Multimillonarios por accidente, El nacimiento de facebook. Una historia de sexo, dinero, talento y traición. (13 page)

BOOK: Multimillonarios por accidente, El nacimiento de facebook. Una historia de sexo, dinero, talento y traición.
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Su padre respondió finalmente al tercer timbre. Era la persona que Tyler más respetaba en el mundo. Su padre, un millonario que se había hecho a sí mismo, era dueño de una de las consultorías de mayor éxito de Wall Street. Si alguien podía saber cómo resolver esta difícil situación, era él.

Tyler habló a toda prisa, explicándole exactamente lo que había ocurrido. Su padre estaba al corriente de lo de Harvard Connection; después de todo, llevaban desde diciembre de 2002 trabajando en la página. Tyler le pintó el cuadro de su relación con Zuckerberg, y luego le dijo lo que habían leído en el
Crimson,
además de lo que él, Cameron y Divya habían podido ver por ellos mismos entrando en thefacebook.com.

—Algunas cosas se parecen mucho, papá.

La clave para Tyler, lo que marcaba la diferencia entre lo que había hecho Mark y otras redes sociales
online
como Friendster, era su carácter exclusivo. Para entrar en la página de Mark necesitabas un e-mail de Harvard, y eso también había sido idea de ellos: lanzar una página social limitada a Harvard. La idea misma de exigir que todos los que se registraran tuvieran una dirección .edu era totalmente innovadora y potencialmente muy importante para el éxito social de la página. Era una especie de filtro que mantenía la exclusividad y la seguridad del invento. Puede que muchos de los aspectos que Mark había introducido en thefacebook fueran distintos: pero a Tyler el concepto general le parecía muy similar.

Mark se había reunido con ellos tres veces. Habían intercambiado cincuenta y dos e-mails, todos ellos aún en los ordenadores de Cameron, Tyler y Divya. Mark había examinado su programa, y podían demostrarlo. Había visto lo que Victor había hecho, y había hablado largo y tendido con ellos sobre lo que pensaban hacer.

—No es una cuestión de dinero —dijo Tyler como conclusión—. ¿Quién sabe si alguna de nuestras páginas va a hacer algún dinero? Pero esto no está bien. No es justo.

No era así como se suponía que debían ir las cosas. Tyler y Cameron habían crecido creyendo que el orden importaba. Las reglas importaban. Si trabajabas duro, conseguías lo que te merecías. Tal vez en el mundo de
hackers
de Mark —según su lógica de friki de la informática— las cosas fueran distintas. Hacías lo que te daba la gana, montabas páginas gamberras como Facemash, pirateabas los ordenadores de Harvard, te hacías el gallito ante la autoridad y te reías de la gente en las páginas del
Crimson.
Pero eso simplemente no era aceptable.

Harvard no era así. En Harvard imperaba el orden. ¿O no?

—Voy a poneros en contacto con el abogado de la empresa —dijo el padre de Tyler.

Tyler asintió, trató de contener su respiración, de calmar su ritmo cardíaco. Un abogado, eso era exactamente lo que necesitaban. Tenían que examinar sus opciones con un profesional, ver qué se podía hacer.

Tal vez no fuera demasiado tarde. Tal vez todavía se podía hacer justicia.

CAPÍTULO 15:
El ídolo americano

Visto desde arriba era un hombre pequeño y encorvado sobre el atril, con la boca un poco demasiado cerca del micrófono y los hombros marcados en las esquinas de su informe jersey beige. Su corte de pelo estilo casco le llegaba casi hasta los ojos, y sus gafas demasiado grandes le cubrían la mayor parte de la cara, ocultando cualquier indicio de expresión o emoción; la voz que reverberaba por los altavoces resultaba un poco demasiado aguda y nasal, y a veces degeneraba en un zumbido monótono, una única nota de laringe tocada una y otra vez hasta que las palabras se fundían unas con otras.

No era un gran orador. Y sin embargo sólo su presencia, el mero hecho de que estuviera ahí en la sala de conferencias de Lowell con sus pálidas manos aleteando sobre el atril, su cuello de pavo subiendo y bajando mientras lanzaba perlas de monótona sabiduría a la sala atestada de público… resultaba tremendamente inspirador. La audiencia —integrada mayoritariamente por frikis del departamento de informática y un par de estudiantes de economía con espíritu emprendedor— estaba pendiente de cada una de sus nasales palabras. Para los acólitos reunidos, aquello era el cielo, y el extraño hombre con el pelo estilo casco que estaba sobre el estrado era dios.

Eduardo estaba sentado al lado de Mark en la última fila de la platea, observando como Bill Gates hipnotizaba a la audiencia. A pesar de sus amaneramientos extraños, casi autistas, Gates consiguió soltar unas cuantas bromas —una acerca de por qué dejó la escuela («tenía la terrible costumbre de no ir a clase») y unas cuantas perlas de sabiduría (que el futuro era la IA, que el próximo Bill Gates estaba allí, posiblemente en aquella misma habitación). Pero Eduardo se dio cuenta de que Mark escuchaba con especial atención cuando Gates respondía a una pregunta del público acerca de su decisión de dejar la universidad y montar su propia empresa. Tras unos cuantos rodeos, Gates respondió que lo bueno de Harvard es que siempre podías volver y terminar tus estudios. La sonrisa de Mark cuando Gates dijo eso puso un poco nervioso a Eduardo, sobre todo teniendo en cuenta lo mucho que había estado trabajando Mark simplemente para responder a las demandas de la naciente página web. Eduardo nunca dejaría la universidad, simplemente no era una posibilidad para él. En primer lugar, a su padre le daría un ataque si lo hacía; para los Saverin, no había nada más importante que la educación, y Harvard no significaba nada si no salías de allí con un título. En segundo lugar, Eduardo comprendía que el espíritu emprendedor requería asumir riesgos, pero sólo hasta cierto punto. No arriesgabas todo tu futuro por algo hasta que tenías claro que iba a hacerte rico.

Eduardo estaba tan ocupado observando cómo Mark miraba a Gates, que casi no oía las risas que venían del asiento de atrás; tal vez no se habría girado si las voces que susurraron después de las risas no hubieran sido indudablemente femeninas.

Mientras Gates seguía con su cantinela, respondiendo a más preguntas del numeroso público, Eduardo lanzó una mirada por encima de su hombro: el asiento de atrás estaba vacío, pero en la fila siguiente había dos chicas que sonreían y señalaban hacia ellos. Las dos chicas eran asiáticas, guapas y estaban un poco demasiado maquilladas para una conferencia como ésta. La más alta de las dos tenía una cabellera larga y sedosa recogida en una coleta alta, llevaba una minifalda y una blusa blanca con un botón de más desabrochado por delante; Eduardo podía ver los encajes de su sostén rojo, que combinaba maravillosamente con su piel suave y morena. La otra chica llevaba una falda igualmente corta, con unas medias negras a juego que exhibían unas pantorrillas muy bien torneadas. Las dos usaban pintalabios rojo brillante y demasiada sombra de ojos, pero las dos eran muy guapas y estaban sonriendo y señalándolo a él.

Bueno, a él y a Mark. La más alta se inclinó sobre el asiento vacío y le dijo al oído.

—Tu amigo, ¿no es Mark Zuckerberg?

Eduardo levantó las cejas.

—¿Conoces a Mark? —al parecer todo era posible en este mundo.

—No, ¿pero no fue él quien hizo Facebook?

Eduardo sintió una chispa de excitación al notar su cálido aliento en su oreja y al aspirar su perfume.

—Sí. Quiero decir, Facebook, es de los dos. Mío y suyo.

La gente había pasado del
the
y en el campus todos lo llamaban Facebook. Y aunque sólo habían pasado dos semanas desde el lanzamiento, parecía como si todo el mundo estuviera metido en el asunto… bueno, lo cierto era que todo el mundo en Harvard
estaba
metido en el asunto. Según Mark, se habían registrado cinco mil miembros. Eso significaba que el 85 por ciento de los alumnos de Harvard había colgado su perfil en Facebook.

—¡Uau, eso es realmente guay! —dijo la chica—. Mi nombre es Kelly. Ella es Alice.

Había otras personas mirando desde la fila de las chicas. Pero no parecían molestas porque los susurros interrumpieran su embelesamiento con Bill Gates. Eduardo vio que alguna señalaba, otra susurraba algo a una amiga. Luego más dedos señalando, pero no a él, sino a Mark.

Ahora todo el mundo conocía a Mark. El
Crimson
se había encargado de eso, publicando artículo tras artículo sobre la página web, tres tan sólo en la última semana. Citaba las declaraciones de Mark sobre la página web, incluso publicaba su fotografía. Nadie había entrevistado a Eduardo, y la verdad era que estaba contento de que fuera así. Mark quería atraer la atención; Eduardo sólo quería las ventajas que se derivaban de ello, no la atención en sí. Era una empresa que habían montado entre los dos y era importante que atrajera la atención, pero Eduardo no quería convertirse en una celebridad por eso.

Y comenzaba a parecer que convertirse en celebridades era una posibilidad real. Thefacebook llevaba poco tiempo en funcionamiento, pero ya estaba cambiando la vida en Harvard. Comenzaba a integrarse en la rutina de todo el mundo: te levantabas, abrías tu cuenta de Facebook para ver quién te había invitado a ser su amigo, y cuál de tus invitados había aceptado o rechazado la invitación. Luego ibas a lo tuyo. Cuando volvías a casa, si habías visto a alguna chica en las clases o si simplemente habías conocido a alguien en el comedor, buscabas a esta persona en Facebook y la invitabas a ser tu amiga. Tal vez añadías un pequeño mensaje acerca de cómo os habíais conocido, o acerca de algo que veías en sus intereses que conectaba con alguno de los tuyos. O tal vez la invitabas a secas, sin mensajes, para ver si conocía tu existencia. Cuando esta persona abriera su cuenta, vería tu invitación, podría mirar tu foto, y tal vez la aceptaría.

Era realmente una herramienta fantástica, que lubricaba toda la escena social y hacía que todo ocurriera mucho más deprisa. Pero no era una página de citas como era Friendster, desde el punto de vista de Eduardo. A pesar de todo su fama como red social, Friendster —y MySpace, que estaba comenzando a ganar adeptos por todo el país— era sólo una página para buscar personas que no conocías y tratar de contactar con ellas. La diferencia era que en Facebook
conocías
a las personas que invitabas a ser tus amigos. Tal vez no las conocieras demasiado bien, pero las conocías. Eran compañeros de clase, amigos de amigos, en fin, miembros de una «red» en la que podías entrar o en la que te podían invitar a entrar personas que conocías y que eran miembros de ellas.

Esa era la genialidad del invento. La genialidad de Mark, en realidad, pero Eduardo tenía la impresión de que era parte de eso también. Había puesto el dinero para los servidores, pero también había discutido con Mark algunos de los elementos de la página, las ideas que había detrás de parte de la estructura simplificada.

Lo que ni él ni Mark sabían cuando lanzaron la cosa era hasta qué punto era adictiva. No visitabas la página una vez. La visitabas cada día. Volvías una y otra vez, incorporando cosas a tu página, a tu perfil, cambiando tus fotografías, tus intereses, y lo más importante de todo, actualizando a tus amigos. Realmente había trasladado una parte importante de la vida universitaria a Internet. Y verdaderamente había cambiado la vida social en Harvard.

Pero nada de eso la convertía en un negocio, sólo en una novedad de gran éxito. Eduardo tenía algunas ideas sobre ese tema, y después de la conferencia iban a volver a la habitación de Mark para discutirlas. Lo más importante que quería hacerle entender era que ya era hora de comenzar a intentar pescar dólares con la publicidad. Esa era la forma de convertir Facebook en dinero, a través de los anuncios. Eduardo sabía que sería difícil convencerle: Mark quería que siguiera siendo una página recreativa y no sacar ningún dinero de ella todavía. Pero qué se podía esperar, ese tío había rechazado un millón de dólares en el instituto. ¿Quién sabe si pensaba sacar dinero algún día de Facebook?

Eduardo tenía una visión distinta de las cosas. Facebook les estaba costando dinero. No demasiado, sólo el coste de los servidores, pero a medida que aumentaran el número de personas registradas los costes subirían también. Los mil dólares que Eduardo había puesto en la página web no iban a durar eternamente.

Hasta que la empresa desarrollara algún tipo de modelo de negocio, hasta que encontraran el modo de sacar dinero de ella, no era más que una novedad. Su valor no dejaba de subir, pero para convertir ese valor en dinero necesitaban anunciantes. Necesitaban un modelo de negocio. Tenían que sentarse y hablarlo. Más que nada, Mark tenía que dejar a Eduardo hacer lo que hacía mejor: pensar a lo grande.

—Encantado de conoceros —susurró finalmente Eduardo a las chicas, que volvieron a reírse. La más alta —Kelly— se acercó un poco más, hasta que sus labios casi tocaban su piel.

—Búscame en Facebook cuando vuelvas a casa. Tal vez podamos ir a tomar una copa más tarde.

Eduardo notó que se sonrojaba. Se giró otra vez hacia Mark, que le estaba mirando. Mark obviamente había visto a las chicas, pero ni siquiera había intentado hablar con ellas. Levantó las cejas un momento, y luego se giró otra vez hacia Gates, su ídolo, y se olvidó de ellas.

* * *

Hubo que esperar hasta dos horas más tarde, cuando Eduardo y Mark se habían recogido al fin en el sobrecalentado ambiente de la habitación de Mark en Kirkland —Eduardo estaba hojeando distraídamente un montón de libros de informática apilados sobre el pequeño televisor en color de la esquina, mientras Mark se tiraba en el cochambroso sofá que ocupaba el centro de la pobremente amueblada zona común, con los pies desnudos sobre la mesa de centro— para que Mark sacara el tema de las chicas.

—Aquellas tías asiáticas estaban bastante bien.

Eduardo asintió mientras le daba la vuelta a un libro y trataba de encontrarle el sentido a la cubierta, llena de ecuaciones que sabía que nunca entendería.

—Sí, y quieren que nos veamos esta noche.

—Eso podría ser interesante.

—Pues sí. Oye Mark, ¿qué cojones es esto?

Un pedazo de papel había caído del libro de informática y había ido a aterrizar, boca arriba, sobre los zapatos italianos y pulcramente anudados de Eduardo. Incluso desde su posición erguida Eduardo podía reconocer el aspecto legal del encabezamiento y del texto; era una carta, enviada por algún bufete de abogados de Connecticut, y parecía un asunto serio. Iba dirigido a Mark Zuckerberg, pero sólo por la primera frase Eduardo se daba cuenta de que le implicaba a él también. Las palabras
TheFacebook
eran fácilmente reconocibles, así como las palabras
daños y perjuicios y apropiación indebida:

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