Authors: Ben Mezrich
Allí de pie en el ascensor, escuchando el hilo musical —alguna versión vomitiva de los Rolling Stones— Sean se daba cuenta de que era un gran momento. Sin embargo, también sabía que todavía quedaba mucho trabajo por hacer; sabía que esta reforma de la empresa iba a provocar una situación bastante complicada.
Sería necesario volver a constituir legalmente la empresa, en eso habían coincidido con Thiel. Facebook debía convertirse en una nueva entidad, dejar atrás su génesis en la residencia y avanzar hacia una fase «neotestamentaria». Tendrían que emitir nuevas participaciones para representar la nueva situación, para poder incluir a Thiel y por supuesto al propio Sean —el cual había estado trabajando de facto como socio de Mark desde que se había mudado a la casa—, así como a Dustin y a Chris.
Lo cual dejaba abierta la cuestión de Eduardo. En principio, Mark había decidido que Eduardo podía retener su 30 por ciento, y Sean había estado de acuerdo con él. La idea era incluir a Eduardo y dejar que se implicara tanto como quisiera. Pero la nueva empresa iba a tener reglas distintas. Simplemente no había forma de llevar una empresa si no podía emitir más participaciones según requiriese la situación. En adelante, la gente debía recibir participaciones en base a la cantidad de trabajo que cada individuo aportara a la empresa. Esto ya no era ningún proyecto de residencia, era una empresa de verdad, con un inversor de verdad. La gente debía recibir los beneficios como en cualquier otra empresa, pues de otro modo sería imposible conseguir una valoración real en base a los logros efectivos de Facebook.
Lo cual significaba que si Mark, Dustin y Sean hacían todo el trabajo para que la empresa triunfara, obtendrían un mayor número de las nuevas participaciones. Si Eduardo seguía buscando anunciantes en Nueva York, obtendría participaciones en proporción al trabajo que hiciera. Pero si no producía nada, pues bien, su participación en la empresa se iría diluyendo, igual que la de cualquier otra persona. De hecho, si necesitaban conseguir más dinero en el futuro todos terminarían diluidos.
Desde el punto de vista de Sean, Eduardo había hecho algo terrible: había amenazado la existencia misma de la empresa en el momento en que era más frágil. Mark no parecía odiar a Eduardo por eso, aunque en realidad no parecía tener la capacidad o siquiera el interés necesario para odiar a nadie. Pero a ojos de Sean, Eduardo había demostrado ya cuál era su posición. Para Mark, Dustin y Sean, Facebook lo era todo. Era su vida.
En realidad, Mark le había dicho a Thiel durante la reunión que seguramente no regresaría a Harvard cuando terminara el verano, que iba a quedarse en California para proseguir la aventura. Pensaba ir tomando sus decisiones mes a mes, pero si Facebook seguía progresando no tenía previsto regresar a Harvard en breve. Tal como había dicho Bill Gates: «Si Microsoft no funcionaba, siempre podía regresar a Harvard».
Seguro, si Facebook no funcionaba, Mark siempre podía volver a la universidad. Pero Sean dudaba de que nunca llegara a hacerlo. Aquel verano iba a continuar eternamente, y lo más seguro era que Dustin también se quedara en California.
Pero ¿y Eduardo? Bueno, a juzgar por lo que Sean sabía de él, Eduardo nunca dejaría la universidad. Ya había demostrado que no pensaba dejarlo todo por Facebook. Simplemente no iba con su manera de ser. Tenía otros intereses. Estaba por ejemplo el Phoenix de Harvard, al parecer. Estaban esas prácticas en Nueva York, aunque las hubiera dejado la primera semana.
Eduardo volvería a la universidad. Pero Mark Zuckerberg había encontrado su lugar en el mundo.
Sean observaba la cuenta descendente, notando que la excitación comenzaba a apagarse en su interior. Hizo un esfuerzo para que su pulso volviera a un ritmo estable, como el de los bytes y los bits de un disco duro en operación.
Sabía que todavía quedaban obstáculos por delante. Mucho trabajo aún por hacer.
Antes que nada, Mark debía tratar de conseguir que Eduardo aceptara los detalles legales del acuerdo, sólo para que todo fuera más limpio desde el punto de vista de un abogado. Por duro que sonara, Eduardo estaba obligado a entenderlo si lo miraba desde un punto de vista práctico. No era una cuestión personal, eran negocios. Y Eduardo se veía a sí mismo antes que nada como un hombre de negocios.
Sean y Peter eran empresarios de éxito, y le habían explicado a Mark cómo funcionaba el asunto. Las
start-ups
como Facebook podían partir desde dos puntos distintos. Había un primer punto de partida: unos chicos en la habitación de una residencia, alrededor de un ordenador. Luego estaba el segundo punto de partida: aquí, en un céntrico rascacielos de San Francisco.
Si estabas en la habitación de la residencia, tenías una excitante y maravillosa historia que contar. Eras parte de algo realmente
cool,
la chispa de la genialidad, la llama que surge de la nada, el relámpago de la inspiración.
Si estabas en el rascacielos… bueno, eso era un asunto muy distinto. Allí era donde nacía realmente una Empresa con E mayúscula. Esa era la empresa de verdad, el segundo relámpago, el que te llevaba directo al cielo.
Realmente era algo que Eduardo debería comprender. Ya no era un asunto de dos chicos en un dormitorio.
—¿Qué ocurría si no lo pillaba? ¿Si no lo entendía? ¿Si se negaba a entenderlo?
Bueno, tal como lo veía él, si Eduardo no lo entendía era que no le importaba Facebook tanto como a ellos. Y en ese caso no era mejor que los gemelos Winklevoss: sólo alguien que se trataba de agarrar a los pies de Mark en su carrera hacia el cielo.
En ambos casos, Mark debía saber que estaba tomando la decisión correcta para la empresa. Sean y Thiel se lo habían dejado claro: ningún inversor iba a meter dinero en el asunto mientras hubiera un tío dando vueltas por Nueva York alardeando de ser el director de la parte comercial de la empresa y de tener el «30 por ciento» de su propiedad, un tío que fuera blandiendo ese porcentaje como un sable, siempre a punto de cortarles la cabeza.
Un tío que congelara su cuenta bancaria.
Que les amenazara a ellos.
Que pusiera en peligro Facebook.
Esa era la cuestión. Facebook. La empresa. La revolución. Sean se daba cuenta de que eso era todo lo que le importaba a Mark en aquel momento. Sabía que tenía algo grande entre las manos. Aquella producción de Mark Zuckerberg iba a cambiar el mundo. Era como Napster, pero aún más grande: Facebook era un instrumento para la libertad de información. Una red social enteramente digital. Una forma de poner el mundo en Internet.
Eduardo tendría que entender. ¿Y si no entendía?
En ese caso, desde una perspectiva más general, Eduardo no importaba. No existía.
De pie en el ascensor, Sean pensó en lo último que Peter Thiel le había dicho a Mark después de cerrar el acuerdo que llevaría a la empresa al siguiente nivel. Justo después de decirle a Mark que cuando consiguieran los tres millones de miembros en Facebook podría dar una vuelta con el Ferrari Spyder 360 de Thiel. Justo después de cumplimentar el papeleo que permitiría a Mark hacerse con esos quinientos mil dólares en dinero de siembra, para construir Facebook como quisiera, para hacerla tan grande como fuera capaz de soñar.
Thiel se había inclinado sobre la mesa y había mirado a Mark a los ojos.
—No lo mandes todo a la mierda.
Sean sonrió mientras seguía mirando los números brillantes sobre la puerta del ascensor.
Thiel no tenía por qué preocuparse. Sean conocía a su nuevo amigo. Mark Zuckerberg no iba a dejar que nadie mandara Facebook a la mierda. Iba a llevar adelante esta revolución, al precio que fuera.
Si Eduardo hubiera entornado los ojos y dado unas cuantas vueltas sobre sí mismo, tal vez se habría sentido trasladado otra vez a la desordenada habitación de Mark en la residencia Kirkland, como si volviera a ver a su amigo tecleando en el portátil. Incluso el mobiliario de la oficina central y siempre abierta de la nueva «sede Facebook» en Los Altos, California, parecía recién enviado desde Harvard: sillas de madera llenas de arañazos, futones, mesas gastadas y sofás que parecían una combinación de IKEA y el Ejército de Salvación. Al fondo, el porche estaba salpicado de disparos de
paintball
y había cajas de cartón por todas partes, hasta el punto de que parecía más un grupo de ocupas que una
start-up
en plena actividad. Por supuesto había ordenadores por todos lados: sobre las mesas, en el suelo, en las encimeras junto a cajas de cereales y bolsas de patatas. Pero incluso a pesar de todo ese equipo de oficina, la casa tenía algo de habitación de residencia universitaria, y ese era, naturalmente, el efecto que Mark y los demás habían buscado. Por más que ahora se trabajara allí a todas horas —en aquel preciso instante, Mark y Dustin estaban detrás de la pantalla del ordenador, mientras dos jóvenes trajeados, sin duda abogados del bufete contratado por la empresa para manejar entre otras cosas los contratos de la nueva sociedad, revolvían papeles junto a la puerta que llevaba a la cocina—, se resistían a que la empresa perdiera su aire universitario, porque siempre seguiría siendo en el fondo un experimento universitario que se había vuelto viral.
Pero a pesar del caos casi coreografiado, aquella casa de cinco dormitorios era aún más adecuada para Mark y el resto de la banda que la anterior casa suburbana de Palo Alto. Eso no quería decir que la mudanza hubiera sido idea de Mark: tras una serie de cartas de queja y de visitas del propietario, habían sido más o menos expulsados del subalquiler de La Jennifer Way, entre otras razones por arrojar mobiliario del patio a la piscina y causar desperfectos en la chimenea con la tirolina. Eduardo tenía la impresión de que no iban a recuperar en breve el dinero de la fianza.
Pero eso ya no era un problema, porque Facebook tenía su propia fuente de financiación: una inversión informal de Peter Thiel que servía para pagar la nueva casa, todo este equipo informático, más servidores de los que Eduardo había imaginado nunca que podían necesitar y los abogados, que habían saludado a Eduardo con sonrisas y apretones de mano cuando entró en la casa tras el largo vuelo y el trayecto en taxi que le habían traído desde Cambridge aquella mañana.
Eduardo había dormido casi todo el viaje. Sólo habían pasado ocho semanas de su nuevo curso académico —el último— y ya estaba exhausto. A pesar de que había reducido su carga de clases para poder continuar trabajando para Facebook, siempre había un montón de cosas que hacer en Harvard: desde la tesis de licenciatura en la que ya estaba trabajando hasta la Asociación de Inversión de la que seguía siendo parte, y por supuesto el Phoenix, que seguía manteniéndole ocupado los fines de semana, sobre todo desde que estaba soltero tras su ruptura con Kelly. Y ahora que había llegado la nueva temporada de cócteles, le tocaba el turno de ayudar a escoger la nueva cosecha de reyes del campus.
Y como colofón de todo eso, por supuesto, estaba Facebook.
Eduardo se reclinó en su silla, situada a un lado de la mesa redonda que ocupaba casi toda la parte central de la oficina principal de la casa, y observó a Mark trabajar en su portátil. El resplandor de la pantalla salpicaba sus pálidas mejillas y unas minúsculas secuencias de código se reflejaban en los globos azulados de sus ojos. Mark apenas le había saludado cuando llegó a la casa —apenas un movimiento de cabeza y un par de palabras—, pero eso no era extraño en él y Eduardo no le había dado mayor importancia. En realidad, las cosas habían ido bastante bien entre los dos las últimas ocho semanas, desde que había regresado a la universidad.
Las semanas difíciles del verano parecían casi olvidadas. Mark se había cabreado mucho con el asunto de la cuenta y contra los deseos de Eduardo había seguido manteniendo reuniones con inversores hasta culminar en el acuerdo de financiación con Thiel. Los dos habían discutido por teléfono unas cuantas veces —como haría cualquier pareja de amigos metidos en algo que se había vuelto más grande de lo que ninguno de ellos había esperado— pero habían llegado a una especie de entente sobre la base de que lo importante era la empresa, y ésta seguía adelante sin problemas. Eduardo probablemente se había pasado de la raya con lo de la cuenta, y Mark había sido algo distante y egoísta al tomar decisiones sin consultarle; pero Eduardo deseaba ser razonable y pasar página, por el bien de la empresa. Todo eso eran negocios, y ellos eran amigos. Ya encontrarían el modo de resolver los problemas.
Con este fin, Mark le había pedido que se quedara un poco al margen, para sacarse preocupaciones de la cabeza y también para que Eduardo pudiera concentrarse en la universidad. Le había convencido de que la empresa estaba creciendo demasíado para que una sola persona pudiera controlar todo el aspecto empresarial del asunto, de que sus demandas eran simplemente imposibles de cumplir. A la vista de cómo seguían creciendo —se acercaban a los 750.000 usuarios, e iban camino del millón— Mark y Dustin iban a sacar el tiempo de la universidad, tal vez un semestre, probablemente no más que eso, y también tenían previsto contratar a un ejecutivo de ventas para que supliera el trabajo que ellos mismos no pudieran hacer y para que llevara algunas de las cosas que Eduardo había estado gestionado desde Nueva York. También estaban añadiendo a toda prisa funciones a la página, algunas realmente increíbles. Habían creado algo llamado el «muro», un espacio donde la gente podía comunicarse en un formato muy abierto, que realmente no se había visto nunca en ninguna red social. Y ahora también había grupos a los que la gente se podía unir o bien crear otros nuevos, una idea que Eduardo había lanzado ya en sus primeras conversaciones sobre la página. El ritmo al que inventaban cosas nuevas era increíble, casi tanto como el crecimiento viral de la base de usuarios.
Al final, cuando se le pasó el arranque de furia del mes de julio, Eduardo había terminado por comprender que Mark haría las cosas a su manera; y ahora que el verano había terminado y Eduardo volvía a estar en la universidad, probablemente estaba mejor un poco al margen. Con el dinero de Thiel, Eduardo ya no estaba arriesgando su propio dinero, y realmente Thiel era un pozo sin fondo, de modo que no había peligro de que la empresa no pudiera responder a cualquier situación.
Por lo que respecta a Eduardo, estaba contento de haber vuelto a la universidad. Uno de los mejores momentos de su último curso tuvo lugar durante la primera semana, cuando sus amigos del Phoenix le dijeron que el presidente Summers había anunciado a los nuevos alumnos que había visitado los perfiles de todos en Facebook. Era una idea bastante increíble: que el presidente de Harvard usara su página para conocer a los nuevos alumnos. Sólo diez meses atrás, Mark y Eduardo habían sido dos colgados desconocidos, y ahora el presidente de Harvard estaba citando su creación.