Read No pidas sardina fuera de temporada Online
Authors: Andreu Martín,Jaume Ribera
Tags: #Infantil y juvenil, #Policíaco
Jopé, tanta manía como le tenía, y tendrías que haberme visto allí, llorando por él, como si se tratara de mi mejor amigo.
Con mucho cuidado, le destapé y hurgué dentro de su cazadora, palpé los bolsillos de los lejanos y puse la mano entre su culo y la camilla. Lo hice sin moverle un centímetro.
No llevaba encima ningún sobre de papel de embalar.
Volví a taparle como pude, y me senté de nuevo.
Poco a poco, sentí nacer en mi interior una rabia espantosa, una furia imparable, unas ganas de hacer daño como nunca hasta aquel momento las había sentido.
Aquellos salvajes no habían dudado en asesinar a Elías. El
Lejía,
el
Puti,
el
Pantasma,
una manada de animales, de fieras salvajes que iban por el mundo haciendo daño. Yo apretaba los dientes y, al ritmo de los latidos de mi corazón y del aullido de la sirena, me repetía: «Haciendo daño, haciendo daño.» Y también me angustiaba el saber que le habían hecho daño «por mi culpa, por mi culpa, por mi culpa», porque me había dejado seguir, porque había sido el cebo que los asesinos habían empleado para cazar a Elías. Y lo más terrible de todo, lo que peor me sabía, lo que me espeluznaba y hacía asomar el llanto a mis ojos, era que también Clara tuviera su parte en el asunto.
Without you…
Bien, claro que ella
no era
una asesina, pero ella sabía que su padre estaba metido en cosas así, claro que lo sabía, y por eso me había dicho que no me entrometiera, que lo olvidase porque yo no podía entenderlo…
«¡Pues no, señora, no puedo entenderlo! ¡A ver si me lo explicas! ¡No puedo entender que alguien haga lo que le han hecho a Elías! ¡No puedo entenderlo!»
«¡Él se lo ha buscado! ¡Ha jugado con fuego y se ha quemado!»
«¡Pero él no quería hacer daño a nadie! ¡Él no buscaba eso! ¡El se buscaba la vida! ¡Sólo quería aprobar los exámenes!»
«Mira,
Flanagan,
no te metas donde no te llaman, deja en paz a mi padre: haga lo que haga, continúa siendo mi padre y tengo que defenderle…»
«Tengo que defenderle, tengo que defenderle, tengo que defenderle», repetía la sirena, y yo, no, yo no creía que debiera defenderle, por más que fuera su padre.
¡Un hombre que ordena matar a alguien no tiene derecho a ser defendido ni por su propia hija…!
«Ni por su propia hija, ni por su propia hija, ni por su propia hija…»
Deseaba ser dos palmos más alto para poder ir a buscar a los culpables y hacer justicia como Dios manda. Ya me veía agarrando al
Pantasma
por su guardapolvo gris, levantándolo en vilo y chafándole la nariz de un puñetazo:
—Ah, sí, señor
Pantasma,
¿pues qué se pensaba?, ¿que usted se libraría porque sólo es una pobre víctima? ¡Pues se equivoca! ¡Porque usted también ha pactado con el
Puti
y el
Lejía!
¡Porque ayer, cuando Elías vino a hablar con usted, cayó en una emboscada que le habían preparado los tres! ¡Usted ya no era una pobre víctima, era uno de los verdugos…!
Llegamos al hospital, se llevaron a Elías hacia la sala de Urgencias y yo me vi ante una ventanilla, dando el nombre y el apellido de Elías, su dirección, su teléfono, y también mi nombre y mis datos.
—¿Está muerto? —pregunté cuando ya no pude aguantar más.
La enfermera que tomaba notas me miró como si la hubiera insultado. Como si ni yo ni nadie tuviera derecho a hacer aquella pregunta en aquel lugar.
—Ve a la sala de espera. Ya te dirán algo.
Pregunté si podía llamar a la familia Gual para darles la noticia. La mujer hizo un gran esfuerzo mental y me lo permitió.
Contestó María, que aún no había salido hacia la escuela.
—María… Soy
Flanagan…
Estoy en el hospital…
—¿Qué te ha pasado?
—No, a mí nada…
—¿
Cómo que
nada? ¿Y por qué
estás
en el hospital?
—Te estoy diciendo que
a mí
no me ha pasado nada…
—Ya te he oído. Por eso te pregunto qué haces en el hospital…
Yo no sabía cómo decírselo. Oí que ella hablaba con su madre, que se había asustado al oír la palabra «hospital». «Un compañero de clase, que dice que está en el hospital, pero que no le pasa nada…»
—María… —dije tímidamente. Carraspeé—: María…
—¿Qué quieres, qué pasa?
—Tu hermano —dije por fin—. Que le han atropellado.
Gritos, alarma, carreras. Que venían en seguida. Yo llamé a mi casa, contándoles lo que había pasado y diciéndoles dónde estaba, y me senté en la sala de espera, nervioso.
Traté de distraerme atando los cabos de que disponía.
Elías no llevaba el sobre de papel de embalar. El hombre del sombrero no había podido quitárselo. En este caso, ¿dónde diablos podía estar el maldito sobre de papel de embalar?
Me dije: «Me lo quería dar a mí.» Por tanto, debía dejarlo en un lugar donde yo pudiera ir a buscarlo. ¿Dónde?
Elías me había mirado, como alucinado, y había dicho algo de una sardina. ¿Qué significaba aquello? ¿Bromeaba? Imposible, en su estado… ¿Deliraba entonces? Me resistía a creerlo.
«Sardina frees-cué», había cantado.
Decidí reservarme esta pista, porque, de momento, todo lo que hacía era confundirme.
La noche anterior, cuando me llamó, Elías estaba escondido en
La Tasca.
¿Era lógico pensar que había dejado el mensaje allí? En todo caso, era un buen lugar para empezar la búsqueda.
La familia Gual al completo hizo su aparición. Los padres y María. Los tres parecían haber llorado. El padre, además, parecía dispuesto a partirle la cara al primero que le levantara la voz. Siguieron unos instantes de confusión. De entrada, me pidieron explicaciones a mí; después se fueron los tres a hablar con médicos y enfermeras; después, volvieron a pedirme explicaciones. Estaban todo lo alterados que cabía esperar, y continuaron estándolo hasta que pudieron hablar con el médico que le asistía.
—Tiene una conmoción cerebral. Todavía no ha recuperado el conocimiento. Es demasiado pronto para aventurar un pronóstico. Esperen, por favor.
Mientras los Gual se sentaban para esperar, María y yo salimos a hablar afuera, bajo un porche. La lluvia seguía arreciando.
—Anoche nos llamó Elías —empezó ella muy excitada, adelantándose—. Habló conmigo y me pidió tu teléfono. ¿Te llamó?
—Sí. Sigue. ¿Te dijo algo más?
—Me dijo que necesitaba ayuda, que se había metido en un lío muy gordo y que tendría que espabilarse. Que necesitaba a alguien que le echara una mano. Yo le dije: «El
Flanagan»,
y le aseguré que eras de fiar…
—Sí, eso ya lo sé. ¿Qué más?
Por la expresión que puso María, deduje que lo que venía a continuación no tenía desperdicio.
—Que quería que le trajera una caja de cartón que guardaba en el cobertizo, donde revela las fotos. Que no debía decírselo a nadie, que nadie debía saberlo… —Bajó la voz y añadió—: Tenía que llevársela a
La Tasca…
—¿Lo hiciste?
—¡Claro! ¡Pero, espera… Fui al cobertizo y cogí la caja. Estaba llena de fotografías…
—¿Qué clase de fotos? Las miraste, ¿no? —salté.
—¡Sí! Eran fotos tomadas por él, con su cámara… Fotos que él mismo había revelado. Fotos de las Ramblas, de gente tirada por los suelos, de mujeres de ésas que hacen la calle…
—¿Recuerdas si había alguna en la que saliera el
Pantasma?
—¡Sí! ¡Eso es lo que iba a decirte! El
Pantasma,
allí, en las Ramblas…
—¿Y qué estaba haciendo? ¿Qué se veía?
—Nada… El
Pantasma
paseando, o comprando en la Boquería o en un quiosco o en la salida de un bar o en un local de máquinas tragaperras… —Yo iba tomando nota mental de todo—. Se notaba que le había hecho las fotos sin que él se diera cuenta…
—¿Y qué más? Fuiste a
La Tasca,
y…
—Sí. Envolví la caja con un plástico, les dije a mis padres que me iba a jugar a la calle y me fui a
La Tasca.
—Se permitió frivolizar—: ¡Guau, qué ambiente…!
—¿Y…?
—Le dije al camarero que era la hermana de Elías, y él me contestó: «¿Y qué quieres? ¡Elías no está aquí!» Le digo: «Le traigo una cosa que él me ha pedido.»
Dice: «Dámela, ya se la daré yo», y cogió la caja de fotografías y, así, muy furti-vamente, mirando a uno y otros lados, la escondió bajo el mostrador. A mí me hubiera gustado quedarme para comprobar si mi hermano estaba allí, pero no podía tardar en volver a casa y, además, las calles estaban muy oscuras y volví corriendo… ¿Y tú? Te llamó, ¿y qué te dijo?
—Espera. En seguida te lo cuento. Tu hermano, antes de perder el conocimiento, me ha dicho: «Sardina frees-cué…»
—¿Qué?
—«Sardina frees-cué…» —canté de nuevo, sin desanimarme—. ¿A qué podía referirse?
—No lo sé… «¡Desde Santurce a Bilbao, vengo por toda…!»
—¡No seas tonta! Era una clave, pero no sé a qué podía referirse… ¿Usaba mucho esta palabra?
—¿Sardina? Mucho. Para él, todo el pescado era sardina. Si mi madre hacía merluza, o bacalao para comer, que no le gustaba nada, decía: «¡Vaya, otra vez sardina!»
—¿Y no es posible que usara la palabra «sardina» para referirse a algo o a alguien? No sé… Alguien con ese mote, «el sardina»….
—Nunca le había oído nada parecido —dijo María. Yo callé. Parecía que por aquel lado no había salida. Ella exigió—: Bueno, ahora te toca a ti.
—Pues… —empecé yo. Y le conté toda la historia. Acabé diciendo—: … O sea, que lo que compromete al
Pantasma
es una foto.
—Claro —dijo ella—. Pero, ¿para qué necesitan ahora la foto el
Puti
y el
Lejía,
si se han aliado con el
Pantasma
y ya no tienen que hacerle chantaje?
—Para destruirla —dije yo—. Debe de haberlo exigido el propio
Pantasma,
como condición para la alianza.
—Claro. ¿Y dónde debe estar ahora la foto misteriosa?
—En
La Tasca.
No se me ocurre otro sitio donde ir a buscarla.
—Claro. ¿Puedo acompañarte?
—No.
—Claro.
Aquella chica empezaba a gustarme. Se limitaba a preguntarme cosas que yo podía contestar y me daba la razón en todo.
Consulté mi reloj. Casi las diez. A estas horas debían de estar abriendo el bar. Si quería hablar tranquilamente con el camarero no podía escoger una hora más oportuna. Los
heavies
no suelen madrugar. No había peligro de toparse con el
Puti
o con el
Piter.
No obstante, no podía olvidar que la última vez que estuve en
La Tasca
me fui sin pagar. Aquel camarero que tenía cara de sentirse desgraciado, como Fernando Esteso, se acordaría de mí, y no precisamente con cariño.
Bueno, decidí que aquello no tenía por qué ser un obstáculo. Una de mis especialidades es caerle bien a la gente.
De modo que me excusé con la familia Gual, que aún no sabía nada de su hijo, y salí corriendo. Cerca de allí encontré una parada de metro que me llevaría al mismo centro del barrio, a la misma plaza del Mercado, donde aquella mañana había empezado todo.
Saliendo del metro, sólo tenía que recorrer unos trescientos metros por la carretera y girar por un par de calles antes de llegar al Bar Nando, también conocido como
La Tasca.
En camisa de once varas
Escondido tras un buzón cercano, estuve espiando las idas y venidas de la clientela del tugurio.
Como ya había imaginado, a aquellas horas el local era más Bar Nando que
La Tasca,
es decir, estaba más frecuentado por trabajadores o parados con ganas de trabajar que por el tipo de jóvenes que por las noches agotaban las reservas de cerveza. El vídeo de los
heavies
no funcionaba y sólo se oía la música de un tran-sistor colocado tras el mostrador. Incluso el camarero que recordaba a Fernando Esteso parecía más relajado y animado.
Cuando llegué a mi lugar de observación, había cuatro clientes. Tres iban juntos, y salieron bromeando después de acabar sus cafés y sus copas de media mañana.
El cuarto comía un
sándwich
y leía el periódico. Cuando acabó el bocata, salió sin levantar la vista de su lectura.
Por fin, Fernando Esteso quedó solo en el bar.
Me armé de valor, saqué un billete de quinientas y entré en el local parapetado tras él.
—Hola, buenos días, ¿te acuerdas de mí? Toma, te traía esto porque el otro día se me olvidó pagarte, cuando se armó aquel lío… —dije de un tirón, deslumbrándole con mi fantástica sonrisa modelo
Mira qué espabilado e inocente soy.
Y aún hubiera dicho muchas cosas más si él no me hubiera quitado el billete de las manos y me hubiera cortado:
—De acuerdo. Muy bien. Estamos en paz. Ya puedes volver al colegio.
—Un momento, un momento —dije, siempre sonriente—. ¿Te has enterado de lo que le ha pasado a Elías?
Me miró con desconfianza.
—¿Qué Elías?
—Vamos, no tienes por qué disimular. Elías se pasó el día de ayer escondido en el bar. ¿No ves que somos amigos? —No. No lo veía. Decidí demostrárselo—: ¿Sabes que hizo unas cuantas llamadas desde aquí? Pues era para mí. Dijo que me daría un sobre… Y que quizá me lo dejaría aquí…
El camarero me escudriñaba atentamente. Parecía extremadamente desgraciado. Le sabía muy mal lo que tenía que decirme.
—¿Y qué le ha pasado a Elías? —preguntó.
—¿Qué?
—Que qué le ha pasado. Al entrar, has dicho: «¿Te has enterado de lo que le ha pasado a Elías?» Bueno, pues no, no me he enterado…
—Le ha atropellado un coche. Aquí, en la plaza del Mercado. Está gravísimo… —El camarero inspiró mucho aire por la nariz, procurando no cambiar de expresión. Hinchó mucho los pulmones y los desinfló lentamente. Se había asustado, es decir, se lo había creído. Lo que significaba que el comportamiento de Elías el día anterior, allí, en el bar, había resultado lo bastante convincente con respecto al peligro que corría. Aproveché que bajaba la guardia para atacar—: De modo que vamos al grano. ¿Tienes el sobre?
—Tengo el sobre… —admitió él—. Pero no sé si debo dártelo a ti.
—¿Qué te dijo Elías?
—Dijo: «Esto es para mis amigos. Ya sabes a quién me refiero.»
—¿Y a quién piensas que se refería? —salté.
—No lo sé… —dudaba. No lo tenía demasiado claro. Probó—: El
Puti,
el
Piter…