Authors: Ben Mezrich
Los rituales se habían iniciado con una regata al viejo estilo: los iniciados habían sido divididos en dos grupos y alineados frente a la mesa de billar, y al primero de cada grupo se le había entregado una botella de Jack Daniels. Uno de los miembros del club tocó un silbato, y la carrera comenzó. Cada iniciado tenía instrucciones de beber tanto como pudiera, y luego pasarle la botella al siguiente.
Por desgracia, el equipo de Eduardo había ganado la carrera… y como castigo habían tenido que repetir la maldita proeza con una botella aún más grande de vodka.
Después de eso, los recuerdos de Eduardo se volvían algo borrosos, pero sí recordaba que le habían llevado hasta el río, aún vestido con su esmoquin, y que se había cagado de frío allí fuera con aquella chaqueta tan fina, mientras el viento de diciembre azotaba su carísima camisa blanca. Luego recordaba que los miembros del club les habían dicho a él y a los demás iniciados que iban a hacer otra carrera, pero que esta vez sería de natación. Debían cruzar el Charles y volver.
Eduardo casi se desmayó al oírlo. El Charles era célebre por su contaminación y lo que era peor, estaban a mediados de diciembre y el río comenzaba a helarse en algunos puntos. La idea de cruzarlo a nado era aterradora, y no digamos ya hacerlo borracho…
Sin embargo, Eduardo no tenía elección. El Phoenix significaba demasiado para él como para echarse atrás entonces, de modo que comenzó a quitarse los zapatos y los calcetines, igual que los demás iniciados. Luego se alineó junto a los demás en la orilla, se inclinó hacia adelante…
Y gracias a Dios en aquel momento habían salido de la oscuridad todos los miembros del club, entre risas y palmas. No habría ningún baño aquella noche, sólo más bebida, más rituales y más felicitaciones. En unas pocas horas, la iniciación había terminado y Eduardo se había convertido en miembro oficial del Phoenix.
Ahora era libre de deambular por las salas y las habitaciones privadas de los pisos superiores del club, libre para espiar todos los rincones de la mansión en la que se desarrollaría una parte tan importante de su vida social en lo sucesivo. Para su sorpresa, la noche anterior había descubierto que había incluso dormitorios en el piso de arriba, a pesar de que nadie vivía allí. Eduardo podía imaginarse para qué eran los dormitorios, y la idea había llevado a un sinfín de brindis con sus compañeros de club… los cuales le habían llevado a su desastroso estado actual.
Se encontraba tan mal, de hecho, que ya estaba a medio camino de la puerta cuando finalmente vio a Mark abriéndose paso por el atestado bar, la capucha sobre la cabeza, con un brillo extraño y resuelto en los ojos. Eduardo decidió al momento que podía luchar contra el dolor unos minutos más al menos; raramente había visto esa mirada en los ojos de Mark, y sólo podía significar que algo «interesante» estaba a punto de ocurrir. Algo que por lo menos explicaría por qué le había dado cita en un restaurante italiano en lugar del comedor donde habitualmente almorzaban.
Mark se deslizó dentro del compartimento frente a Eduardo, mientras éste recuperaba su posición detrás de su agua helada y su menú. Pero a juzgar por la actitud de Mark, no parecía que fueran a pedir nada inmediatamente. Mark parecía fuera de sí de exaltación.
—Creo que se me ha ocurrido una idea —comenzó, y luego se lanzó a contarla inmediatamente.
A lo largo del mes anterior —desde justo después del incidente de Facemash— Mark había estado desarrollando una idea. En realidad había nacido del propio Facemash —no de la página web en sí, sino del gran interés que había despertado y que Mark había podido comprobar de primera mano. No era sólo que Mark hubiera colgado fotos de tías buenas en Internet —había millones de lugares donde se podían ver fotografías de tías buenas— sino que Facemash había ofrecido fotografías de chicas que los chicos de Harvard conocían, a veces incluso personalmente. El hecho de que tantas personas hubieran accedido a la página y votado demostraba que había un auténtico interés por saber cosas de sus compañeros de clase en un contexto informal a través de Internet.
Y bien, se preguntaba Mark, si la gente quería ir a Internet y enterarse de cosas de sus amigos, ¿por qué no montar una página web que ofreciera exactamente eso? Una comunidad
online
de amigos —con fotografías, perfiles, lo que fuera— en la que pudieras entrar con un clic, visitar a los otros, fisgonear un poco. Una especie de red social pero con un formato más exclusivo, en el sentido de que tuvieras que conocer a las personas para entrar en ella. Algo parecido a lo que ocurría en el mundo real —en los círculos sociales reales— pero en Internet, controlado por las propias personas que formaban parte de los círculos sociales.
A diferencia de Facemash, quería crear una página web donde cada uno pudiera colgar sus fotografías, y no sólo fotografías, también sus perfiles: dónde habían crecido, qué edad tenían, cuáles eran sus intereses. Tal vez las clases a las que asistían. Qué era lo que buscaban por Internet: amistad, amor, lo que fuera. Y luego quería darles la posibilidad de invitar a sus amigos a entrar en la página. Ficharlos en cierto sentido, invitarlos a su círculo social por Internet.
—Estoy pensando en no complicar las cosas y llamarlo The Facebook —dijo Mark, y mientras lo hacía su ojos ardían literalmente.
Eduardo parpadeó, sin acordarse de repente de la resaca. Desde el primer momento le pareció una idea fantástica. Tenía pinta de poder convertirse en algo grande, aunque algunos de sus aspectos ciertamente sonaban familiares. Había una página web llamada Friendster que era parecida, pero era bastante cutre y nadie la usaba, al menos no en Harvard. Y dentro del campus un tío llamado Aaron Greenspan se había metido en líos hacía unos meses por montar un bbs donde se podía compartir información, pero donde los alumnos debían usar sus e-mails y sus Ids de Harvard como contraseñas. Más tarde ese Greenspan había tratado de desarrollar algo llamado houscSYSTEM que tenía algunos elementos sociales.
Grossman había añadido incluso un
facebook
universal de la residencia en su página; Mark ciertamente la había visitado, pero apenas nadie le había prestado atención, que Eduardo supiera.
Friendster no era exclusivo en el sentido de lo que explicaba Mark.
Y la página de Grossman no estaba demasiado lograda, y no se basaba en las fotografías y en los perfiles. La idea de Mark era realmente distinta. Se trataba de trasladar tu red social real a la web.
—¿No está trabajando la universidad en una especie de
facebook online?
Eduardo también recordaba haber leído en el artículo del
Crimson
sobre Facemash que la universidad tenía planes de crear alguna especie de página universal de fotografías de alumnos; otras universidades ya disponían de un archivo
online
de fotografías y demás.
—Sí, pero lo que hacen no es interactivo ni nada. No es lo que yo digo. Y The Facebook es un nombre bastante genérico. No creo que importe demasiado que se use en otros lugares.
Interactiva, una red social interactiva. Sonaba bastante interesante. También sonaba a un montón de trabajo, pero Eduardo no era ningún experto en informática. Ese era el terreno de Mark. Si a Mark le parecía que podía construir una página como ésa… bueno, es que podía.
Y parecía que Mark había pensado mucho en ello: la idea estaba ya muy avanzada, al menos en su cabeza. Eduardo se daba cuenta de que no era sólo Facemash: también incorporaba cosas que Mark había hecho con Course Match, donde los alumnos podían ver las clases que habían tomado otros. Friendster, por supuesto, también debía haberle servido; ciertamente Mark había visitado la página, pero ¿no lo habían hecho todos?
Mark debió coger todo eso y combinarlo en su cabeza, y luego fue un paso más lejos. Eduardo se preguntaba dónde debió venirle la inspiración: ¿durante las vacaciones, en su casa de Dobbs Ferry? ¿Sentado en su habitación, mirando la pantalla de su ordenador? ¿En clase?
El único contexto donde Eduardo estaba seguro de que Mark no había tenido el golpe de inspiración era hablando con los gemelos Winklevoss. Mark le había descrito la reunión con todo detalle, así como la página que los Winklevoss creían que Mark les estaba construyendo. Tal como Mark la había descrito, era poco más que una página de citas, un lugar para buscar sexo. Una especie de Match.com de alto standing.
Hasta donde sabía Eduardo, Mark no había hecho nada para los gemelos. Había estudiado su página, lo había estado pensando y había decidido que no merecía que le dedicara su tiempo. Incluso se había burlado de ella, diciendo que incluso sus amigos más cutres tenían mejores ideas para hacer una página web interesante que Divya y los Winklevoss. En todo caso, estaba demasiado ocupado con sus clases como para dedicar tiempo a jugar en una página de citas sólo para impresionar a un par de tipos del Porc. Eduardo estaba bastante seguro de que Mark había seguido conversando con ellos vía e-mail e incluso por teléfono, Dios sabe por qué. Probablemente, porque ellos eran quienes eran y Mark era quien era.
Eduardo estaba convencido de que los gemelos Winklevoss no habían comprendido en absoluto a su amigo. Seguramente habían visto en Mark a un colgado ansioso por saltar sobre la oportunidad de «rehabilitar» su imagen construyendo su página web por ellos. Pero Mark no quería rehabilitar nada. Con Facemash se había metido en problemas, pero también le había mostrado al mundo exactamente lo que quería mostrar: que era más inteligente que nadie. Primero había derrotado a los ordenadores de Harvard y luego había derrotado a la junta administrativa.
Sin duda, Mark se veía a años luz de los gemelos Winklevoss. ¿Quiénes eran ellos para aprovecharse de sus habilidades? Sólo un par de deportistas que creían estar en la cima del mundo. Tal vez estuvieran en la cima del mundo social, pero en la tierra de las páginas web y de los ordenadores, el rey era Mark.
—Pienso que suena genial —dijo Eduardo. El restaurante se había convertido en un decorado de fondo y todo lo que veía era la pasión de Mark por su nuevo proyecto. Eduardo quería participar. Obviamente, Mark también lo quería. Si no fuera así, se hubiera dirigido a sus compañeros de habitación. Uno de ellos, Dustin Moskovitz, era un genio de la informática, tal vez tan bueno programando como Mark. ¿Por qué no se había dirigido primero a él? Tenía que haber un motivo.
—Es fantástico. Pero necesitaremos un poco de dinero para empezar, para alquilar los servidores y ponerlo en Internet.
Ahí estaba. Mark necesitaba dinero para poner en marcha su página. La familia de Eduardo era rica, y además el propio Eduardo tenía dinero, los trescientos mil dólares que había ganado en futuros de petróleo. Los beneficios de su obsesión por la meteorología y los algoritmos que le habían permitido predecir las pautas de los huracanes. Eduardo tenía dinero, Mark necesitaba dinero: tal vez fuera tan sencillo como eso. Pero Eduardo quería creer que había más que eso.
Mark estaba hablando de una red social. Mark no tenía habilidades sociales, ni tampoco vida social. Eduardo acababa de convertirse en miembro del Phoenix. Estaba comenzando a valerse por sí mismo, a conocer chicas. Tarde o temprano, era probable que se acostara con alguna. ¿A qué otro de sus amigos podría haberse dirigido Mark? Eduardo era ciertamente el más social del grupo.
—De acuerdo —dijo Eduardo, estrechando la mano de Mark por encima de la mesa. Él podía aportar dinero y consejo. Podía ayudar a guiar el proyecto de un modo que Mark probablemente no podía. Mark no era un chico con mentalidad empresarial. ¡Joder, si había rechazado una cifra de siete dígitos en el instituto!
—¿Cuánto crees que vas a necesitar? —preguntó Eduardo.
—Creo que mil dólares para empezar. La cuestión es que ahora mismo no tengo mil dólares, pero si pones lo que puedas ahora creo que podremos ponerlo en marcha.
Eduardo asintió. Sabía que Mark no era rico; pero Eduardo podía tener mil dólares en la mano en menos de veinte minutos. Sólo tenía que hacer una rápida excursión al banco más cercano.
—Dividiremos la empresa al setenta-treinta —ofreció de repente Mark—; setenta por ciento para mí, treinta por ciento para ti. Puedes ser el CFO de la empresa si quieres.
Eduardo asintió otra vez. Sonaba justo. Después de todo era idea de Mark. Eduardo la financiaría y tomaría las decisiones empresariales. Tal vez nunca llegaran a hacer dinero con el asunto, pero Eduardo tenía la sensación de que era una idea demasiado buena como para quedar en nada.
El campus estaba lleno de chicos tratando de montar páginas. No sólo los Winklevoss y ese Greenspan. Eduardo conocía personalmente a una decena de estudiantes que estaban tratando de poner en marcha negocios
online
desde sus habitaciones. Muchos de ellos tenían aspectos sociales como la página de los Winklevoss, pero no había oído de ninguno que tuviera una idea tan estupenda como la de Mark. Simple,
sexy
y exclusiva.
The Facebook tenía todos los elementos de una página web de éxito. Una idea sencilla, una función
sexy
y una sensación exclusiva. Como un Club Final, pero por Internet. Era el Phoenix, pero podías unirte a él desde la privacidad de tu habitación. Y esta vez, Mark Zuckerberg no iba a ser simplemente fichado. Iba a ser el presidente.
—Esto va a ser realmente interesante —dijo Eduardo con una sonrisa.
Mark le devolvió la sonrisa.
La puerta era enorme, toda pintada de negro; estaba justo al otro lado de la Avenida Massachussets, saliendo de la universidad por una arcada de piedra aún más grande y ominosa, con sus barrotes de hierro, su mampostería ornamental y una gran cabeza de oso en la cúspide del arco. Era imposible que un estudiante de primero que pasara bajo esa arcada y mirara al otro lado de la calle hacia esa puerta no sintiera un poco de curiosidad, cuando no abierta paranoia. Tal vez el edificio en sí —una fachada de ladrillos rojizos que se elevaba cuatro pisos por encima de una austera tienda de ropa— resultara algo cutre; pero el 1324 de la Avenida Massachusetts era una leyenda y un mito en Harvard, una dirección que se entrelazaba con la historia secreta de la propia universidad.
En aquel momento, Tyler Winklevoss, su hermano Cameron y su amigo Divya estaban sentados en un sofá de cuero verde en forma de L al otro lado de esa puerta negra, en un salón pequeño y rectangular conocido como Bicycle Room. Si Tyler y Cameron hubieran estado solos habrían subido a un piso superior; pero la escalera de madera cubierta de moqueta verde que ascendía por el centenario edificio le estaba vetada a Divya. Nunca había sido invitado a subir por esas escaleras estrechas y sinuosas, y nunca lo sería.