso en contacto con él. Al parecer, Elías tenía sus propios problemas.
Le dije a Pili que le siguiera a las cinco, cuando terminaran las clases.
—Sí… Pero si va en moto, como el mediodía…
—Ve directamente a
La Tasca.
Asómate por allí para ver si se reúne con el
Puti…
A ver qué hacen…
—¿Y tú? —dijo ella. Era evidente que no le entusiasmaba la idea de tener que ir a
La Tasca.
—Yo vigilaré al
Pantasma.
—¿Pero a quién estás investigando? ¿Al
Pantasma
o a Elías?
—No lo sé. Ahora ya no lo sé.
En el taller de periodismo, María Gual se me acercó, mimosa, como si no nos hubiéramos dado ninguna bofetada.
—¿Cómo tenemos el asunto,
Flanagan?
—Interesante —dije. Y empecé a explicárselo. A fin de cuentas, ella era la promotora de la investigación —: He llegado a la conclusión de que si tu hermano aprueba los exámenes…
—¿Vendrás a la fiesta del sábado? —me corto.
—¿Qué?
—El sábado. Pasado mañana. Damos una fiesta. ¿Vendrás?
—Ah, no — ¿cómo podía pensar en fiestas de sábado mientras teníamos aquel caso entre manos? ¿O lo había olvidado todo después de la bofetada? En todo caso, quien no estaba dispuesto a olvidarlo era yo.
—Vendrá Clara —dijo con aires de insinuación.
—Razón de más —desde que había empezado a comercializar el informe
Clara Longo Pella,
me sentía un poco inseguro cuando Clara estaba cerca. No sé si ello se debía a un sentimiento de culpabilidad o al instinto de conservación. Bien, pues, como te decía…
—Ahora siempre salgo con Clara —insistió María—. Los chicos se fijan más en mí si voy con ella.
—Está bien —dije. Y me fui al otro extremo del aula.
A las cinco salí entre los primeros, le encargué a Pili que les dijera a nuestros padres que quizá llegaría un poco tarde, y me planté de centinela en la primera esquina, parapetado entre dos coches, simulando que esperaba a alguien.
Salieron los chicos, y después los profes; aparecieron algunos padres que entretuvieron a los profes hablando de los chicos, y, hacia las cinco y media se vació la calle y salió por fin el
Pantasma,
pulcro y parsimonioso, sin el guardapolvo gris. Vestía una chaqueta azul cruzada con botones dorados, pantalones negros, zapatos tan brillantes como su peinado, camisa blanquísima y corbata a rayas azules, grises y blancas. Con todo esto quiero decir que iba excepcionalmente elegante. Con un gusto un poco antiguo, pero elegante a su manera.
Y llevaba la bolsa blanca de
Lolita.
Con las doscientas cincuenta mil pesetas dentro.
A los dos nos sorprendió la repentina aparición de Elías. Paró su moto junto al
Pantasma
y le dijo algo.
El
Pantasma
le contestó que se largara con la música a otra parte. Elías se enfadó, gesticulaba convulsivamente. De pronto, el
Pantasma
le agarró por la camisa y le gritó a la cara. Y, en aquel momento, parecía el hombre más peligroso de la tierra, y Elías era tan sólo un pobre adolescente tembloroso, disfrazado de
heavy
y zarandeado por un energúmeno.
—¡Que me dejes en paz! —oí—. ¡Que las cosas han cambiado! ¡Que se acabó lo que se daba!
Lo empujó contra unos coches aparcados y continuó caminando, muy digno.
Elías, con la dignidad hecha añicos, no se atrevió a moverse ni a rechistar.
Yo crucé a la otra acera y pasé corriendo, piernas para qué os quiero, confiando en que Elías no me viera y no descargase en mí toda la frustración provocada por el conserje.