Authors: Ben Mezrich
Sean le lanzó una mirada al chico de veinte años que tenía a su lado. Si Mark estaba nervioso, no lo demostraba. O más exactamente, no parecía más incómodo o ansioso que de costumbre: su rostro era una máscara de indiferencia, los ojos estaban fijos en esos mismos números ascendentes sobre las puertas del ascensor.
Desde que se encontraron por casualidad en aquella calle de Palo Alto, Sean había llegado a conocer bastante bien al excéntrico chico y comenzaba a sentir genuina simpatía por él. Ciertamente, Mark era un tipo extraño: decir que era torpe en el plano social se quedaba muy lejos de describir el afectado distanciamiento típico de él. Pero a pesar incluso de las paredes que el chico había levantado a su alrededor, Sean se daba cuenta de que no se había equivocado mucho en su primer juicio del niño-genio. Mark era brillante, ambicioso y tenía un cáustico sentido del humor. En general era una persona tranquila. Sean le había llevado a muchas fiestas pero Mark no se había encontrado cómodo en ninguna de ellas: estaba mucho más feliz frente a su ordenador, a veces hasta veinte horas seguidas. Seguía manteniendo esa novia de la universidad, a la que veía una vez por semana más o menos, y cuando se cansaba del ordenador le gustaba dar largos paseos en coche; pero por lo demás era una máquina de programar. Vivía, respiraba y se alimentaba de la empresa que había creado.
Sean no podía haber pedido más de un emprendedor; en realidad, a veces tenía que recordarse a sí mismo que el chico apenas tenía veinte años. Su estilo de vida era aún un poco inmaduro, pero su focalización en sus objetivos era asombrosa, y Sean estaba seguro de que estaba dispuesto a asumir cualquier sacrificio para que esta página web siguiera creciendo; por eso Sean estaba tan seguro de que el paso que estaban a punto de dar era el correcto. Que la reunión a la que iban sería el catalizador que les propulsaría hacia esos mil millones de dólares que se le habían escapado en sus dos exitosas
start-ups
y en media década de navegación por las procelosas aguas del renovado Silicon Valley.
Extrañamente, Sean debía agradecerle a Eduardo Saverin que las cosas fueran tan deprisa: si no hubiera sido por las acciones de Eduardo en el último par de semanas, a Sean le hubiera costado todo el verano llevar a Mark hasta este punto. Pero Eduardo se había encargado de dar el empujón necesario para que Mark diera un gran paso adelante, y de la forma más extraña e inesperada.
Primero, estaba esa carta idiota. A Sean le parecía realmente digna de un secuestrador: casi podría haberla escrito con letras recortadas de periódicos y revistas. Amenazas, zalamerías, exigencias: era obvio que el chico tenía serios problemas de autocontrol. La idea misma de llevar la vertiente empresarial de una empresa de Internet desde Nueva York mientras el resto de tus socios estaban construyendo la página en California era la cumbre del absurdo. Y luego, blandir su 30 por ciento frente a Mark como si fuera alguna clase de arma. Eduardo estaba mal de la cabeza.
A pesar de lo cual Mark había tratado de ser razonable con su amigo, y Sean había estado todo el tiempo a su lado, tratando de suavizar las cosas. No había necesidad de ver en esa carta más de lo que había: un grito desesperado e infantil para estar más implicado en lo que ocurría en la empresa, algo que Mark sin duda podría haber aceptado.
Pero antes de que pudieran encontrar un modo de arreglar las cosas, Eduardo había cruzado la línea: había congelado la cuenta de la empresa, lo que equivalía a cortar el hilo umbilical del que dependían Mark y Dustin. Con ese gesto, había clavado un puñal en el corazón mismo de la empresa. Se diera cuenta o no, sus acciones podían haber destruido fácilmente todo lo que Mark había trabajado tanto para construir, pues sin dinero la empresa no podía seguir adelante. Si los servidores dejaban de funcionar aunque sólo fuera un día, el daño causado a la reputación de thefacebook podía ser irrevocable. Los usuarios eran inconstantes: Friendster lo había demostrado una y otra vez. Si la gente decidía irse de la página la cosa podía terminar enseguida en un desastre. Incluso un éxodo a pequeña escala reverberaría por toda la base de usuarios, pues todos estaban interconectados entre ellos. Los universitarios estaban
online
porque sus amigos estaban
online;
si cae una pieza del dominó, caen muchas más.
Tal vez Eduardo no comprendiera realmente en el momento lo que estaba haciendo; tal vez actuara movido por la furia, la frustración, Dios sabe qué. Pero hablando en plata, su infantil maniobra hacía muy difícil que Eduardo siguiera siendo una pieza importante en el futuro de la empresa, tal como lo veía Sean. Pues desde su punto de vista había sido realmente un acto digno de un niño, no del hombre de negocios que Eduardo pretendía ser. Era como el niño que les grita a sus amigos en el parque: «¡Si no jugáis como quiero yo, me llevo mis juguetes a casa!». Bueno, Eduardo se había llevado sus juguetes, y ahora Mark había tomado una decisión que iba a cambiar thefacebook de un modo que Eduardo no podía ni imaginar.
En primer lugar, aconsejado por Sean, Mark había refundado la empresa con el nombre de Delaware LLC para protegerla de los caprichos de Saverin, y también para comenzar la reestructuración que Sean sabía que haría falta para conseguir el dinero que la empresa necesitaba para salir adelante. Al mismo tiempo, Mark había reunido todos los recursos que había podido y puesto dinero de su bolsillo para mantener la empresa viva hasta que pudieran resolver las cosas. Con el dinero de sus ahorros para la universidad, un dinero destinado en principio a pagar su matrícula, Mark había conseguido lo suficiente para mantener los servidores en funcionamiento por el momento; pero los problemas financieros de la empresa eran cada vez más acuciantes y Mark ya no podía seguir ignorándolo.
Por otro lado, el problema ya no era sólo la necesidad de pagar los servidores o de contratar a más empleados. A todo eso había que añadir que sólo unos días antes habían recibido una carta de un bufete de abogados contratado por los fundadores de ConnectU, es decir, los gemelos Winklevoss, unos alumnos de la universidad con beca deportiva que habían contratado a Mark para trabajar en algún tipo de página de citas. Tal como lo veía Sean, la carta era el primer paso hacia una demanda, una especie de disparo de advertencia ante la proa de thefacebook.
Antes incluso de recibir la carta del bufete, Sean había hablado largamente con Mark acerca del problema de ConnectU y también había investigado un poco por su cuenta. En su opinión, los gemelos Winklevoss eran un incordio pero no un verdadero peligro para el futuro de la empresa. Una preocupación menor, como máximo; desde su punto de vista, sus reclamaciones eran exageradas y carecían de base. ¿De modo que Mark había trabajado un tiempo en su página de citas antes de encontrar la idea para thefacebook? ¿Y qué? Ahí fuera había al menos cien redes sociales: todos los estudiantes de informática estaban trabajando en algún programa similar a thefacebook desde su dormitorio, pero eso no significaba que los pudieran demandar a todos. Y todas esas redes sociales eran bastante parecidas en esencia. El argumento de Mark —que había un número infinito de diseños posibles para una silla, pero que eso no significaba que cualquiera que hiciera una silla le estuviera robando la idea a otro— le parecía a Sean perfectamente válido. Si acaso, todos le estaban tomando prestada la idea a Friendster, en último término; los gemelos de ConnectU no habían inventado la rueda, eso seguro. Mark no había hecho nada deshonesto, nada al menos que todos los demás emprendedores de Silicon Valley no hubieran hecho diez veces antes que él.
Pero aún así, si los gemelos insistían —y la carta legal parecía indicar que así sería— la defensa iba a costar a Mark más de dos mil dólares. Lo cual significaba que necesitaban más dinero, y rápido. Y como la venta de la empresa no era una opción —no para Sean o para Mark, por lo menos— necesitaban una inversión para seguir a flote hasta que pudieran conseguir una valoración que volviera insignificantes todos esos problemas. A Sean le hubiera encantado tener ese dinero, pero tal como habían ido las cosas en Napster y en Plaxo, no tenía ni de lejos el dinero que le haría falta a Mark para mantener thefacebook a flote.
En lugar de eso, Sean hizo lo que mejor sabía hacer: buscó un contacto, uno que estaba seguro de que sería la clave para que ocurriera lo que debía ocurrir, para que thefacebook se convirtiera en lo que sabía que podía convertirse.
Mientras observaba la rápida marcha ascendente del ascensor que les acercaba cada vez más hacia su meta, Sean estaba seguro de haber hecho de nuevo exactamente lo que debía hacer. Sólo hacía falta que Mark se luciera en la reunión, y tendrían el camino despejado.
Sean lanzó otra mirada lateral al niño prodigio, y de nuevo no hubo ninguna reacción. Se recordó a sí mismo que el silencio de Mark no significaba nada. El chico sabría estar a la altura llegado el momento. Todo lo que Sean necesitaba de él eran quince minutos.
—¿Sabías que fue aquí donde rodaron
El coloso en llamas?
—dijo Sean, tratando de mantener el buen humor en el ascensor. Creyó ver la sombra de una sonrisa en los labios de Mark.
—Es reconfortante —respondió Mark robóticamente. Sean estaba bastante seguro de que lo decía irónicamente y se permitió la sonrisa que había estado reprimiendo hasta entonces.
Realmente era el lugar ideal para la reunión, y no por la película sino porque era uno de los edificios más impresionantes de la ciudad. Antigua sede del Bank of America, la mole de California Street 555 era una maravilla arquitectónica, una inmensa torre de granito pulido con miles de ventanas a la bahía, que podía verse desde kilómetros de distancia, una aguja de 230 metros que se elevaba desde el epicentro del distrito financiero de la ciudad.
Por si fuera poco, el hombre con el que iban a reunirse era casi tan impresionante como el edificio, tanto en reputación como en logros personales.
—Peter va a estar encantado contigo —respondió Sean—. Quince minutos, entrar y salir, no será más que eso.
En el fondo, estaba seguro de acertar. Peter Thiel —fundador de una empresa tan increíblemente exitosa como PayPal, director del multimillonario fondo de capital de riesgo Clarium Capital, antiguo maestro de ajedrez y uno de los hombres más ricos del país— era un hombre que hablaba a toda prisa, un poco intimidante incluso, un auténtico genio. Pero era exactamente la clase de inversor informal que tenía las agallas y la visión de futuro necesarias para comprender lo importante —y lo revolucionario— que podía llegar a ser thefacebook. Igual que Sean Parker y Mark Zuckerberg, Thiel era más que un simple emprendedor: se veía a sí mismo como un revolucionario.
Antiguo abogado educado en Stanford, Thiel era conocido por sus ideas libertarias; en la escuela de derecho había fundado la
Stanford Review,
y era un devoto creyente en el valor del libre intercambio de información que thefacebook promovía en sus redes sociales. A pesar de su secretismo y de su carácter increíblemente competitivo, Thiel siempre estaba al acecho de la siguiente gran revolución, y Sean sabía que compartía su interés por las redes sociales.
Sean no había trabajado nunca directamente con Thiel, pero había contribuido a que éste invirtiera en minoría en Friendster y siempre había tenido muy presente al antiguo CEO de PayPal, por si se presentaba la oportunidad.
La oportunidad se había presentado y todavía seguía ascendiendo, piso por piso, hacia la oficina de cristal y cromo donde Thiel —acompañado por Reid Hoffman, su colega de PayPal y también CEO y cofundador de LinkedIn, así como por Matt Kohler, un brillante ingeniero y una estrella en ciernes de Silicon Valley— esperaban para escuchar la presentación de aquel chico raro que últimamente había armado tanto jaleo en el mundo de Internet.
Si a Thiel le gustaba lo que oía… bueno, Sean sólo encontraba un modo de decirlo: la revolución de thefacebook podría comenzar en serio.
* * *
Quinientos mil dólares.
Tres horas después, la cifra aún resonaba en el cerebro de Sean mientras bajaba casi en silencio al lado de Mark en el ascensor, observando los mismos números brillantes en cuenta inversa siguiendo su acelerado descenso hasta el vestíbulo del inmenso edificio de granito en el 555 de California.
Quinientos mil dólares.
Por supuesto, tampoco era una cifra tan elevada dentro del esquema general de las cosas. No era una cantidad de dinero que te cambiase la vida, ni que te permitiera construir un imperio o mandar a todo el mundo a la mierda, ni siquiera era la cantidad de dinero que Mark había rechazado ya en una ocasión, cuando estaba en el instituto y había creado esa extensión del reproductor MP3… simplemente porque el dinero le daba igual, ya fueran los mil dólares prestados por un amigo para lanzar una empresa o el millón de dólares que le dejaba caer otra empresa aún más grande. Por lo que Sean podía decir, a Mark el dinero le seguía trayendo sin cuidado; pero no podía ignorar las sensaciones que acompañaban a esos quinientos mil dólares, la promesa de un futuro para la empresa que había hecho nacer en esa habitación de su residencia en Harvard.
Peter Thiel había sido exactamente como Sean le había dicho. Temible y brillante como el diablo y muy dispuesto a entrar en el asunto. Tanto era así que había convertido una reunión de quince minutos en un almuerzo y una tarde dedicados a repasar los detalles… del trato que garantizaría la supervivencia de thefacebook, de una vez por todas. En cierto momento les habían mandado a dar un paseo por la ciudad mientras Thiel, Hoffman y Kohler discutían lo que habían hablado. Pero al caer la tarde, Thiel les había dado la gran noticia: thefacebook saldría adelante.
O mejor dicho sólo «Facebook», pues ese iba a ser el nombre de la empresa a partir de ahora. Había sido idea de Sean, tan irritado por ese maldito «the» del nombre de la página que había conseguido que Mark lo eliminara en el curso de la reorganización que ahora se convertía en inevitable, un paso necesario para conseguir esa inversión «informal» de quinientos mil dólares que les salvaría el cuello a todos.
Dinero de siembra, lo había llamado Thiel. Lo suficiente para salir adelante los próximos meses, y al mismo tiempo la promesa de más dinero llegado el momento, cuando surgiera la necesidad. A cambio, Thiel obtendría el 7 por ciento de la empresa recién formada, así como un asiento en el consejo de dirección de cinco personas que dirigiría la empresa a partir de entonces. Mark seguiría controlando la mayoría de los asientos, y por lo tanto la empresa en sí. También había conservado la mayor parte de las participaciones de la empresa a pesar de la recomposición. Pero Thiel pasaría a ocupar un lugar al lado de Sean y Mark como una fuerza directora e impulsora. Las cosas no podían ir mejor.