Read No pidas sardina fuera de temporada Online
Authors: Andreu Martín,Jaume Ribera
Tags: #Infantil y juvenil, #Policíaco
Como una sirena de fábrica. Como nadie puede haber gritado en toda la historia de la humanidad. Grité llenando mis pulmones hasta que decían basta y vomitando después todo el aire, como una catarata ensordecedora.
—¡Aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaah!
Y mientras tanto pensaba. Vaya si pensaba, a mil por hora. Pensaba que con la ventaja que me estaban sacando ya no había esperanzas. Calculé que llegarían al hospital en cosa de media hora.
Pero no me resignaba.
¿De qué me serviría salir de la habitación?
Llamaría al hospital. ¿Creerían la palabra de un desconocido? Bueno, ¿acaso no daban crédito a los avisos de bomba?
—Señorita, unos traficantes de droga quieren matar a uno de sus pacientes…
—¿Con quién hablo?
—¡Eso no importa! ¿Es que no me oye? ¡Que quieren matar…!
—Sí, sí, ya le he oído. Pero comprenda que para fiarme de usted primero tengo que saber quién es. Podría ser un cualquiera, ¿me sigue? Un niño haciendo una travesura…
—¡Soy un niño, pero no hago ninguna travesura!
—Lo sospechaba.
La telefonista imaginaria se enfadaba y cortaba la comunicación.
—¡Señorita, por favor! —yo me ponía optimista e imaginaba que aún no había cortado, que existían las segundas oportunidades—. ¡Tiene que escucharme!
—Está bien… Veamos. ¿De qué paciente se trata?
—Elías Gual.
—¿Su segundo apellido?
—¡Y qué importa su segundo apellido!
—De acuerdo, tienes razón. Aceptemos que no importa el segundo apellido…
¿Qué le ha pasado a este señor? ¿Por qué está ingresado?
—¡Accidente de moto! ¡Está en la UVI!
—Ah, en ese caso, este no es el departamento pertinente. Tiene que llamar al número…
—¡Aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaah!
¿Y si comunicaban? ¿Sí la línea estaba ocupada?
¿Y si el
Lejía
había arrancado los cables del teléfono? ¿De qué serviría salir de la habitación?
De nada.
Llamaría desde una cabina de la calle. Desde la casa de un vecino, en la misma escalera.
Me pedirían explicaciones. La gente siempre pide explicaciones, siempre hace preguntas inoportunas e impertinentes.
—¿Pero tú quién eres, dónde vives, cómo te has enterado de que Elías corre peligro, quién te lo ha dicho, seguro que no es una broma…?
—¡A usted no le importa quién sea yo y quién me lo haya dicho! ¡Hágame caso! ¡Están a punto de matar a Elías!
De qué me serviría llamar por teléfono.
De nada.
Tendría que ir allí, correr hacia el hospital.
Tampoco podía correr más que un Talbot Solara o que un Opel Kadett. ¿O sí?
¿Cómo podría arreglármelas para correr más que ellos?
—¡Aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaah!
Ya debían de haber pasado cinco, quizá diez minutos. Ya estaban casi a mitad de camino. Y yo pensaba: «Tal vez hayan parado por el camino para recoger algo… ¡Las batas! ¡Claro! Tienen que comprar las batas blancas… Si han parado por el camino, quizá tarden una hora en llegar al hospital…! ¡Bueno! ¿Qué importa eso? ¡Me llevan diez minutos, quizá quince, de ventaja y yo ni siquiera he podido salir de aquí!»
—¡Aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaah!
Y:
«No, en avión no. ¿En qué demonios puedo ir que corra más que un Talbot Solara?»
Me vino a la mente el viaje que había hecho en ambulancia. La velocidad de aquel vehículo para el que no existían los semáforos, al que todos ceden el paso. ¡La ambulancia, claro! ¡Y aquel número tan fácil, la misma cifra repetida siete veces!
¡Sí, si pudiera salir de la habitación, llamaría a la ambulancia y le diría que me llevara al hospital a toda velocidad porque teníamos que salvar la vida de un hombre…!
¿Me creerían?
—¡Aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaah!
Mi propio grito me impidió oír el crujido de la cerradura y la luz me cegó y frustró mi rugido entusiasmado.
Parpadeé, aturdido, encontrándome ante una Clara que me pedía silencio.
—¡Chhhst! ¡Que harás que vuelva mi padre!
¡Qué guapa estaba! No llevaba maquillaje y vestía una sencilla blusa y unos tejanos ceñidos. La habría abrazado, la habría besado en la boca, pero no había tiempo que perder. Hice lo mismo que un gato hambriento que uno ha dejado dentro de la casa. Todo fue abrir la puerta y… … ¡Fzzzuuummm, visto y no visto!
Fue bonito mientras duró
Recuerdo los minutos que siguieron de una manera muy confusa. Sé que pasé como un rayo junto a Clara, que fui hasta el teléfono y que me puse a dar saltitos a su alrededor, como para llamar la atención sobre el hecho de que me resultaba imposible descolgar el auricular y marcar un número, teniendo, como tenía, las manos atadas.
Clara captó el mensaje. Cortó el esparadrapo con unas tijeras, rasc, rasc, rasc, y me vi libre.
—¿Qué ha ocurrido? —quiso saber entonces.
—HanidoalhospitalMataránaElíasDebemosimpedirlooAhorallamaréunaambulanciaNot emolestesenllevarmelacontrariaHesopesadotodaslasposibilidades —así se lo dije, todo seguido.
Creí que bastaría con esta explicación. Pero no.
—¿
Quién
ha ido al hospital? —quiso saber ella.
Yo ya tenía el teléfono en las manos. Algo en su tono de voz me paralizó el gesto. La miré, aún más sorprendido por el destello de advertencia y de miedo de sus ojos. Así nos quedamos los dos durante un largo segundo, escudriñándonos, haciendo la estatua. En este segundo, me pasaron miles de cosas por la cabeza.
«¿Quién
ha ido al hospital?», me había preguntado. Y con eso quería decir: «¿Ha ido mi padre?» O sea: «Apenas acabo de liberarte, ¿y ya estás pensando en denunciar a mi padre?» En resumen: «No sé qué ha hecho, pero es mi padre, Juan. No lo olvides.»
Yo quería contarle que su padre traficaba con drogas, con heroína. Pero abrí la boca para gritar:
—¡Han ido todos! ¡El
Pantasma
les tiene dominados, les ha obligado! ¡Si no hacemos nada, Elías puede morir! ¡Tenemos que pedir una ambulancia para adelantarnos a ellos!
—Está bien —dijo ella—. Vamos, date prisa.
Me sentí un poco traidor por no hablar más claro.
—Sí —dije.
Marqué las siete cifras iguales en el teléfono, aquellas que había visto en la ambulancia mientras Elías yacía sobre el asfalto. Engolando la voz y pronunciando con corrección, dije que necesitábamos una ambulancia, que había un herido en el barrio, exactamente en la carretera de la Textil, allí en los Jardines.
—¡Es urgente! —concluí. Y corté la comunicación.
—¿En la carretera? —preguntó Clara, desconcertada.
—¡Sí, no te preocupes, lo tengo todo pensado! ¡Vamos!
En aquel preciso instante, oímos la llegada de un coche. Ruedas sobre la grava, abajo.
—¡Mi padre! —adivinó Clara.
—¡Corre!
—No, no… ¡Espera!
Yo quería ir hacia el fondo del pasillo, por donde había salido Elías el sábado y, por lo tanto, por donde suponía que también podríamos escapar nosotros. Pero Clara cogió un palillo y se precipitó escaleras abajo hacia la puerta de entrada.
Adiviné lo que estaba haciendo, y que lo estaba haciendo justo en el momento apropiado.
Al mismo tiempo que su padre iba a poner la llave desde fuera, ella metió el palillo desde dentro y lo rompió. Aquella cerradura ya la podían tirar. Ya no serviría para nada. La llave del
Lejía
no pudo entrar.
—Joder, qué raro… —dijo mientras su hija volvía a subir, muy ligera y de puntillas.
Yo la observaba desde arriba y me pareció encantadora, como la protagonista de una novela de aventuras. Cogió de rondón un impermeable blanco con capucha y me sonrió.
—¡Vamos, vamos, vamos…!
Ahora sí, nos fuimos hacia el fondo del pasillo, llegamos a la cocina, nos encaramamos al fregadero y salimos por la ventana que daba a la parte posterior del edificio. Un salto, ¡hop!, y nos descolgamos hacia afuera, donde había una cornisa y también una cañería, y después un cobertizo con tejado ondulado de plástico verde.
Saltamos sobre ese tejado, mojado por la lluvia persistente, y de allí al suelo, y echamos a correr montaña abajo, hacia los enclenques árboles del Parque. Nadie gritó a nuestras espaldas ni arrancó ningún coche ni sonó ningún tiro.
Yo corría. Nervioso y preocupado por Elías, pero contento. Porque Clara, al impedir la inoportuna entrada de su padre al piso, había demostrado que estaba de mi parte. Y, tonterías que se piensan en momentos como éste, me decía que aquello era una demostración de simpatía y confianza. O, al menos, eso era lo que yo quería pensar.
Atravesamos el Parque, corriendo viento en popa a toda vela, llenándonos los zapatos de barro y chapoteando en los charcos, subiendo un poco hacia la Montaña.
Después bajamos por la pronunciada pendiente, salpicada de desmayadas chumberas y cactos, a lo que llamaban los Jardines, hasta la carretera de la Textil.
Ya debía de haber pasado una buena media hora desde que salieron los verdugos de Elías. Quería creer que habían tenido que detenerse por el camino para comprar batas blancas, que aún disponíamos de tiempo para atraparles, pero…
Habían pasado cinco o seis minutos desde que llamé al hospital y aún no se veía ninguna ambulancia en la carretera.
—¿
Qué haremos ahora?
—preguntó Clara.
—Me moriré. O me pondré muy enfermo. Que me lleven al hospital, en ambulancia.
—Bien pensado.
La miré. Bajo la llovizna, con su impermeable blanco de capucha, me enamoró un poco más. Se la veía más serena que antes y, en cambio, yo sentí un arrebato de emoción que, incongruentemente, me hizo pensar en Jorge Castell poniendo cara de cuelgue mientras me hablaba de Clara Longo en mi despacho.
Clara Longo me estaba diciendo:
—Ayer por la tarde, mi padre tuvo una reunión muy larga en el garaje, con gente que yo no conocía, y con el
Puti
y sus
heavies.
Bebieron mucho y hablaron a gritos y pude pescar algunas palabras aisladas desde mi habitación. Oí que esta mañana unos cuantos te seguirían desde tu casa, cuando fueras a encontrarte con Elías. No oí nada de que os quisieran hacer daño, ni a ti ni a él… —se excusaba, angustiada—. Te lo juro. El
Pantasma
también estaba presente. Decía que tenían que recuperar una foto, una foto que parecía muy importante. Les decía a todos que, si no la encontraban, no contasen más con su colaboración. ¡Sólo les oí hablar de la foto,
Flanagan,
tienes que creerme!
—Esta foto se ha convertido en una obsesión —comenté.
Los dos bajo la lluvia, encogidos bajo nuestros impermeables.
—Después —siguió—, mi padre me envió a casa de mi madre. Pero cuando esta mañana me he enterado en la escuela de lo que le ha pasado a Elías, he temido por ti. Me he saltado la clase de Mates y te he buscado por todas partes. De hecho, no esperaba encontrarte en mi casa…
Decidí ser valiente.
—Tu padre ha ordenado que me llevaran allí.
—Y a él le ha obligado el
Pantasma,
¿verdad? —saltó ella automáticamente, deseando que le dijera que sí, que el
Pantasma
era el monstruo de la película, el único responsable de lo que estaba pasando.
De pronto comprendí que aceptar la culpabilidad del
Lejía
era demasiado fuerte para ella, y me pareció que bajo mis pies el barro se hacía más blando y resbaladizo. Miré hacia arriba y abajo de la carretera, deseando que llegara la ambulancia de una vez y que tuviera que simular que estaba inconsciente, ahorrándome así el dar más explicaciones.
Pero la ambulancia no llegaba.
—Mi padre lo ha hecho —repitió ella con el corazón encogido — porque el
Pantasma
le obliga, ¿verdad?
Bien. No me quedaba otra alternativa. Tarde o temprano tendría que afrontar la verdad.
—El
Pantasma
y tu padre trabajan juntos —me oí decir—. El
Pantasma
vende la heroína que le proporciona tu padre.
Clara abrió la boca. La cerró, la volvió a abrir. Sus ojos me odiaron.
—
Embustero
—dijo. Y reaccionó gritando—: ¡Es mentira!
—Es verdad —insistí, con la sensación de estar cavando mi propia tumba—. Heroína.
Caballo,
como la llaman ellos. Son socios. Los dos en el mismo
caballo.
—No podía callar—. Si uno va a la cárcel, le seguirá el otro.
—¡Es mentira, mentiroso, embustero,
mentiroso!
Y yo, imbécil de mí, presa del pánico, tenía que seguir escarbando en la herida.
Me salía una especie de agresividad hacia ella. No podía soportar que defendiera al
Lejía
porque, si lo defendía, si no le odiaba tanto como yo, aquello significaba que estábamos en bandos diferentes. Por eso no podía callar, aunque Clara hubiera empezado a llorar. Creo que los dos teníamos un ataque de histeria.
—No es mentira. ¡Tienen un buen negocio y no quieren perderlo, y ya han intentado matar a Elías una vez, y harán lo que haga falta con tal de conservar el chollo!
—¡No, no, no! —se tapaba los oídos para no escucharme.
Se acercaba la ambulancia.
Nos habíamos quedado frente a frente, como mudos, y ahora necesitaba un poco más de tiempo para explicarle que yo no tenía la culpa de que las cosas fueran como eran, que tal vez la culpa no era ni de su padre, sino del barrio, de aquel estercolero donde todos nos habíamos criado… No sé qué quería decirle, pero ya era demasiado tarde. Ella lloraba, y la sirena se acercaba y yo no podía olvidar el peligro que corría Elías.
—No… —hice—. Lo siento.
Me miró con los ojos vacíos y la expresión ausente, como si de pronto ya no le importara nada. Quizás era yo el que no le importaba, pensé asustado.
La ambulancia ya aparecía por una curva, a lo lejos.
—Clara, por favor…
Ni caso.
Tuve que dejarme caer al suelo.
Haciéndome el muerto sobre el barro, abriendo un poco, sólo un poco, los ojos, la veía a ella de pie a mi lado, muda y tiesa como una estatua, mordiéndose la lengua para no volver a llorar. Habría pagado todo lo que tenía por saber lo que estaba pensando, porque me dijera algo, aunque fuera para insultarme.
—Clara…
El estrépito de la ambulancia debía sobreponerse a mi murmullo. De pronto, el vehículo frenó a mi lado, un enfermero se acercó corriendo.