No pidas sardina fuera de temporada (6 page)

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Authors: Andreu Martín,Jaume Ribera

Tags: #Infantil y juvenil, #Policíaco

BOOK: No pidas sardina fuera de temporada
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El
Pantasma
subió sin prisas hacia el Centro, procurando pisar siempre sobre lugares asfaltados para no ensuciarse los zapatos. Le di un poco de ventaja y le seguí. No era la primera vez que seguía a alguien y conocía algunos trucos que daban resultado.

Más que al sujeto en cuestión, que iba unos veinte metros por delante, yo observaba posibles escondites, por si el perseguido se volvía de repente. Pero la experiencia te enseña que la gente no acostumbra a volverse continuamente cuando va por la calle, lo que facilita las persecuciones y el tránsito en general.

De modo que ambos llegamos al metro sin ningún problema. Allí, confundido entre la gente, aprovechando que no soy demasiado alto, desde el otro extremo del vagón, procuré no perder de vista la bolsa blanca de
Lolita.

Era el momento de las reflexiones. Estaba claro que el chantaje que Elías le hacía al
Pantasma
se había ido al cuerno. Algo había cambiado. Al día siguiente, Elías suspendería el examen de Mates.

Bajamos en plaza Catalunya. Él primero. Yo después, cuando las puertas estaban ya a punto de cerrarse.

Salimos a la rambla de Canaletas. Las multitudes continuaban favoreciéndome.

Mientras esperaba que cambiara el semáforo para cruzar hacia donde se halla el bar
Nuria,
el
Pantasma
consultó su reloj. Cruzó y entró en una cervecería que no tenía puertas en aquella época del año. Yo le podía observar tranquilamente desde el paseo central de la Rambla.

El
Pantasma
dejó la bolsa blanca en una percha que quedaba por encima de su cabeza. Aquello me extrañó. La bolsa de
Lolita
quedó bien visible, como una bandera sobre la madera oscura que recubría las paredes del local.

El
Pantasma
miró de nuevo su reloj. El camarero le trajo una cerveza. Pasaron tres minutos. El
Pantasma
consultó de nuevo la hora, bebió cerveza y miró su reloj por cuarta vez.

Estaba nervioso y me estaba poniendo nervioso a mí.

Ambos estábamos obsesionados por las doscientas cincuenta mil pesetas que había en el interior de la bolsa.

Por fin, después de una nueva mirada al reloj, se levantó, habló un instante con el camarero, que le indicó algo: «al fondo, a la derecha», y hacia allí se fue el
Pantasma,
dejando sola la bolsa de
Lolita,
llamando la atención desde lo alto de la percha.

Entonces entró otro hombre en el local. Llevaba una bolsa azul, blanca y amarilla muy chillona, donde se leía
Oasis.
La dejó en el mismo perchero, justo al lado de la de
Lolita.

El hombre lucía gafas oscuras. Pelo castaño rizado, piel quemada por el sol, como si se hubiera pasado el invierno en una estación de esquí; cazadora de cuero, modelo italiano, última moda y pantalones muy modernos, abombados en la cadera, con pinzas. Habló brevemente con el camarero. Parecía desenvuelto y simpático. Muy extrovertido, se rió al enterarse de que no era aquél el local que buscaba. El camarero salió a la calle y señaló hacia arriba, hacia el otro lado de la plaza Catalunya. «Ah», hizo el Moreno de la Nieve. Volvió hacia el perchero…

… Cogió con toda naturalidad la bolsa de
Lolita…


Y salió caminando con unas zancadas, muy, muy largas.

Aquello era muy importante. No sabía en qué sentido, pero lo era. Ya sabía dónde encontraría al
Pantasma
si lo necesitaba. Ahora necesitaba saber a dónde iban a parar aquellas doscientas cincuenta mil pesetas.

Corrí siguiendo al Moreno. El tío, caminando, casi iba más rápido que yo corriendo. Cruzamos Pelayo, pasamos por delante del bar
Zurich
y del cine Catalunya, y giramos por Bergara.

Allí hizo señales a un coche. Un Opel Kadett. Dentro le esperaba alguien. Una mujer con una exuberante melena rizada.

Se me secó la boca. Pensé: «¿Llevas dinero?»; me contesté: «Sí, hoy sí.»

Apresuré el paso dejando atrás el Opel y vi acercarse un taxi con la lucecita verde encendida. Le hice señales y salté a su interior.

El Opel Kadett estaba parado en el semáforo.

Yo saqué los billetes de doscientas y quinientas que llevaba arrugados en el bolsillo y se Io mostré al taxista.

—Oiga, oiga, ¿ve esto? —El taxista miró los billetes y arqueó las cejas en señal de interrogación. ¿Ve ese Opel Kadett? ¿El que lleva una lima del Snoopy Esquiador? —El hombre del coche y me miró de nuevo a mí—. ¿Qué le parece si le digo: «Siga aquel coche»?

El taxista parpadeó.

—Que lo sigo.

—Pues sígalo —dije.

Y lo seguimos.

Cinco minutos más tarde llegué a la conclusión de que me había vuelto loco. Las mil pesetas que acababa de ofrecerle al taxista me habían costado mucho de ganar. ¿Quién me las devolvería? María Gual no, porque parecía haberse olvidado del caso.

Pero, claro, no estaba dispuesto a decirle al taxista que lo dejáramos. No ahora que estaba en la pista de un caso en el que había mezcladas doscientas cincuenta mil pesetas.

—Oiga —dije—. Cuando llegue a novecientas pesetas pare, ¿eh?, que sólo tengo mil…

El chófer asintió con la cabeza. Yo esperaba que me preguntara a qué se debía la persecución, pero no lo hizo. Era una de esas personas que no sienten curiosidad por la vida de los demás. Justo al contrario que yo.

Empecé a sentir curiosidad, incluso por la falta de curiosidad de aquel hombre.

Me habría gustado conocer la razón de que aquel taxista no se interesara más por el hecho de que un crío como yo, con la mochila de ir a la escuela y un chándal con rotos (los que me había hecho con la reja de la ventana del lavabo aquella mañana; a ver qué le diría a mi madre, y qué me contestaría ella), subiera a su coche y dijera: «Siga a ese Opel Kadett».

Pero, poco a poco, mi atención se fue desviando. Porque nos estábamos acercando a mi barrio. Al principio temí que fuéramos a salir de Barcelona, pero en el último momento giramos hacia los chalets y me encontré yendo directamente hacia el barrio donde vivíamos yo y el
Pantasma.

El taxímetro marcaba setecientas veinticinco cuando cruzamos el Centro, el semáforo de la plaza del Mercado, y empezábamos a subir por la Montaña, bordeando el Parque. Parecía que nos dirigiésemos a la Textil.

—No se acerque tanto, que nos verán.

En aquella zona había poco tráfico. Yo empezaba a sentirme excitado e intuía cuál era el destino de los dos
modernos
del Opel Kadett.

Torcimos a la derecha, metiéndonos en un camino sin asfaltar.

Bingo. Lo había adivinado.

—Dé media vuelta y regrese hacia el centro del barrio —dije.

Aquel camino sin asfaltar, tal como indicaba el cartel mal escrito clavado en un árbol seco, conducía a los
Talleres Longo,
propiedad del
Lejía,
Tomás Longo, el padre de Clara.

Según me contó Pili aquella noche, Elías (después de su frustrada entrevista con el
Pantasma)
había ido a hablar con el
Puti
y su banda, en
La Tasca.
Allí habían mantenido lo que parecía una conversación muy apasionante, con Elías llevando la batuta en todo momento. Por lo visto, tenía muchas cosas que contarles, y todas les interesaban mucho a los otros. Bebieron muchas cervezas y, a las nueve, hora en que Pili tuvo que volver a casa, seguían de palique.

Mi madre, al ver el roto del chándal, puso grito en el cielo. Me dijo que me haría un zurcido y santas pascuas, que no estaban los tiempos para comprar chándal nuevo, y que si quería ir vestido como una persona que dejara de hacerme el bestia. Yo dije:

—Sí, mamá —claro. ¿Qué podía decir?

En la cama, antes de dormirme, hice un resumen de aquel día tan intenso y comprobé que los datos encajaban bastante bien. Ahora ya sabía lo que había pasado entre el
Pantasma
y Elías, así como el porqué de las doscientas cincuenta mil calas y cuál había sido la participación del
Lejía
en todo el asunto.

Bueno, no lo sabía exactamente, pero podía imaginarlo. Para saberlo con certeza, tan sólo debería hacer un par de gestiones sin importancia.

La primera, ligarme a Clara Longo.

5

¿Qué hace un heavy como tú en una fiesta como ésta?

Lo primero que hice el viernes fue ir en busca de María Gual y decirle:

—Empieza a preparar a tus padres. Tu hermano suspenderá hoy el examen de Mates y no creo que apruebe ninguno más en lo que queda de curso.

—¿Cómo lo sabes? —se sorprendió ella, maravillada.

—Otra cosa: Todo esto, hasta ahora, me ha costado mil pelas…

—Eh, eh, eh, que somos socios… —protestó ella.

—Antes de serlo, me debías quinientas, ¿te acuerdas? Las necesito esta tarde. Si no me las traes… me encargaré de que Elías vuelva a aprobar.

—¡Oh, no! ¡Eso no! —gritó horrorizada.

Lo sabía. Más importantes que su interés por el cobertizo y por asociarse conmigo, eran los odios que María sentía por su hermano, y las ganas de que sus padres le castigaran. Ahora que tenía la oportunidad de recuperar su privilegiado podio de reina de la casa, no la dejaría escapar así o así.

Ah, otra cosa —dije finalmente. Carraspee—: Hmmmm… He decidido que mañana… —Me miré las uñas—… Iré a la fiesta de octavo…

—¡Oh, fantástico! —exclamó.

Mirando fijamente una minúscula pintada a bolígrafo inscrita en la pared, esforzándome inútilmente por leerla, concluí:

—Ah… y háblale de mí a Clara… —carraspeé de nuevo, todo lo fuerte que pude, como una cortina de humo, como en un intento de que María se preguntara si había oído bien lo que acababa de decir.

—Oh… —dijo ella, con toda naturalidad—: Si no hacemos más que hablar de ti todo el día…

Y allí me dejó, petrificado, con todos los pelos de punta.

Después, el examen de Mates. Diez ejercicios de la lección una a la lección diez, y el sermón de todos los viernes.

—… Es muy probable que no podáis acabarlo, pero no debéis preocuparos. Este examen sirve tan sólo para que vosotros, y yo, naturalmente, y vuestros padres, y si es necesario, todos juntos, podamos comprobar los progresos que habéis realizado a lo largo del curso.

«Descomponed en factores las siguientes funciones polinómicas:»

a)
f(x) = x2-4

b)
g(x) = x4-16

c)
h(x) = 4x6 - 25

Al acabar, los de octavo C nos informaron de que Elías Gual se había marchado de la clase sin entregar el examen, aduciendo que le dolía muchísimo el golpe que unos días atrás se había pegado contra una puerta.

A mediodía, María intentó regatear:

—¡Ah, no! Mi hermano no ha suspendido el examen. ¡Se ha ido porque no se encontraba bien…!

—Sabes tan bien como yo que hacía teatro. La pasta.

Por fin me pagó. Quinientas. Por fin. Quien cobra aún descansa mas, como se suele decir.

Después pasó el taller de la tarde, y vino Antonia Soller protestando porque no encontrábamos su perro. Decía haber observado que no lo buscábamos con el suficiente interés. Estuve hablando con ella en el despacho, demostrándole con los informes mecanografiados por Pili todas las gestiones que habíamos hecho hasta el momento. Y, apenas se fue ella, entraron dos chicas de octavo A, muy excitadas ante la perspectiva de la fiesta del día siguiente, pidiendo informes sobre Jorge Castell. Pensé que a Jorge Castell le gustaría mucho saberse tan solicitado.

Mi padre interrumpió aquella consulta:

—Venga, dejad de jugar y saca tus cosas de aquí, que el lunes vienen los albañiles y los pintores. Después me ayudarás a retirar las cajas…

Que yo recuerde, a Philip Marlowe nunca le ocurrió nada parecido.

Bien, y se hizo de noche, y nos fuimos a dormir, y salió de nuevo el sol, y había llegado el gran día.

Ejem. En aquella época, mi relación con las chicas era un poco difícil. Mientras muchos colegas se pasaban las horas hablando de que si ésta, de que si la otra, de que si la delantera, las tetas, los botijos, las domingas y otras mil palabras diferentes que significaban lo mismo, yo todavía veía lejano el día en que me encapricharía de una chica, saldría con ella y le pediría si quería hacer manitas en el cine. Esta perspectiva tenía para mí un regusto empalagoso y un color rosa, y me seducía tan poco como pasearme por la calle disfrazado de Reina de las Hadas.

Diríamos que me hallaba a medio camino entre el niño y el adulto. Eso que se llama adolescencia, y que pone tan nervioso.

Bien, el caso es que, antes de darme cuenta, ya estaba en la fiesta, en el aula de octavo A.

Habían retirado las mesas para hacer sitio, y las habían alineado contra la pared, convirtiéndolas en una especie de bufet con naranjada, coca-cola, patatas chips, crees, crics, panchitos y otros suculentos manjares, alternando el
heavy
con el
tecno,
los
Hombres G
con
Beat Street,
dependiendo de quién se hallara más cerca cuando acababa el disco anterior. Los
breaks
se obstinaban en hacer demostraciones. Los
heavies
subían el volumen del aparato. Los
tecnos
se creían muy listos. Añadían a la coca-cola chorros de una botella de ginebra que habían traído a escondidas. Los de octavo C soltaban la mano tonta y hablaban de delanteras y de domingas. Las chicas controlaban la situación, haciendo de anfitrionas, contándose secretos a susurros, riendo y tapándose la boca con la mano. La mayoría esperaba la aparición del
Guaperas
de BUP. La mayoría de los chicos daba la impresión de no saber exactamente qué se esperaba de ellos. Jorge Castell estaba muy solicitado por las dos chicas que la noche anterior habían hablado conmigo. Tres chicos trataban de contarle, todos a la vez, el argumento de
Rocky IV
a Antonia Soller. Cada uno de ellos intentaba gritar más que los otros, recordar más detalles y relatar las secuencias más interesantes. A Antonia Soller le importaba un comino
Rocky IV,
y no le gustaba el boxeo, pero sonreía halagada y se dejaba querer.

Y Clara Longo estaba acorralada por una legión de admiradores incondicionales que le salían al paso, la ahogaban, derramaban sus bebidas sobre ella y no sabían de qué hablar.

Lo tenía muy difícil, si pretendía llegar hasta ella. Y, después de todo, tampoco yo sabía de qué hablar. Y María se me había venido encima desde el mismo momento de mi llegada y casi no me permitía ni mirar a su amiga del alma.

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