Multimillonarios por accidente, El nacimiento de facebook. Una historia de sexo, dinero, talento y traición. (20 page)

BOOK: Multimillonarios por accidente, El nacimiento de facebook. Una historia de sexo, dinero, talento y traición.
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Una noche, hacía apenas unas semana, Cameron salía de una fiesta en una de las residencias del río y había visto a Mark al otro lado de la calle. Apenas dio un paso en su dirección —sólo para hablar—, Mark se dio la vuelta y salió corriendo.

Para Tyler, no había duda de que la situación no podía resolverse con una simple conversación. Las cosas se habían puesto demasiado feas para eso. La única opción parecía ser seguir adelante con lo suyo, lo mejor que pudieran.

Cuando Divya terminó su cuenta atrás, Tyler trató de alejar esos pensamientos negros de su cabeza para centrarse otra vez en su hermano y en su amigo. Este momento no tenía nada que ver con Mark Zuckerberg, o con thefacebook. Se trataba de ConnectU, y con suerte iba a abrir una nueva página en sus vidas.

—Ahí vamos —continuó Divya, subiendo la voz—. ¡Lanzamiento!

Su dedo cayó sobre la tecla, la pantalla parpadeó y ya estaba hecho. ConnectU estaba
online.
Estaba ahí fuera, y con un poco de suerte la gente le prestaría atención. Con suerte, los estudiantes se registrarían y la página comenzaría a crecer.

Tyler levantó su copa y Divya y Cameron brindaron con las suyas. Luego tomó un largo trago, sintiendo las burbujas en la garganta. A pesar del ambiente de celebración, no podía dejar de advertir que el sabor que tenía en la boca era muy amargo.

En el fondo, sabía que esa amargura no tenía nada que ver con el champán.

CAPÍTULO 21:
Casualidades

En esencia, era una simple cuestión de física. Una fuerza contra una fuerza igual de signo contrario. Un objeto en movimiento que tendía a seguir en movimiento, no importaba lo inusual, indeseado o directamente tocanarices de ese movimiento. Fuerza igual a masa por velocidad: simplemente no había forma de cambiar la física de la situación; con sus setenta kilos Sean Parker no podía detener la inmensa mesa de caoba que bajaba chirriando por las escaleras del porche delantero del pequeño y compacto bungalow, de manera que ni siquiera lo intentó.

En lugar de eso, se quedó plantado zarandeando la cabeza mientras la cosa caía de lado y aterrizaba con un feo golpe sordo sobre la hierba junto al camino de entrada. Esperó unos segundos, escuchando atentamente, pero no oyó ninguna queja procedente del interior de la casa. Eso era bueno. Obviamente, su novia no había oído el golpe, lo cual significaba que si podía meter el monstruoso mueble, ahora levemente dañado, en la parte trasera del BMW que tenía aparcado unos metros más allá en el camino de acceso a la casa, nunca llegaría a enterarse.

Sean puso una rodilla en el suelo y las manos bajo el pesado mueble de madera, e hizo un intento con todas sus fuerzas. Sus caros zapatos italianos se hundieron unos centímetros en la hierba y su cara se puso roja del esfuerzo. Sintió que sus pulmones comenzaban a cerrarse, de modo que tosió y abandonó rápidamente. Se preguntó por un momento si unas cuantas dosis de su inhalador podían hacer que la tarea fuera menos imposible. Probablemente no, decidió. Lo más probable era que tuviera que renunciar e ir a pedirle ayuda a su novia. Ciertamente no era la más viril de las opciones, pero en fin, había estado durmiendo en su habitación durante buena parte de su último semestre en Stanford, y ahora que se mudaba otra vez a casa tal vez sería bueno para los dos que compartieran un momento de vida doméstica, aunque ese momento consistiera en arrastrar una mesa de cincuenta quilos sobre una tranquila parcela de césped…

—¿Sean Parker?

La voz venía de la nada e interrumpió su silenciosa contemplación de todo lo relacionado con la mesa. Sean levantó la vista y vio que la voz venía de delante suyo, de la tranquila calle de Palo Alto donde vivía la familia de su novia. Se giró y entornó los ojos, pues el sol le daba directamente en la cara.

Cuando sus ojos se adaptaron a la luz, vio a cuatro jóvenes que avanzaban hacia él. Era extraño ver jóvenes en aquel vecindario; el lugar no era exactamente la parte más «hip» de la comunidad suburbana: una pequeña y arreglada conejera de casas etilo bungalow, con piscinas, céspedes bien cuidados y tal vez incluso alguna palmera. Sean habría dicho que la edad media de los residentes era unos treinta años mayor de lo que parecían aquellos chicos. Universitarios, supuso por su forma de vestir: camisetas, vaqueros y al menos un polar gris con capucha.

Sean no reconoció a ninguno de ellos al principio, pero cuando se acercaron se dio cuenta de que sí conocía a uno.

—Una extraña coincidencia —murmuró al darse cuenta de quién era.

Marck Zuckerberg parecía tan sorprendido como él, aunque era difícil interpretar la cara del chico. Mark le presentó rápidamente a sus compañeros de habitación y le explicó que acababan de mudarse a una casa de ese vecindario: de hecho señaló la casa, que estaba apenas a media manzana de la casa de la familia de su novia. Mark y sus compañeros se habían cruzado con Sean literalmente por casualidad, aunque Sean nunca había creído realmente en esa clase de casualidades. El destino, la fortuna, llámese como se quiera, pero toda su vida le había parecido a veces una secuencia de acontecimientos fortuitos.

Sean había hecho toda clase de esfuerzos para localizar a Mark Zuckerberg en Nueva York, y ahora el chico-genio le caía en los brazos ahí mismo, en California. Ciertamente ambos habían hecho un par de intentos de verse desde la cena en el 66: de hecho, sólo unas semanas atrás tenían previsto coincidir en Las Vegas para un evento
hi-tech,
aunque al final no había salido. Pero esto era mejor.
Mucho mejor.

Cuando Sean les explicó su situación —que estaba ayudando a su novia a mudarse a casa de sus padres ahora que el semestre había terminado, que iba a quedarse con ella unos días pero que después se quedaría temporalmente sin casa— vio que se encendía una luz en los ojos de Mark. Después de todo, Mark había ido hasta Silicon Valley porque le parecía el lugar indicado para construir una empresa de Internet. ¿Qué mejor que tener en la misma casa a un asesor que ya había lanzado dos de las empresas que más habían dado que hablar allí? Mark no hizo ninguna oferta formal, pero Sean se daba perfecta cuenta de que la opción estaría allí, si estuviera interesado… y podía asegurar que lo estaría.

Sean había querido meterse en thefacebook desde el momento en que había puesto los ojos sobre la página; y si todo iba bien, iba a vivir con el tipo que la había creado.

No se podía estar más metido.

* * *

El tío estaba volando por los aires como Peter Pan en alguna extraña producción para alumnos de instituto, con la única diferencia de que en lugar de ir atado a un arnés de seguridad y a un cable-guía, éste iba colgado de una tirolina improvisada entre la base de una chimenea en lo alto de la casa y un poste de teléfonos al otro lado de la piscina. El chico bajaba gritando, pero Sean se daba cuenta de que probablemente estaba más borracho que asustado; a pesar de todo, se las arregló para soltarse en el momento exacto y dar un giro en el aire para zambullirse en el centro de la piscina. El agua salpicó por todas partes, dejó empapada una barbacoa de jardín y llegó incluso hasta la terraza de madera que recorría la parte trasera de la casa de La Jennifer Way, la tranquila calle suburbana a pocos kilómetros de distancia del centro de Palo Alto.

Sean no podía estar más satisfecho con el escenario; la casa era fantástica, con un magnífico ambiente de sede de una fraternidad, a pesar de que Mark y sus amigos apenas acababan de mudarse. Habían comprado un cable por cien dólares en una ferretería cercana y la habían instalado ellos mismos, causando mínimos daños —por el momento— a la chimenea o al poste de teléfonos.

El interior de la casa no había necesitado demasiadas mejoras: estaba ya amueblado, y Mark y sus amigos habían traído pocas cosas con ellos. Tal vez una bolsa o dos por cabeza y algo de ropa de cama, eso era todo. Los padres de Mark habían enviado algo de material de esgrima, de modo que había floretes y cascos esparcidos por el lugar. También habían comprado unas pizarras blancas en un almacén local, que estaban ya llenas de códigos informáticos en variados colores brillantes. El suelo de la casa estaba cubierto de cajas de pizza vacías, latas de cerveza y restos de embalaje de una buena cantidad de material informático. La amplísima sala de estar parecía una combinación entre una habitación de residencia y un laboratorio de ingeniería, y las veinticuatro horas del día había alguien conectado a uno de los múltiples portátiles u ordenadores de mesa que había por el lugar, cuyos cables se enredaban por todas partes como las entrañas de una nave espacial accidentada. La banda sonora de la escena era una combinación de rock alternativo y clásico: mucho Green Day, observó Sean, lo que parecía una elección adecuada para un grupo de
hackers
con tendencias anarquistas.

Sean también estaba encantado de ver que el equipo que Mark había reunido era un perfecto batallón de ingenieros: todos ellos brillantes, incluidos Stephen Dawson-Haggerty y Erik Shilnick, los dos estudiantes de primer curso de informática que estaban allí en prácticas, ambos expertos en Linux y en programación de primer nivel. Sumados a Dustin y a Andrew McCollum, eran un perfecto equipo de cerebros al servicio de Mark. La ética de trabajo en la casa era espectacular: el grupo programaba día y noche, casi literalmente. Siempre que no estaban durmiendo, comiendo o lanzándose a la piscina desde la tirolina —Mark incluido, o mejor dicho, especialmente Mark— estaban frente al ordenador. Desde el mediodía hasta las cinco de la mañana estaban programando, sumando una universidad tras otra a thefacebook, resolviendo problemas, añadiendo aplicaciones y desarrollando Wirehog. Eran un equipo del máximo nivel, posiblemente el mejor material de base que Sean había visto nunca en una
s
tart-up.

La única persona que Sean
no
veía en la casa era a Eduardo Saverin. Eso le pareció extraño al principio, pues en Nueva York le habían presentado a Eduardo como el director comercial titular de thefacebook, y él había dejado muy claro —en múltiples ocasiones— que llevaría todos los aspectos empresariales de la página web. Pero desde el momento en que Sean entró en La Jennifer Way vio claramente que Eduardo no estaba en absoluto implicado en el día a día de thefacebook.

Según Mark, Eduardo se había ido a Nueva York a hacer algún tipo de prácticas en un banco de inversión. Eso activó todas las alarmas en la mente de Sean. Después de formar parte de dos grandes empresas —y de ser testigo de más éxitos que fracasos— sabía que lo más importante en una
start-up
era la energía y la ambición de los fundadores. Si pretendías hacer algo así —hacerlo de verdad, tener realmente éxito— tenías que vivir y respirar el proyecto. Todos los minutos de todos los días.

Mark Zuckerberg lo estaba viviendo. Tenía la determinación, la energía y la capacidad para hacerlo. Era obviamente un genio, pero más allá de eso poseía esa rara, casi única capacidad de focalización que hacía falta para llevar al éxito un proyecto así. Viéndole programar a las cuatro o a las cinco de la madrugada —todas las madrugadas— Sean no dudaba de que Mark tenía lo que hacía falta para protagonizar una de las mayores historias de éxito en el moderno y revitalizado Silicon Valley.

¿Pero dónde estaba Eduardo Saverin? O más exactamente: ¿formaba parte aún de la ecuación Eduardo Saverin?

Eduardo le había parecido un buen chico. Y por supuesto había estado allí desde el principio. Había puesto mil dólares, según Mark, para pagar los primeros servidores. Y seguía siendo su dinero, por el momento, el que financiaba la operación actual. Eso le daba cierto peso, sin duda, como a cualquier inversor en una
start-up.
¿Pero más allá de eso?

Eduardo se veía a sí mismo como un hombre de negocios: ¿pero qué quería decir eso exactamente? Silicon Valley no iba de negocios, era más bien una guerra permanente. Para sobrevivir allí tenías que hacer cosas que no se enseñaban en ninguna clase de administración de empresas. A ver, Sean no había ido jamás a la universidad, había lanzado Napster cuando estaba todavía en el instituto. Bill Gates tampoco se había graduado nunca en Harvard. Ninguna de las auténticas historias de éxito de Silicon Valley debía nada a las clases. Su éxito se debía a que habían ido allí, a veces sólo con una mochila en la espalda y un portátil en las manos.

Eduardo no estaba allí, y según todos los indicios no tenía interés en estar allí. De modo que Sean más o menos lo eliminó de sus planteamientos. Tenía a Mark y al equipo de Mark: tenía thefacebook. Con la ayuda que podía proporcionarles él, estaba convencido de que lograrían convertir esta empresa en el proyecto de mil millones de dólares que había estado buscando. El destino le había puesto en el lugar adecuado por tercera vez —estaba durmiendo en un colchón en un rincón vacío de la casa, con la mayoría de sus pertenencias aún almacenadas en algún lugar— e iba a hacer que esto funcionara.

En primer lugar, iba a ayudar a estos tipos a comprender lo que significaba formar parte de esta revolución. Pues tal como lo veía Sean Parker de eso iba todo en Silicon Valley: una revolución constante y permanente. Les iba a mostrar ese mundo como nadie más podía hacerlo.

Viendo aquella casa, a aquellos tipos con su equipo de esgrima y sus cajas de pizza, estaba claro que no les irían mal unas pequeñas lecciones sobre formas más refinadas de vivir la vida. Después de todo, estaban creando una red social de primer nivel. Deberían hacerse al menos una idea de lo que significaba ser realmente social. Sean sabía que era el tipo perfecto para enseñarles todo lo que se podía enseñar en ese terreno. Era una estrella en esta ciudad, pero no había razón para que Mark Zuckerberg no llegara a eclipsarle incluso a él. Thefacebook iba a ser un gran éxito, lo que significaba que Mark, a pesar de su torpeza social, a pesar de todas sus deficiencias, iba a convertirse en un mito en la ciudad. Fiestas, restaurantes de moda, chicas: Sean podía enseñarle el modo de conseguir todo eso.

En cuanto a Eduardo, bueno, era una lástima que el chico fuera a perderse la próxima fase de la empresa. Pero era algo que ocurría a cada momento en este juego. Eduardo había estado en el lugar adecuado en el momento adecuado… pero el lugar había cambiado, y el tiempo corría a la velocidad de la luz. Tal vez Eduardo luchara por seguir en el proyecto, pero ya había empezado a mostrar que no tenía lo que hace falta para eso.

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