Read No pidas sardina fuera de temporada Online
Authors: Andreu Martín,Jaume Ribera
Tags: #Infantil y juvenil, #Policíaco
Lo tenía tan claro que empecé a elaborar mi teoría antes de llegar al edificio en construcción y hablar con el obrero.
Precisamente, los obreros estaban saliendo, con prisas para coger el metro que los llevaría a alguna ciudad-dormitorio de la otra punta de Barcelona. Seguramente, por el camino se cruzarían con otros obreros que trabajaban en aquel barrio y vivían en éste.
Pregunté por el hombre que manejaba la perforadora.
—¿Qué quieres?
—Mire: soy el hermano del chico que anoche se peleó con usted…
—¿Quién dices que se peleó conmigo?
—Mi hermano. El chico de la moto. El que siempre estaba haciendo ruido y decía que su perforadora…
—Ah, ya sé a quién te refieres. No soy yo. Me estás hablando de Núñez. El manejaba la perforadora, pero se fue ayer por la mañana. Por la noche ya no estaba aquí. Ahora soy yo quien se encarga de la máquina… Dile a tu hermano que se libró por un pelo, ¿eh? ¿Lo has entendido, chico? ¿Se lo dirás…?
—Sí señor.
Yo estaba pensando en despedirme. Pero él todavía tenía algo que decirme:
—Que se libró por un pelo y que estuvo de suerte.
—Sí, señor, ya se lo diré…
—Porque…, vamos a ver, ¿por qué buscaba tu hermano al Núñez este mediodía?
¿Qué quería? ¿Bronca…?
—¿Que mi hermano ha estado preguntando por Núñez este mediodía?
—Sí, ha estado aquí…
—Ah, no sé…
—¿Qué quería? ¿Bronca? Porque si es eso lo que buscaba, le dices que el Núñez ya no está, pero que hay otros, ¿eh?
—Muy bien —dije.
—En cuanto a eso que decías acerca de la pelea anoche… —El hombre no tenía ninguna intención de acabar la conversación sin dejarlo todo aclarado.
—Bien, no, que yo pensaba que… De hecho…
—Le dices a tu hermano que si de verdad quiere leña, aquí tenemos de sobra, ¿eh?
—Sí, señor. Se lo diré.
—¡Y que estamos hasta las narices de niños pijos, y de sus motos y de sus aires de gallitos!
—Y de sus aires de gallitos. Sí.
Yo iba tomando nota mental de todos y cada uno de los apartados que componían el complicado mensaje.
—Que le esperamos aquí.
—Bien.
—¿Se lo dirás?
—Sí.
—Muy bien. Entonces, díselo.
Por fin pude marcharme.
Por la noche, en casa, después de cenar, Pili y yo bajamos al almacén/despacho con la excusa de hacer los deberes. Se lo expliqué todo detenidamente a mi hermana. Así, repitiéndolo en voz alta, yo le seguía la pista al razonamiento y comprobaba qué detalles encajaban y cuáles no.
De modo que aquel mediodía, Elías Gual había ido a la obra y había preguntado por el albañil de la perforadora. Cuando le dijeron que ya no trabajaba allí, a Elías le había faltado tiempo, aquel mismo mediodía, para ir en busca del
Puti
y alardear de haberse partido la cara con el obrero. De este modo, se me dibujaba el perfil de un pobre desgraciado que quería hacer méritos ante los duros, a fin de que lo aceptaran en la banda, y que para conseguirlo se inventaba fabulosas peleas con obreros que ya se habían ido del barrio.
—Pero alguien tiene que haberle hecho eso en la cara a Elías —dijo Pili—. Y si no fueron ni el albañil ni los
punkies
de las Casas Buenas, porque ayer no hubo bronca… ¿quién fue?
—Este es el primer misterio de dolor —le dije—. Pero creo que todavía nos faltan muchos datos para encontrar la respuesta. Me preocupa más el otro interrogante.
—¿Qué otro interrogante?
Dije:
—¿Cómo se lo monta Elías Gual para aprobar todos los exámenes?
Pili se quedó mirándome. No dijo nada. Tal vez aquello le pareciera secundario, teniendo, como teníamos, otros temas más apasionantes entre manos.
—Cuando le investigamos porque rondaba a Clara —proseguí—, descubrimos que dedicaba todo su tiempo a su moto, a hacer fotos, a beber cerveza y a dormir.
Ahora resulta que además necesita horas para hacer méritos delante del
Puti.
¿Cómo se las arregla para aprobar?
—Quizás… —Pili quería decir algo, pero se lo repensó.
—Porque no es que apruebe por los pelos… Fíjate: A principios de curso, el profe de Mates anunció que programaría un examen semanal para que nosotros mismos pudiéramos apreciar nuestros progresos en la asignatura. Daba por descontado que nadie lograría ni tan sólo acabar el primer examen… Y, de hecho, nadie lo consiguió…, excepto Gual. ¡Vivir para ver! Y así con todas las asignaturas: En todas las evaluaciones ha resultado ser el más brillante, el rey de reyes…
—Es el tercer año que repite —intentó Pili —. Algo le habrá quedado, después de oír lo mismo tres años seguidos…
—¡No tiene ni idea! —salté yo—. ¿No lo has visto este mediodía, cuando hemos hablado de él? ¿Tú habías visto alguna vez una cara como aquélla? —«¿Polinomios? ¿Qué es eso…?»
—Bueno, pues… —murmuró Pili.
La miré fijamente.
—¿Cómo aprueba? —repetí.
—¿Copiando? —sugirió ella, sin demasiada convicción.
Negué con la cabeza.
—No. Quien aprueba copiando no tiene los éxitos tan regulares. No siempre se puede copiar. Siempre llega el momento en que el profe se planta a tu lado, y ese día tienes que resignarte…
Quizás han decidido regalarle de una vez el Graduado Escolar para que pueda ir a BUP, y hacen un poco de trampa… Como su padre insistió tanto…
—No —dije—. Precisamente porque su padre insistió tanto y se convirtió en un pelmazo, los de la escuela deberían estar interesados en demostrarles lo contrario, que más hubiera valido que Elías dejara la escuela el año pasado… Ahora, el padre no deja de atolondrar a los profes con la cantinela del «ya os lo dije yo: si os hubiera hecho caso, mi hijo se habría desgraciado para siempre…»
—Pues… —dijo Pili.
—Pues… —dije yo.
Quedamos unos momentos en silencio.
—Le ayuda un profe —dije de repente. Improvisando, lentamente, sílaba a sílaba —: Un profe le pasa fotocopias de los exámenes…
—¿Qué profe? —preguntó Pili.
Pensábamos: ¿Isabel, la de Sociales? ¿El
Chepas,
que era el director de la escuela y profe de Lenguas? ¿El de Mates? Ninguno de los tres nos cuadraba.
Además…
—… Además —dije—, que yo sepa, los profes no tienen acceso a todos los exámenes. Cada uno conoce los suyos, sólo los suyos. Si a Elías le ayudara el de Mates, Gual sólo aprobaría los exámenes de Mates… Si fuera Isabel, sólo aprobaría los de Sociales…
Y, curiosamente, tenía la sensación de estar acercándome a la solución del problema.
—Además —dijo Pili—, ¿por qué tendría que ayudarle un profe? Gual no es precisamente ni simpático ni halagador. Si alguna virtud tiene, es la de no ser un pelota…
—Chantaje —repliqué con naturalidad—. Imagínate que ha descubierto algo comprometedor para algún profe y le tiene atornillado, y por eso el profe se ve obligado a ayudarle.
Consideramos seriamente esta posibilidad y, después, nos echamos a reír.
—Vamos, vamos a la cama, que ya empezamos a desbarrar…
Subiendo las escaleras, Pili apuntó una nueva posibilidad.
—Lo más probable es que Gual haya logrado entrar en el despacho de la fotocopiadora, donde se guardan los exámenes. Tal vez tenga una ganzúa… ¿Que viene un examen? Espera a que el conserje haga las fotocopias, que las deja todas en los estantes, y después entra y se hace con una copia…
—¿Y eso lo hace cada semana? —pregunté, escéptico—. Porque el de Mates nos ha estado metiendo un examen cada semana, desde principios de curso. ¿Lo hace cada semana y nunca le han pillado?
Después, en la cama, le estuve dando vueltas y más vueltas a todo lo que habíamos hablado. Mi intuición seleccionaba palabras y conceptos caprichosamente, porque sí, al azar. Chantaje, sonaba bien. Sí, no sé por qué, pero me cuadraba el que Elías tuviera a un profe entre la espada y la pared y le obligara a ayudarle. Y lo que había dicho Pili subiendo las escaleras: —«En el despacho de la fotocopiadora, donde se guardan los exámenes, el conserje deja las fotocopias en los estantes…»—. Y otra cosa que había dicho yo: Ios profes no tienen acceso a todos los exámenes. Cada cual conoce los suyos, sólo los suyos…»
El día siguiente fue muy intenso.
Como si hubiera digerido y elaborado en sueños todo lo hablado con Pili la noche anterior, ya desde primera hora de la mañana tuve la sensación de saber más de lo que sabía. Fui a la escuela con otro aire, miré al conserje de otra manera y reconocí ante Isabel que no había hecho los deberes.
—No, Isabel, no he hecho los deberes, lo lamento profundamente, sé que no tengo excusa, pero pienso que después de todo no llevo tan mal la asignatura en lo que va de curso…
—Está bien, está bien, siéntate —me cortó ella. Y llamó a otro que sí había hecho los deberes.
Yo me senté y miré por la ventana. Aquella sensación de estar acariciando con la punta de los dedos mi objetivo sin poder atraparlo, me producía cierta desazón…
El conserje salía de la escuela. Me llamó la atención porque aquello no era habitual. Alguna vez lo hacía: dejaba a su madre vigilando la puerta y él salía a hacer algún recado. Pero, en realidad, no podía hacerlo.
Con su guardapolvo gris, sus andares desangelados, con su pelo negrísimo untado de brillantina, caminaba por la acera rodeando el edificio, probablemente para dirigirse hacia el Centro.
Entonces se me encendió la bombilla.
Me levanté e interrumpí lo que estaba diciendo Isabel para pedirle que me permitiera ir al lavabo.
—¿Se puede saber qué te pasa, Anguera? —me preguntó, haciéndome perder unos segundos valiosísimos—. Te veo inquieto.
—Me encuentro mal —repliqué en tono amenazante, como aquel que dice: «Si no me dejas salir inmediatamente, vomitaré sobre tus zapatos.»
—Anda, ve —concedió ella.
Salí corriendo. Recorrí todo el pasillo hacia la parte posterior, donde están los lavabos que dan a la calle del súper. Si me crucé con alguien, yo no le vi, y seguro que él tampoco me vio a mí. Entré en los lavabos como una flecha, pasé entre dos de BUP antes de que alcanzaran a esconder los cigarrillos y el «Playboy» que hojeaban con sonrisas extasiadas. Y, antes de que pudieran insultarme o decirme algo ingenioso, yo ya me había subido a una taza de water, había trepado hasta la ventana que tenía las rejas rotas y me había escurrido por la brecha, dejándome un jirón de chándal entre los hierros. Me imagino a los dos de BUP con cara de besugo, mirando la ventana como si por allí acabara de aparecérseles el Abominable Hombre de las Nieves.
Salté de la ventana a la calle. Casi fui a parar al carrito de una señora, que intercambiaba chismes con otra.
En pleno vuelo, localicé la figura del conserje, con su guardapolvo gris, doblando la esquina, hacia el Mercado. Sin hacer caso de los rulos de las mujeres ni de los ladridos de un perro que también se había sobresaltado, me lancé tras él como si fuera a disputar los cien metros lisos y acabasen de dar el pistoletazo de salida.
A mi edad, cuando corres avanzas más que un adulto caminando. Esa ventaja me permitió volver a localizar el guardapolvo gris, entre el maremágnum de amas de casa regateadoras, antes que entrara en la Caja de Ahorros.
Y, al mismo tiempo, todo lo que hasta entonces habían sido meras intuiciones iban convirtiéndose en razonamientos impecables. «Los profes no tienen acceso a todos los exámenes. Cada cual conoce tan sólo los suyos. En cambio, el conserje, en el despacho de la fotocopiadora, hace copias de todos los exámenes.» Si existiera alguien que conociera o pudiera conocer las preguntas de todos los exámenes, ése era el conserje. Y en mi cerebro resonaba la palabra
chantaje.
Y ahora le había visto haciendo algo que no debía hacer, abandonar su puesto de trabajo, y ése había sido el motivo de mi salida instintiva y precipitada.
Si me preguntaban por qué había tardado tanto, diría que me encontraba mal, que la noche anterior comimos algo en malas condiciones que intoxicó a toda la familia.
La Caja de Ahorros estaba llena de señoras, de niños atolondrados y de viejecitos que iban a solucionar sus problemas de las pensiones y a pasar cantidades insignificantes de dinero de libretas rojas a libretas verdes, o al revés. El conserje se había puesto al final de una cola larguísima. Con la libreta en la mano, daba muestras de impaciencia.
Le estuve observando.
Se llamaba Miguel, y nosotros le llamábamos
Pantasma,
porque era muy extravagante. Alto, de rostro blanquísimo, color leche tirando a ceniza, en contraste con el pelo, muy negro, peinado hacia atrás y aplastado con brillantina. Caminaba de puntillas, como al ralentí, sin tocar con los pies en el suelo, con los brazos desmadejados, igual que el malo de una película titulada
Pantasma
que se había estrenado poco antes de que él llegara a la escuela. De allí le venía el mote.
Al conserje anterior le habían despedido porque manoseaba a las niñas. Cuando vimos a éste por primera vez, todos pensamos que sería peor. Como un violador, o un vampiro, o un asesino, algo por el estilo. Después, había resultado inofensivo. Un poco raro, eso sí. Vivía solo con su mamá, pero la única excentricidad que se le conocía era la de ponerse en el centro del vestíbulo, tarareando una ampulosa sinfonía y dirigiendo una orquesta imaginaria con los brazos muy abiertos.
Ahora era el momento de decir: «Ya me lo veía venir yo que había alguna cosa rara en este hombre…»
Tenía para rato en la cola de la ventanilla, y yo no podía esperar más tiempo. Si hacía durar mucho más aquella intoxicación, me llevarían del cole en ambulancia.
Tenso por los nervios, de mala gana, regresé corriendo a la escuela. Aún faltaban ocho minutos para el recreo. Para entonces, el
Pantasma
ya habría acabado su trámite. Tendría que pedirle a Pili que hiciera lo mismo que yo había hecho para relevarme en la vigilancia.
Entré por la puerta principal. La madre del
Pantasma
tenía órdenes de no dejar entrar a nadie, pero no de prohibir la entrada a los alumnos, de modo que ni me miró.
Desde la puerta del aula llamé la atención de Isabel. Estaba tan concentrada en su explicación que tuve que insistir un par de veces. Puse cara de intoxicado.
—¿Qué quieres, Anguera? Entra y deja de hacer muecas. Siéntate y escucha…
—¿Puedo hablar un momento con mi hermana? —Isabel hizo un gesto de contrariedad. Dije para convencerla—: Es por una cosa de la familia.