Read No pidas sardina fuera de temporada Online
Authors: Andreu Martín,Jaume Ribera
Tags: #Infantil y juvenil, #Policíaco
—¿Sí?
—¡Soy Elías!
—¡Elías…! —el corazón me dio un salto. Si, era él, pero su voz sonaba deformada por la respiración jadeante y porque hablaba en voz baja. ¿Dónde estás?
—No puedo decírtelo,
Flanagan…
Estoy escondido… Escucha…
—No, escúchame tú a mí —me impuse— ¿Has llamado a alguien más desde ese teléfono?
—¡No te importa!
—¡Como quieras, pero dile al camarero que baje el volumen de la música
heavy,
que resulta fácil deducir que te escondes en
La Tasca,
atontado!
Se produjo un silencio cargado de pánico. Si esto hubiera sido un tebeo, Elías habría lanzado el auricular al aire, habría dado dos vueltas al bar mordiéndose las uñas y chillando: «Me han descubierto, me han descubierto», y habría regresado al aparato antes de que éste cayese al suelo.
—¡Escúchame,
Flanagan
—dijo jadeando, probablemente a causa del esfuerzo
—, estoy metido en un lío…!
—Eso había imaginado, Elías… He averiguado que el
Lejía
y el
Puti
se han aliado, y de eso se deduce que tú intentaste engañarles a los dos, ¿no es así?
La única explicación que podía tener el que el
Lejía
y el
Puti
se hubieran aliado después de la paliza y el incendio de las motos era la de una alianza estratégica para conseguir algo más valioso. Es decir: las pruebas que comprometían al
Pantasma.
—¿Qué importa lo que yo intentara…? —protestaba Elías.
—Sí importa, Elías, porque de eso depende el que estés más o menos entre la espada y la pared, ¿me entiendes? Intentaste engañarles, ¿no?
—¡Sí, les quería engañar, claro! ¡Uno me propinó una paliza que me desfiguró la cara y el otro se pasa la vida burlándose de mí…! ¡No les debía nada, ni al uno ni al otro! Y ahora escúchame…
—Necesitas ayuda —dije secamente. Tal vez acabara echándole una mano, pero mientras quería que se diera cuenta de que había estado haciendo el imbécil.
—¡Sí, necesito ayuda!
—… Porque, como eres muy listo y muy hombre, primero le pusiste la miel en la boca al
Puti,
imagino que diciéndole que podríais hacer una pasta gansa con lo que tenía el
Lejía,
¿no? El viernes por la noche le comiste el coco para que te ayudara a recuperar el maldito sobre de papel de embalar, ¿no?
—¡Sí, sí, sí! Y ahora, ¿quieres escucharme tú a mí…?
—No, no quiero —le dije—. Antes, quiero que tu imbecilidad quede bien patente.
Cuando ayer cogiste ese maldito sobre de papel de embalar, y mientras el
Puti
y los suyos calentaban al
Lejía,
tocaste el dos dejándoles a todos chasqueados…
—¡Sí, señor, ni más ni menos! —casi se enorgullecía, el pobre desgraciado.
Pensé: «… Y esta mañana, el
Lejía
ha escarmentado a los
heavies,
les ha quemado las motos, les ha dado un buen tirón de orejas y les ha hecho prometer que no volverían a causarle problemas. (¿Y ellos han bajado la cabeza y han dicho: «Sí,
buana»?
Eso significa que el
Lejía
es más poderoso de lo que imaginaba…) Y ahora, el
Puti
y los suyos se han unido al
Lejía
contra el pobre desgraciado de Elías… Ya se ha buscado un buen problema ese colega, ya…»
—¿Y qué has hecho entre anoche y hoy? Has ido a ver al
Pantasma
y le has pedido la pasta, ¿no?
—¡Sí…! —estaba tan ansioso por hablar él, que ni siquiera le extrañaba que yo supiera tanto.
—¿Y qué te ha dicho?
—¡Que me vaya a la mierda!
—¿Y?
Siguió un silencio. Ahora, los Scorpions cantaban
No one like you.
Pude oír cómo tragaba saliva antes de revivir uno de los peores momentos de su vida:
—Han estado a punto de pillarme. Me estaban esperando…
—¿Quién?
—¡Ellos! ¡El
Puti,
el
Lejía,
todos! Estaba hablando con el
Pantasma
en su casa y, de repente, me he dado cuenta de que me habían tendido una emboscada.
¡Entonces han aparecido el
Lejía
y el
Puti
y el
Piter,
todos…! ¡Venían a por mí! ¡He tenido que saltar por la ventana! ¡He salido por piernas, campo a través! Si me llegan a coger, me matan,
Flanagan,
te juro que me matan… Llevaban cadenas, navajas… No sé cómo he podido escapar… Tienes que ayudarme,
Flanagan…
¿Qué me dices? ¿Puedo contar contigo o no? —antes de que yo pudiera contestar, agregó—: Mi hermana me ha dicho que estás muy bien relacionado, que puedo fiarme de ti…
—Te haré un buen precio —dije. Me costaba ser comprensivo con él. Y cada cual se busca la vida como puede.
—¿Cuánto quieres? —jadeó.
—Cinco mil —no convenía apretar demasiado. Después de todo, yo no era uno de ellos.
—¡Hecho!
—¿Qué debo hacer?
—Mañana te daré el sobre… Y tú negociarás con el
Lejía,
¿de acuerdo? Le darás el sobre con la condición de que me deje en paz, ¿de acuerdo?..
—¿Y si me pone la cara como un mapa, como te la puso a ti el miércoles pasado?
—Oh, tú te las apañarás… ¡Les dices que no tienes el sobre, que yo me pongo en contacto contigo de vez en cuando!
—¿Y por qué no lo hacemos así?
Chilló histérico.
—¡Porque mañana mismo tengo que pirarme del barrio! ¡Si me quedo una hora más, me encontrarán y me matarán,
Flanagan,
te lo juro! Yo te dejaré el sobre y me iré de aquí durante dos semanas. Pasado ese tiempo, te llamaré y tú me dirás cómo ha ido todo, ¿de acuerdo? —De acuerdo — ¿estaba realmente de acuerdo? Todo aquello, ¿no era una solemne majadería?—. Otra cosa… —dije, controlando mi ner-viosismo—. ¿Qué hay en el sobre?
—Mañana, en el semáforo de la plaza del Mercado, a las ocho de la mañana, ¿de acuerdo? —De acuerdo, Elías. Pero, dime, ¿qué hay en el sobre? No contestó. Cortó la comunicación, dejándome chasqueado.
«… Sardina frescué…»
El lunes, fiel a su reputación, amaneció nublado y melancólico. El cielo era una bóveda oscura y pesada, como de pizarra, que goteaba una llovizna insulsa y constante. En la plaza del Mercado, a las ocho de la mañana, iban y venían los proveedores, cargados de cajas, de las tiendas a sus camiones aparcados en doble o triple fila. Madres y niños ataviados con impermeables de todos los colores.
Hombres con cara de sueño, corriendo hacia el metro para trasladarse a la otra punta de la ciudad. Quizá se cruzarían por el camino con otros hombres de la otra punta de la ciudad que venían a trabajar aquí.
Recuerdo que todos los coches que cruzaban el único semáforo del barrio llevaban los limpiaparabrisas en marcha, clic-clac, a uno y otro lado. En cambio, los que estaban aparcados no.
Bueno, sí había uno que tenía los limpiaparabrisas funcionando, y me fijé, y se me encendió alguna bombilla pero, bah, no era tan extraño, debía tratarse de alguien que esperaba a alguien. Como yo, que esperaba a Elías, con una especie de temblor en el estómago, con un nerviosismo que no me permitía estarme quieto.
También estaba aquel hombre con sombrero que leía el periódico, y que también daba la impresión de estar esperando a alguien. Con su pinta de gitano y con el sombrero, parecía un pastor.
¿Por qué me estaba fijando en él? Porque, a aquellas horas y bajo la lluvia, era el único que no parecía hacer nada en concreto. Tan sólo estar ahí. Y porque recordaba haberle visto antes. En el bar de mis padres, por la mañana, entre los currantes que desayunaban con el café con leche y el carajillo…
Me di cuenta de que habían averiguado que estaba en contacto con Elías y que me habían seguido con la intención de localizarle.
Ahí venía. Le vi. Con su Montesa, la cazadora de piel demasiado nueva, su cara de angustia picada de acné. Me vio. Vino hacia mí. Quise decirle que no, que nos estaban vigilando, que diera media vuelta, que huyera…
El coche aparcado, aquel que tenía los limpiaparabrisas funcionando, bramó y saltó hacia adelante como un perro guardián que hubiera estado al acecho. Yo apenas si tuve tiempo de abrir la boca y de empezar a chillar un «¡No!», antes de que se produjera la colisión, y Elías, con cara de susto, saliera disparado de la moto, hacia adelante. Y la moto, abollada, daba un par de volteretas, y yo descubría que el coche era un Opel Kadett y que detrás tenía la pegatina del Snoopy Esquiador, y que era eso lo que me había llamado la atención, que era
aquel Opel Kadett,
yo, bestia de mí, no me había fijado, y Elías había caído violentamente de bruces, detrás de un camión de la Danone, y allí estaba, en el suelo, desmadejado…
Me vi corriendo hacia allí, con los ojos empañados de lágrimas, sintiéndome impotente y culpable, «¡Elías, no!», como mínimo podría haber retenido la matrícula del Opel, «es que no sirves para nada,
Flanagan,
es que no sé por qué te metes en un follón así si después no sabes cómo salir de él…»
Me abrí paso entre la gente a codazos, gritando: «¡Elías, Elías!», oyendo a alguien que decía: «No le toquen, que nadie le toque, ya han ido a llamar a una ambulancia», y llegué junto al cuerpo caído al mismo tiempo que otro hombre, que se agachaba, que palpaba la cazadora negra. Era el hombre del sombrero, el gitano, y supe que estaba buscando el maldito sobre de papel de embalar.
Grité:
—¡No le toque! ¡Quiere robarle…!
Y le propiné una patada. Me volví como loco. Lloraba desconsolado y quería hacerle daño a alguien.
—¡No le toque! ¡Lo han hecho adrede! ¡Lo han hecho adrede…!
El hombre se había incorporado y sonreía, mostrando las palmas de las manos y haciéndose el inocente. En aquellas circunstancias, su sonrisa casi parecía de satisfacción.
—Pero, ¿qué dices? Si sólo pretendía auxiliarle…
Sus ojos me amenazaban. Decían: «Calla, chaval, calla o lo pasarás mal.»
Pero yo armé tal escándalo que optó por retirarse, dejando su sitio a otras personas que se habían acercado. Y yo estaba tan loco, emocionado y vulnerable que no se me ocurrió perseguirle. Mi única obsesión era Elías, aquel pobre desgraciado, demasiado joven para morir, y caí de rodillas a su lado.
—¡Elías, Elías!
Estaba panza arriba, manchado de barro, con los brazos abiertos. La lluvia le mojaba y yo no sabía qué hacer para protegerle. Al oír mi voz abrió los ojos y me miró, como si hubiera estado fingiendo. Por un segundo, me quitó un peso de encima. Pero en seguida me di cuenta de que estaba muy mal. Mirándome fijamente, con los ojos muy muy abiertos, sonriendo como un idiota, se puso a mover los labios muy deprisa, muy deprisa, espirando y aspirando ruidosamente el aire. Debía pensar que emitía algún sonido, porque sonreía, como diciendo: «¿Qué te parece lo que te estoy contando, eh?», pero yo no entendía nada, y me daba mucha pena…
—No te entiendo, Elías, no te entiendo —le decía, llorando.
La gente que se había agrupado alrededor decía:
—Tranquilo, chico, tranquilo…
—Que no se excite…
—Ya llega la ambulancia…
Sí, se oía una sirena.
Y, de repente, a él le salió del fondo de los pulmones uno de los versos de
«Desde Santurce a Bilbao»:
—¡… Sardina freees-cué…!
Con una especie de risa espantosa.
Entonces llegaron la policía y un par de camilleros, y me hicieron a un lado bruscamente, «dejen paso, dejen paso, circulen, circulen…»
Yo me quedé junto al camión de la Danone, llorando de tal manera que unas señoras me peguntaron si el accidentado era mi hermano o algún pariente, y yo les dije que sí, que no, que sí, que era un amigo, el hermano de una amiga de la escuela…
Entre lágrimas, miraba obsesivamente el número de teléfono pintado sobre el parabrisas de la ambulancia. Siete cifras iguales. Siempre me he preguntado cómo hacen para conseguir teléfonos tan fáciles de recordar. ¿Basta con solicitarlo? A mí me gustaría tener un número como aquél. Por lo visto, en presencia de la muerte se piensa en tonterías así.
Se me acercó un policía y me repitió las preguntas de las señoras. Yo repetí las respuestas. «Es un amigo mío», decía. Y lo sentía de verdad, me sentía muy cerca de aquel bala perdida en su desgracia.
—Dice que se lo han hecho adrede —se chivó una señora.
—¿Lo han hecho adrede? —replicó el policía—. ¿Tú has visto cómo ha sido?
Sentí miedo. Miedo de que también me pudieran hacer daño a mí, o miedo de que la policía me retuviera mucho rato, o de que me acusaran de haber hecho vete a saber qué, o miedo de liar al
Lejía
con mis declaraciones, y que Clara volviera a mirarme de aquella manera, como se mira a los entrometidos o a los chivatos.
Por eso me encogí de hombros y dije que no lo sabía, y vi que metían a Elías en una camilla en la ambulancia y dije que quería ir con él. Me zafé de las preguntas del policía, corrí hacia la ambulancia, me planté ante los camilleros y el guardia urbano que estaba con ellos y, con mi mejor cara de buen chico, ablandada por las lágrimas, les pedí que me permitieran acompañarle, que era amigo mío, que conocía a su familia…
Debí de darles tanta lástima que me permitieron subir en la parte trasera.
—¡Venga, va, sube y vamos!
Muy impresionado, me senté al lado de Elías. Los camilleros subieron a la parte delantera y, en seguida, con la sirena aullando, la ambulancia se abrió paso por las calles del barrio, hacia el hospital.
Elías parecía dormido. Había perdido de nuevo el conocimiento. No tenía ninguna herida visible. Le toqué la frente. Estaba helada. El frío se me contagió y me recorrió toda la espina dorsal. Ahogado por las ganas de llorar, murmuré muy bajito: «Elías, Elías, ¿me oyes?» Me preguntaba si estaba muerto, y me decía que sería el primer muerto que veía en mi vida, y que resultaba mucho más horroroso de lo que podía imaginar.
Elías era un inconsciente, un desgraciado, pero no se merecía aquello. Le comprendía. Jopé, a él sí que le comprendía. Tal vez me estaba viendo a mí mismo, al cabo de un par de años, despistado, viviendo a tientas, creyéndome más listo que nadie y capaz de enfrentarme a la vida con las manos desnudas. Me veía a mí mismo buscándome la vida como pudiera buscármela. No hay muchas salidas en este barrio. Y, a fin de cuentas, aquel desgraciado sólo había hecho el chantaje para aprobar los exámenes. Había hecho chantaje para poder pasar a BUP y hacer feliz a su padre. No, Elías no se merecía aquello.