Read No pidas sardina fuera de temporada Online
Authors: Andreu Martín,Jaume Ribera
Tags: #Infantil y juvenil, #Policíaco
—… Además, me necesitas! —dijo María Gual en el momento álgido de su argumentación.
—¿Qué has dicho? —la corté.
—Que me necesitas —repitió con aplomo.
—¿Yo a ti?
—Tú a mí.
—¡Anda ya!
—¿No es verdad que tus padres quieren ampliar el bar? —empezó. Calló en seguida. Aquellas palabras habían conseguido paralizar mi gesto. Contuve la respiración. Ella siguió— ¿… Y que harán obras en el almacén… y que te quedarás sin despacho?
Era cierto.
—¿Cómo lo sabes?
—Soy muy lista,
Flanagan.
Sirvo para detective. Haremos una pareja fantástica:
Flanagan & Ford, Detectives privados,
¿qué te parece?
—¿
Flanagan
y qué más?
—Y
Ford.
Gual, en catalán, significa «vado», y traducido al inglés es
Ford,
¿no lo sabías? Lo he mirado en el diccionario. Los detectives siempre han de tener nombres ingleses…
—Sea lo que sea lo que estás tratando de decirme, la respuesta es no, María.
Ella adoptó una pose seductora. (Viendo su caída de ojos, por un momento temí que se encontrara mal.)
—¿Y si te digo que tengo un despacho fantástico en el jardín de mi casa? —dijo.
Sabía de lo que me hablaba. Los Gual vivían en una casa antigua, de dos pisos, en la zona de los chalets, delante del colegio. En otros tiempos, los burgueses de Barcelona pasaban ahí los veranos, porque se conoce que en los alrededores existía una fuente de aguas curativas. Ahora, las casas están sucias y agrietadas, y se han convertido en simples habitáculos de la ciudad-dormitorio, con vistas a gigantescos y anónimos bloques de pisos. En el jardín de la casa, que los Gual habían convertido en huerto, había un cobertizo grande y confortable. Realmente, no se me habría ocurrido un lugar mejor para albergar mi agencia, pero…
—¿No es allí donde tu hermano Elías guarda la moto y revela fotografías? —dije.
—¿Cómo lo sabes?
—Soy detective, nena. Soy muy listo —entoné imitándola. Decidí impresionarla aún más, para que se enterase de una vez de con quién estaba hablando—. Tu hermano está repitiendo octavo por tercer año consecutivo. Los profes y el director de la escuela querían convencer a tus padres para que lo dejara, pero tu padre no quiere ni oír hablar de que Elías deje los estudios tan sólo con el Certificado de Escolaridad. Por eso tu padre insistió, y les recordó que no se puede echar de la escuela a un chico de dieciséis años… que son los que Elías ha cumplido este año…
Tuvieron que admitirle. Todo el mundo pensaba que sería un desastre, y fue entonces cuando surgió la sorpresa: Elías, el grandullón de octavo C, empieza a aprobar todas las asignaturas. En las primeras evaluaciones ha estado más que brillante, y ha aprobado los exámenes semanales de matemáticas desde el primer día. Como recompensa, tu padre le ha comprado la moto y le ha permitido usar el cobertizo como garaje y laboratorio fotográfico. ¿Qué tal…?
María Gual se había quedado petrificada.
—¿Cómo te has enterado?
—Porque hasta hace un mes, tu hermano Elías estaba colado por Clara Longo. Y yo soy un experto en Clara Longo, ¿sabes?
Movió la cabeza, haciendo un visible esfuerzo por tragarse mi exhibición.
—De acuerdo, tienes razón —admitió—. Ahora el cobertizo lo tiene Elías. Pero dejará de tenerlo cuando mi padre le obligue a vender la moto y le ponga a trabajar.
—¿Y cuándo ocurrirá esto?
—¡Cuando tú les demuestres a mis padres que Elías es un delincuente juvenil!
—¿Delincuente juvenil?
—Eso es. Ya sabes cómo son mis padres. Rígidos y severos como la vara de un maestro. —Y, con esa rabia que se reserva para los hermanos más queridos, María Gual añadió—: ¿Qué crees que dirán cuando se enteren de que se pasa el día con la banda del
Puti,
en el bar
La Tasca?
—¿Con el
Puti?
—dije yo.
—M-mh —hizo ella.
Empecé a sentirme interesado por el caso. Habíamos llegado al Parque y nos sentamos en uno de los bancos. Desde allí podíamos contemplar cómo los niños se caían de los columpios y berreaban a pleno pulmón, dándoles sustos de infarto a sus madres.
Aquello iba en serio.
El
Puti
era el jefe de una banda de
heavies
que pasaban las horas haciendo salvajadas con las motos y peleándose con los
punkies
de las Casas Buenas. Malas lenguas afirmaban que también se distraían yendo de noche al cementerio, con chicas, a beber cerveza y, de paso, a robar cadenas, argollas y apliques metálicos de los panteones. Esas malas lenguas añadían que vendían ese botín sepulcral al mismísimo
Lejía…
Donnng. Campanada.
El
Lejía
tenía un taller de mecánica muy sospechoso, al otro lado del Parque. Un taller donde se solían reunir los
heavies
del
Puti
y donde a menudo se trabajaba a altas horas de la noche.
Otra particularidad del
Lejía,
el señor Tomás Longo, era su hija: Clara Longo, la chica más fantástica del colegio. Ahora podía entender cómo se había podido acercar a ella el infeliz de Elías.
—… Acaba de comprarse un juego de objetivos para su cámara fotográfica —proseguía María, refiriéndose a su hermano—. Seguro que los ha
mangado…
Bien, no sé… De todas formas, ya sabes lo que tienes que hacer: seguirle, pescarle
in fraganti
en alguna trapichería y hacerle fotos. Después se las haremos llegar a mi padre, y mi padre le echará del cobertizo y nos lo dará a nosotros. ¿Qué te parece?
No eran unos métodos muy ortodoxos (de hecho se trataba de un sucio y abyecto chivatazo), y se acercaban demasiado a los peligrosos terrenos que yo había evitado a lo largo de mi carrera, pero debo admitir que la idea me tentaba.
Por un lado, estaba la imperiosa necesidad de conseguir un despacho. Por el otro, mi desprecio por la gentuza como Elías y el
Puti.
Y, en tercer lugar, mi malsana curiosidad. Había recibido demasiados datos interesantes durante un cuarto de hora como para olvidar sin más el asunto.
Una cara como un mapa
Al día siguiente, como es natural, acudí al colegio dispuesto a observar a Elías.
No íbamos a la misma clase (él estaba en octavo C y yo en el B), y por eso no había tenido demasiadas oportunidades de observarle a lo largo del curso.
De lejos parecía exactamente lo que su hermana me había descrito: Un
heavy
descafeinado, traicionado por el pelo, que su padre le obligaba a llevar bien cortadito, por el acné de la cara, que le reblandecía una expresión que pretendía ser de asesino a sueldo, por una cazadora de piel demasiado nueva y por una pulcra camisa que su mamá debía plancharle cada noche mientras él soñaba plácidamente.
De cerca, pude observar que tenía la cara como un mapa. Le habían dado algunos puntos en el labio y en una ceja, y sus gafas oscuras no conseguían ocultar del todo un espectacular moretón en su ojo derecho.
—No parece peligroso —comentó Pili.
—Más bien da lástima —corroboré yo.
Entrando en clase, le susurré a María Gual:
—¿Qué le ha pasado al
Matagigantes?
—Te has dado cuenta, ¿eh? ¿Qué te dije? Anoche llegó tardísimo. Y esta mañana se levanta así… Le ha dicho a mi padre que tropezó con una puerta…
—¿Con una puerta? —exclamé—. ¿Cuántas veces?
Mientras Isabel nos explicaba el apasionante fenómeno de la gelividad, jugué a imaginarme a Elías tropezando con una puerta por primera vez, y tratando de abrirla y tropezando de nuevo, y dándose un morrón al pretender levantarse, y otro cuando entraba alguien y paf, le golpeaban sin querer, y otro cuando… Hasta que Isabel interrumpió su discurso para preguntarme:
—Anguera, ¿se puede saber de qué te ríes?
—De nada —dije.
Adopté una expresión de concentrada atención y empecé a elaborar planes con respecto a Elías. Aquella cara como un mapa podía ser un buen primer objetivo.
Poder decirle al señor Gual: —Con que una puerta, ¿eh? Mire, mire cómo consiguió una cara nueva su hijo…
¿Cómo podría demostrarlo? ¿Siguiéndole a todas partes con la máquina de fotografiar, a la espera de que empezara a arrearse con los
punkies
para dedicarle un carrete entero? No me gustaba la idea.
A mediodía, al salir del colegio, Pili y yo montamos un número para aproximarnos al sujeto. Sólo pretendíamos hacernos simpáticos, ganarnos su confianza para poder interrogarle sutilmente, sin que pudiera llegar a imaginar nuestras intenciones.
Con el libro de matemáticas en las manos, nos pusimos a discutir un complicado problema sobre la descomposición factorial de las funciones polinómicas. Como por casualidad, pasamos junto a Elías, que estaba quitando el candado de su Montesa.
Elías también comía fuera de la escuela.
—¡Eh, Pili! —dije yo—. ¡Gual nos lo explicará, y ya verás cómo tengo razón! Eh, Gual, tú que has aprobado todos los exámenes semanales de matemáticas… ¿Es cierto o no que para sacar el cuadrado de esta suma se debe aplicar la propiedad distributiva…?
Nos miró como si llevásemos una navaja y le hubiéramos exigido que aflojara la pasta.
—¡Lo que te digo yo es que aplicas mal la fórmula! —gritaba Pili—. El cuadrado de la suma es igual al cuadrado del primero más el doble del primero por el segundo, y no más la suma del primero y el segundo…
—Está bien, Pili, deja hablar a Elías. ¿Es cierto o no que hay que aplicar la propiedad distributiva?
En los segundos que siguieron, el rostro de Elías se convirtió en uno de los espectáculos más impresionantes que jamás he presenciado. A los moratones azul-granas, consecuencia de la paliza recibida, se añadió una fantástica expresión de estar viendo marcianitos verdes con antenas.
—¿La propiedad distributiva? —farfulló. Se le caía el labio inferior.
La situación empezaba a ser violenta. En teoría, habíamos sacado aquel tema de conversación para darle la oportunidad de apabullarnos con sus conocimientos y de sentirse superior a nosotros; en una palabra: hacernos agradables. Pero el tiro nos estaba saliendo por la culata…
… De modo que traté de salvar la situación poniendo cara de sorpresa y señalando con el dedo uno de sus cardenales.
—¡Eh, Gual! ¿Qué te ha pasado? ¿Cómo te has hecho esto?
Le estaba ofreciendo una magnífica oportunidad para dárselas de tío duro. En aquel momento, debería haber sonreído con bravuconería y haber dicho algo así como: «Bah, ayer tuvimos una pelea con unos mierdas de
punkies
y les hicimos polvo», y nosotros habríamos comentado: «¡Oh, Gual, qué fantástico…!».
Pero la cosa fue de otra manera.
—¿Y a ti que te importa, enano? —ladró.
Bien, seguramente había recibido más de lo que había dado. Sin perder ni los ánimos ni la sonrisa, ataqué por otro flanco:
—¡Eh, qué moto más guai, tío…!
Me miró. Me di cuenta de que empezaba a pisar terreno peligroso. Pili me estaba dando codazos desde hacía rato, pero yo no soy de los que se rinden a las primeras de cambio. Lo intenté de nuevo, con la boca cada vez más dolorida a causa de la sonrisa forzadísima:
—¿Y la cámara fotográfica? De alucine, ¿no?
Me cogió por el chándal y me levantó un palmo del suelo.
—Pero, ¿se puede saber qué te pasa, tío mierda? ¿Qué estás buscando? ¿La hostia perdida? —Me salpicó toda la cara de saliva.
—¡Tan sólo intentaba serte simpático, Gual…!
Me propinó un empujón que casi da con mis huesos en el otro extremo de la calle.
—¡Pues ve a hacerte el simpático con la madre que te parió!
Había ido a parar tan lejos que, de haber querido acercarme para continuar discutiendo la jugada, habría tardado media hora larga. De modo que me rendí.
—Pues sí que nos ha salido bien la estratagema… —ironizó Pili—. ¿Qué piensas hacer ahora?
—Cada vez estoy más interesado por esta cara nueva que le han hecho a Elías —dije, muy pensativo. Pero lo cierto es que empezaba a preocuparme otra cosa—. Esta tarde me gustaría oír la versión del
Puti
sobre la pelea de ayer…
—¿Del
Puti?
—se escandalizó Pili—. ¿Te propones ir a ver al
Puti?
—A
La Tasca,
sí… —dije justo cuando llegábamos al bar de nuestros padres.
Viendo la cara de preocupación de mi hermana, agregué—: ¡Oh, no te inquietes! Sé hacerme el simpático… Soy un especialista en caerle bien a la gente…
Mientras comíamos, y en el taller de la tarde, lo que absorbió mis pensamientos fue encontrar la manera de hablar con el
Puti
en
La Tasca
sin que Gual estuviera presente.
En el taller hacíamos una revista, de modo que tenía a mi alcance una máquina de escribir. Me la apropié y escribí en una cuartilla: «Si te interesa un trabajo fácil y muy lucrativo, ve al
Sótano de Gran Vía
, cerca de la Universidad (esperaba que aún existiera aquel bar donde solían reunirse
heavies
de toda Barcelona), entre las cinco y media y las seis y media (de este modo, no tendría tiempo de pasarse por
La Tasca
para consultar con sus amigos, y yo dispondría de un margen de una hora para mi trabajo) y hablaremos de negocios.»
Era arriesgado, porque si Elías investigaba en la escuela, podía averiguar qué máquina se había utilizado. Pero sólo con imaginarme a Elías investigando, con aquella cara de muermo que se le había puesto al mediodía, me venían ganas de reír. Lo que me interesaba era que el mensaje le picara la curiosidad y fuera a ver de qué se trataba.
Lo consulté con María Gual.
—¿Qué te parece? —le dije.
—¡Oh,
Flanagan,
es fantástico!
—¿Tú crees que esto le alejará?
—¡Claro que sí! ¡Yo misma se lo daré y le convenceré! ¡Oh,
Flanagan,
qué emocionante! ¿Y te presentarás en
La Tasca?
—Por supuesto. ¿Para qué imaginas que estoy montando toda esta peripecia?
—¡Oh
Flanagan,
¿puedo acompañarte?!
—¡Naturalmente que no! —Alcé tanto la voz que todos mis compañeros del taller de periodismo se volvieron para mirarme. Les devolví la mirada, muy digno y, para que quedara muy claro, repetí, ahora dirigiéndome a toda la clase—: Naturalmente que no. —Y, alejándome de María, le susurré al oído a una chica bajita que me miraba divertida—: Na-tu-ral-men-te… que no.