Read No pidas sardina fuera de temporada Online
Authors: Andreu Martín,Jaume Ribera
Tags: #Infantil y juvenil, #Policíaco
Una buena clientela. Numerosos incautos dispuestos a todo y, sobre todo, lejos del barrio. Ah, sí, porque el
Pantasma
se había preocupado de dar salida a sus aficiones lejos de la escuela. No quería que le pasara como al conserje anterior, al que despidieron porque manoseaba a las niñas. Y el
Pantasma
tuvo que aceptar.
Después (yo iba reconstruyendo la historia), desapareció la foto, pero ni el
Lejía
ni los suyos se resignaron a perder el nuevo mercado abierto. De modo que se comprometieron a destruir la prueba definitiva para el
Pantasma
si él continuaba trabajando tranquilamente para ellos. Trato hecho…
… Y entonces intervine yo, metiéndome donde no me llamaban.
—¡Juan! —exclamó Pili, haciéndome bajar de las nubes.
Rumor de pasos en la escalera. Puse la foto en el sobre y lo escondí tras la espalda, conteniendo la respiración.
Se abrió la puerta.
«Olvídalo, Clara»
Era Clara.
Con ella entraron muchas cosas en la habitación. La música, por citar una. El
Without you
y el
There'll be sad songs,
aquella otra canción que dice:
Sin amor somos como barcos en la oscuridad,
y tantas otras. Lo que son las cosas, gracias a ella yo entendía por fin las letras de las canciones románticas, que siempre me habían parecido solemnes mamarrachadas y que ahora me parecían sabias palabras escritas
por
almas sensibles. Lo que son las cosas, yo quería abrazarla, besarla, calmarla, ser capaz de hacerla reír, que se sintiera bien conmigo… Y en vez de eso, permanecí de pie, con los ojos como si se me hubiera aparecido la Virgen de los Desamparados.
—Juan —dijo ella—. Quiero hablar contigo.
Estaba muy seria, transcendente como una persona adulta. Y muy guapa, incluso con el pelo mojado, las ropas empapadas y aquel ligero temblor en los labios.
—Ah —fui capaz de articular, tratando de aparentar una indiferencia que no sentía—. Te has perdido lo mejor de todo. Nos lo hemos pasado muy bien en el hospital.
Con una mirada, sin decir palabra, Clara echó a Pili, que huyó hacia la escalera murmurando que tenía que ayudar a mamá.
Nos quedamos solos.
—Vengo a despedirme de ti —dijo—. Me voy definitivamente a vivir con mi madre… —marcó una pausa—. Mi padre me lo ha pedido… Porque no quiere que vea cómo le detienen… —luchaba contra el llanto—. Cómo se le llevan a la cárcel —se mordía los labios. Me pareció muy valiente, decidida, admirable. Pero no podía hacer nada por ella. Era cierto que el
Lejía
iría al talego, y era también cierto que yo no movería un dedo para impedirlo—. Puedes estar contento, ¿no? —añadió ella con los ojos llenos de rabia y de lágrimas—. ¡Puedes estar contento…!
Yo no sabía qué decir. Me encogí de hombros.
—Clara. Lo siento…
—¡Ah, fantástico, muy bien, ahora ya está todo arreglado! ¡Si lo sientes, ya no hay nada más que decir! ¡Un inocente irá a parar a la cárcel, pero no pasará nada, porque Juan
Flanagan
lo siente mucho…!
«¿Inocente?», preguntaron mis ojos conturbados.
Su rabia escupió las últimas lágrimas. Con un movimiento brusco, se limpió el rostro. Sus ojos echaban chispas.
—¡Sí, inocente, inocente! —gritó—. ¡Porque mi padre es inocente, para que te enteres! He hablado con él y me lo ha explicado todo, con el corazón en la mano.
Me ha dicho: «He caído en una trampa y no sé cómo librarme de ella.» Me ha dicho:
«Vete, Clara, no quiero que veas cómo me vencen mis enemigos.» Mi padre ha estado relacionado con traficantes de droga, sí, pero contra su voluntad. Le han embaucado, no ha podido evitarlo. ¡Y ahora, cuando se han complicado las cosas, le toca hacer de cabeza de turco, irá a la trena para que los verdaderos culpables queden en libertad! —y, cargada de odio, concluyó—: ¡Y todo por tu culpa!
Yo tenía el corazón encogido. ¿Y si tenía razón? ¿Y si el
Lejía
era inocente, después de todo? Pasaba revista a todas mis deducciones intentando encontrar un resquicio que le diera la razón a ella. ¡Quería encontrar ese resquicio, de verdad!
—Clara… —dije con un hilo de voz—: Tu padre obligó al
Pantasma…
—¡A nada le obligó! —gritó ella sin querer escucharme—. ¡El
Pantasma
y mi padre son amigos! ¡Mi padre sólo quería ayudar al
Pantasma,
protegerle de Elías, que le estaba haciendo chantaje…!
Yo debería haber comprendido lo que estaba ocurriendo. Tendría que haberme callado. Pero mi amor propio me impidió aceptar todas aquellas patrañas.
—Pero es que el
Pantasma…
—dije tímidamente.
—¡El
Pantasma,
nada! ¡El
Pantasma
no es más que un homosexual, un gay! ¡Y eso no es ningún crimen! ¡No puede evitarlo! Pero aún hay gente… —y me incluía a mí entre esa gente— …Hay gente que todavía cree que ser de la otra acera es un crimen…!
Hice un gesto involuntario. De nuevo me traicionó el amor propio, el ansia de defender todo lo que yo había averiguado.
Se me movieron las manos y ella vio que yo escondía algo parecido a una foto.
Calló. A mí se me secó la boca. De pronto comprendí que ella me estaba diciendo lo que necesitaba creer. Su padre le había contado aquella sarta de mentiras y ella se había dejado convencer porque tenía que creerlo, porque no podía soportar que, de repente, la imagen que tenía de él saltara en mil pedazos. Si yo hubiera sido más inteligente, o quizá más honesto, o simplemente de otra manera, le habría dicho que sí, que tenía razón, que era yo el equivocado. Pero, imbécil de mí, moví las manos.
Imbécil de mí, dejé que viera la fotografía, piqué su curiosidad. Otra necesidad que ella tenía: la de constatar si lo que le había dicho su padre era verdad. Al darme cuenta de mi error, hice otro movimiento falso, ahora de ocultación, y aquello intrigó aún más a Clara.
—La foto —dijo.
—No… —retrocedí—. No es nada…
—Déjamela ver… —ella se acercó.
—No. Vete. No te importa a ti…
—¡Déjamela ver!
Se me echó encima y me horrorizó tener su cuerpo tan cerca, y sentir sus brazos que me rodeaban, y su aliento… Mientras yo me mantenía en mis trece, me resistía, le gritaba de mala manera.
—¡Déjame en paz! ¡Vete de aquí! ¡Lárgate de esta habitación! ¡No quiero volver a verte!
Tropecé con la mesilla de noche, caí de lado sobre la cama y ella, abalanzándose sobre mí sin ningún pudor, me arrancó la foto de las manos. Cayó sentada en el suelo, yo exclamé: «¡Clara, no…!», y la miró.
Su alma se hizo añicos como una porcelana caída desde un quinto piso. Nunca he visto tanto desconsuelo en un rostro. Se quedó atónita, los ojos incrédulos y ofendidos, como si acabara de pegarle una bofetada.
Aquella foto, aquella maldita foto, le aclaraba que el
Pantasma
no era un homosexual incomprendido. El
Pantasma
era un corruptor de menores, que es muy distinto. Era alguien que realmente merecía la cárcel. Y el
Lejía
le protegía. Y si el
Lejía
había mentido en aquel punto… También podía haber mentido en todo lo demás.
Horrorizada, Clara estaba llegando a las mismas conclusiones que yo. Un corruptor de menores implicado en un asunto de tráfico de heroína es uno de los peores monstruos que se puedan imaginar.
Intuí la tempestad que estaba zarandeando a Clara en aquellos momentos. Su padre le había mentido y ella había tenido que creerle. No obstante, a la hora de la verdad, todas las sospechas tomaban cuerpo y las dudas dejaban de serlo. En el fondo, Clara ya sabía cuál era la verdad, pero no había querido verla. Había sido necesario que yo, imbécil de mí, permitiera que la foto cayera en sus manos.
Ella no podía moverse. Y yo tenía que hacer algo. De modo que me senté en el suelo, a su lado, y la abracé.
—Eh, Clara —murmuré. No tenía palabras.
Y ella dijo:
—Rómpela, Juan. ¿La romperás? ¿La romperás y no le dirás nada a la policía?
Yo me aparté de ella, como si de repente su cuerpo quemara, negando con la cabeza, asustado porque estaba tentado de hacer lo que me pedía.
—No.
Pero era una simple fórmula. Ella misma podría haber roto la foto que, por otra parte, sólo era una prueba circunstancial a la hora de inculpar al
Lejía.
Sólo quería ponerme a prueba. Supongo que me pedía algún tipo de ayuda que yo, definitivamente, le negué.
Se incorporó, tiró la foto y salió corriendo hacia las escaleras. La seguí casi sin darme cuenta, como el galgo que sale tras el conejo mecánico. Cruzamos el bar uno detrás del otro, tiramos dos sillas al suelo y oí de pasada la bromita de un imbécil («¡eh, el Juanito se está haciendo mayor! ¡Ya las castiga!»), y también sorprendí un destello de alarma en los ojos de mi padre.
Fuera llovía a cántaros. Corrimos bajo la tempestad sin notarla. La atrapé cien metros más allá, en la primera esquina.
—¡Clara! —grité.
Se volvió para mirarme.
—¡Es mi padre, Juan! ¿Es que no puedes entenderlo? ¡Conmigo siempre se ha portado bien!
La creí. Me daba cuenta de que en la vida las cosas no son tan simples como en las películas de la tele, donde el héroe aniquila al malo horroroso, desagradable y con mal aliento, y se gana de paso el amor de la chica. En el cine, todo es claro y elemental. En la vida, en cambio, resultaba que el
Lejía
era amable y considerado con su hija, mientras que padres de otros amigos del barrio, hombres a quienes jamás se les ocurriría traficar caballo, llegaban a casa y golpeaban a la mujer y a los hijos porque habían tenido un mal día en el trabajo, o tan sólo para ejercitar un poco los músculos.
—Heroína —dije, simplemente, porque necesitaba aferrarme a mis ideas—. El
Pantasma
repartiéndola entre niños a los que previamente había corrompido sexualmente. Quizá la primera vez gratis, «porque me caes bien, hala»… ¡Después cobrando! ¡Niños, Clara, niños! Las víctimas más fáciles, los clientes más seguros.
Niños que harán lo que sea por pagarse la droga. Niños que robarán a punta de navaja y correrán a darle el botín a cambio del caballo… ¡Niños que se harán matar en un atraco, si no la diñan antes de una sobredosis o de la mierda que mezclan con la droga! —se me estaba subiendo la sangre a la cabeza—.
¡Me importa un rábano
que después tu padre te compre unos zapatos con la pasta que saca de ese negocio! ¡Eso no le hace mejor!
Ella suspiró. Dijo:
—Lo siento. Perdona —estaba a punto de irse.
—Yo también lo siento —dije desesperado—. Pero tengo que hacerlo. Tienes que entenderlo, y lo entenderás… Tal vez no ahora ni dentro de un rato, ¡pero acabarás comprendiéndolo y me darás la razón! ¡Me sabe muy mal, Clara, porque…, porque…! —y con un hilo de voz dije, por primera vez en mi vida—: … porque te quiero.
Clara se quedó mirándome como un soldado que, en el fragor de la batalla, descubre de pronto que le ha desaparecido el arma de las manos. Por un momento parecía que iba a decir algo, pero lo pensó mejor. Abrió la boca y supe que quería insistir una vez más, «rompe la foto, Juan, no denuncies a mi padre…», pero ella misma adivinó la respuesta que le daría, y no dijo nada.
Es muy importante el primer día de tu vida que le dices «te quiero» a una chica.
A lo largo de los años, supongo que debes de recordar cómo fue y lo que te contestó ella. A mí, Clara me dijo simplemente:
—Ya. Adiós, Juan.
Me dio la espalda y se alejó bajo la tormenta mientras yo apretaba los puños y me tragaba palabras y gritos, y miraba a mi alrededor y veía barro y charcos y cristales de botellas rotas, hierrajos oxidados, toda la basura que me rodeaba y de la que los clientes del
Lejía
y del
Pantasma
nunca tendrían la oportunidad de huir.
Temblaba y tenía frío, y era como si hubiera empezado a llover en aquel preciso momento.
«¿A qué estás jugando, Juan? ¿Pensabas que había una raya en el suelo, los buenos a un lado y los malos al otro, y que bastaba con buscar la raya cada vez que aparecía una duda?»
—¡Juan! ¡Juan! —mi padre llegaba corriendo—. Juan, ¿qué te ha pasado? ¿Qué haces aquí, con esta lluvia…?
No me reñía. Sólo estaba preocupado por mí. Después de todo, era mi padre.
—Tenemos que ir a poner una denuncia, papá… Te lo contaré por el camino.
Ahora tengo un cobertizo.
Cuando Elías se recuperó, se mostró muy agradecido y me cedió el cobertizo para que lo utilizara como despacho. Allí me instalé y María se asoció conmigo (no está tan mal, después de todo, esa
tecno),
y los dos juntos continuamos el trabajo que Pili y yo empezamos en casa, entre cajas de cerveza.
Elías ha dejado el barrio. Se ha ido a vivir al centro de Barcelona y dicen que estudia fotografía y colabora con una agencia de prensa al mismo tiempo. Dicen que es un fotógrafo muy bueno, y que le va muy bien, y yo me alegro.
Han pasado ya tres meses desde que acabó todo, desde que la policía detuvo al
Pantasma
por «pedofilia» (así llaman ellos a su vicio), y el
Pantasma
arrastró consigo a toda la banda de traficantes, el
Lejía
incluido. A estas alturas, están todos encarcelados en espera de juicio. La policía encontró un kilo de caballo escondido en el interior de un motor viejo, en el garaje del
Lejía.
La gente comenta que no saldrán fácilmente de ésta.
María y yo estamos muy atareados, las clásicas tonterías de costumbre, pero a menudo yo le paso todo el trabajo a ella o a Pili y me quedo en el cobertizo sin hacer nada.
Sólo escucho música.
El
Without you,
por ejemplo.
Clara también se fue del barrio, a vivir de nuevo con su madre. A menudo la recuerdo como la vi por última vez, alejándose bajo la tormenta, y pienso en sus palabras («adiós, Juan»), vacías de rabia y de rencor. Pienso que ya ha pasado tiempo suficiente desde entonces. Ha tenido tiempo de pensar en lo que hice y darse cuenta de que tenía razón, y de que no podía actuar de otra manera. Lo sabe, claro que lo sabe. Ya lo sabía, incluso mientras me lo pedía…
Por tanto, la espero. La espero todas las tardes aquí, en el cobertizo, escuchando música y leyendo y releyendo el informe que hace siglos yo mismo hice sobre ella.