Authors: Ben Mezrich
—De modo que para entrar —dijo Eduardo, cuya sombra en movimiento cubría la mayor parte de la pantalla— necesitas un e-mail Harvard.edu, y luego escoger una contraseña.
—Correcto.
El e-mail Harvard.edu era clave para Eduardo; tenías que ser un alumno de Harvard para entrar en la página. Mark y Eduardo sabían que la exclusividad haría aún más popular la página; también reforzaría la idea de que la información quedaba dentro de un sistema cerrado, privado. La privacidad era importante: la gente quería conservar el control de lo que colgaba en Internet. La posibilidad de elegir tu propia contraseña perseguía el mismo objetivo; ese Aaron Greenspan se había metido en líos por hacer que los estudiantes usaran sus números de identificación y sus claves de sistema en Harvard para entrar en su página. Mark incluso había intercambiado e-mails con él sobre esta experiencia, sobre los problemas que había tenido con la junta administrativa. Greenspan había tratado inmediatamente de asociarse con Mark, igual que los gemelos Winklevoss con su página de citas. Todos querían un trozo de Mark, pero Mark no necesitaba a nadie. Todo lo que necesitaba lo tenía delante.
—¿Y qué es eso que hay debajo de todo?
Eduardo se había inclinado y aguzaba la vista para leer una minúscula línea de letra impresa.
Una producción de Mark Zuckerberg.
La línea aparecía en todas las páginas, justo en la parte inferior de la pantalla. La firma de Mark, para que todos la vieran.
Si Eduardo tenía algún problema con eso, no dijo nada. ¿Y por qué debería tenerlo? Mark había trabajado muy duro, las horas debían haberse fundido para él en un único pulso de programación pura. Apenas había comido ni dormido. Parecía que había faltado a casi la mitad de sus clases, y probablemente había estado en peligro de echar al traste su media académica. En uno de los cursos —uno de esos estúpidos Básicos llamado «El arte en los tiempos de Augusto»— se había descolgado tanto que casi se había olvidado de un examen que suponía un alto porcentaje de la nota total. No tenía tiempo para estudiarlo, pero al parecer había encontrado una forma original de resolver la situación. Había creado a toda prisa una página web donde había colgado todas las obras de arte que iban a entrar en el examen e invitó a sus compañeros de clase a hacer comentarios, lo que equivalía en la práctica a crear una chuleta para el examen. En esencia, había logrado que el resto de la clase hiciera el trabajo por él, y había resuelto el examen a las mil maravillas, salvando su media.
Y ahora, a la vista de la creación de Mark, parecía que todo ese trabajo había dado sus frutos. La página web estaba prácticamente terminada. Habían registrado el dominio —thefacebook. com— hacía un par de semanas. Habían contratado los servidores —unos ochenta y cinco pavos al mes— de una empresa del estado de Nueva York. Se habían ocupado del tráfico y del mantenimiento: estaba claro que Mark había aprendido la lección del incidente de Facemash y no quería más portátiles colgados. Los servidores podían gestionar un tráfico bastante elevado, de modo que no habría riesgo de que la página se colgara, incluso si consiguiera la misma popularidad que Facemash. Todo estaba a punto.
Thefacebook.com estaba listo para salir al escenario.
—Hagámoslo.
Mark señaló hacia su portátil, que estaba abierto en el escritorio junto a su ordenador de mesa. Eduardo se puso a su lado y se inclinó sobre el teclado del portátil, encogiendo los hombros para atacar las teclas. Rápidamente abrió su lista de direcciones de e-mail y marcó un grupo de nombres que estaban arriba de todo.
—Estos tipos son todos miembros del Phoenix. Si se lo mandamos a ellos se extenderá muy rápido.
Mark asintió. La idea de ir primero a los miembros del Phoenix era de Eduardo. Después de todo, eran las estrellas sociales del campus. Y thefacebook era una red social. Si les gustaba a ellos y se lo enviaban a sus amigos, todo iría muy rápido. Y esos tipos del Phoenix conocían a muchas chicas. Si Mark se lo enviara simplemente a su propia lista de e-mail, se quedaría encerrado en el departamento de informática. Y en la fraternidad judía, por supuesto. Ciertamente no llegaría a muchas chicas… tal vez a ninguna. Y eso sería un problema.
El Phoenix era una idea mucho mejor. Si a eso se añadía la lista de e-mail de la Residencia Kirkland, a la que Mark tenía acceso legal por ser miembro de la residencia, el lanzamiento estaba resuelto.
—De acuerdo —dijo Eduardo, con un leve temblor en su voz—. Ahí vamos.
Escribió un e-mail muy sencillo, sólo un par de líneas para presentar la página y luego el enlace a thefacebook.com. Después tomó aire y apretó la tecla: un solo golpe con el dedo que envió un e-mail masivo.
Estaba hecho. Eduardo cerró los ojos, tratando de imaginar los pequeños paquetes de información saliendo a trompicones hacia el mundo exterior, zumbando por los cables de cobre y despegando hacia satélites en órbita, cruzando el éter; pequeños pulsos de magia eléctrica saltando de ordenador en ordenador como conexiones sinápticas en un sistema nervioso inmenso, mundial. La página web estaba ahí fuera.
Live.
Viva.
Eduardo puso una mano en el hombro de Mark, que se sobresaltó al notarla.
—¡Vamos a tomar una copa! ¡Es hora de celebrarlo!
—No, yo me quedaré aquí.
—¿Estás seguro? He oído que más tarde irán unas cuantas chicas al Phoenix. Enviaron el Polvo Bus a recogerlas.
Mark no respondió. En aquel momento, la expresión de Mark dejaba bien claro que Eduardo no era más que una distracción, como el sonido de los radiadores junto a la pared o el tráfico en la calle bajo su pequeña ventana.
—¿Te vas a quedar ahí mirando la pantalla?
De nuevo, no hubo respuesta. Mark se mecía un poco delante del ordenador, casi como si estuviera rezando.
Era un espectáculo algo raro, pero obviamente Eduardo optó por no juzgar al bicho raro de su amigo. ¿Por qué debería hacerlo? Mark había estado trabajando sin descanso para poner thefacebook a punto para este lanzamiento. Si quería quedarse solo mirando, tenía todo el derecho.
Eduardo se apartó de él y cruzó el pequeño dormitorio casi en silencio. Se detuvo un momento en la puerta, golpeó sobre el marco con los nudillos. Mark no se volvió. Eduardo se encogió de hombros, se giró y le dejó solo con su ordenador.
Mark se quedó allí envuelto en el silencio, perdido en su propio reflejo, que danzaba sobre la pantalla.
Tyler estaba totalmente concentrado. Ojos cerrados, músculos de la espalda en tensión, pecho henchido, cuádriceps, tríceps y antebrazos ardiendo, dedos blancos contra los remos. Las hojas cortaban el agua sin apenas salpicar, con movimientos calcados a los de Cameron un poco más atrás: sincronía total, una y otra y otra vez. Tyler casi podía ver al público animando a la orilla del Charles, casi podía ver el puente que se acercaba y se acercaba y se acercaba…
—¡Tyler, tienes que ver esto!
Y entonces todo se vino abajo. Los remos se le escaparon de las manos y el agua le salpicó toda la camiseta y los pantalones cortos. Sus ojos se abrieron de golpe… y no vio la orilla del Charles. Vio el interior de la Casa Newell, la sede del equipo de remo de Harvard desde 1900. Vio una sala de aspecto cavernoso, con las paredes llenas de recuerdos de viejos equipos de remo: remos, cascos y camisetas, fotografías en blanco y negro enmarcadas y estantes llenos de trofeos. Y vio a un indio furioso justo delante de él que le tendía un ejemplar del
Harvard Crimson.
Tyler parpadeó, luego soltó los remos y se secó el agua de las mejillas. Echó una mirada a su hermano, que también había dejado de remar. Los dos estaban sentados en uno de los dos «tanques» de última generación de Newell: se trataba de unas piscinas de remo a cubierto que consistían en un «casco» para ocho tripulantes encajado en cemento y rodeado a ambos lados por grandes depósitos de agua que permitían remar. Tyler sabía que probablemente tenían un aspecto ridículo, allí sentados en el tanque y empapados de agua: pero Divya no estaba sonriendo, eso estaba claro. Tyler miró el
Crimson
en las manos de su amigo, y puso los ojos en blanco.
—¿Qué te pasa esta vez con el periódico?
Divya se lo tendió con manos temblorosas por el cabreo. Tyler sacudió la cabeza.
—Léelo tú. Estoy empapado. No quiero ensuciarme de tinta.
Divya resopló, exasperado, luego abrió el periódico y comenzó a leer.
—«Cuando Mark E. Zuckerberg '06 se cansó de esperar la creación de un
facebook
oficial universal de Harvard, decidió tomar cartas en el asunto…»
—Espera un momento —interrumpió Cameron— ¿qué diablos es eso?
—El periódico de hoy —respondió Divya—. Escuchad: «Tras una semana de programación, el pasado miércoles por la tarde Zuckerberg lanzó thefacebook.com. La página combina elementos del
facebook
estándar de la Residencia con amplios perfiles que permiten a los estudiantes buscarse entre ellos en los cursos, organizaciones sociales y residencias».
Tyler tosió. ¿El miércoles pasado por la tarde? Eso fue hace cuatro días. No había oído hablar de esa página, pero lo cierto era que él y su hermano habían estado entrenando como bestias. Apenas había comprobado su e-mail en ese tiempo.
—Esto es increíble —dijo—. ¿Ha lanzado una página web?
—Oh sí —dijo Divya—. Y también lo citan en el artículo: «Todo el mundo habla mucho de crear un
facebook
universal en Harvard», ha dicho Zuckerberg. «Me parece estúpido que la Universidad tarde un par de años en hacerlo. Yo puedo hacerlo mejor que ellos, y puedo hacerlo en una semana.»
¿Puede hacerlo en una semana?
Por lo que Tyler sabía, llevaba dos meses dándole largas a él y a Harvard Connection con la excusa de que no tenía tiempo para programar la página, que tenía mucho trabajo con sus clases y con sus vacaciones. Joder, pensó Tyler: ¡les había estado mintiendo a la cara! Cameron le había enviado un e-mail hacía apenas dos semanas, pidiéndole consejo sobre algunas cuestiones de diseño para Harvard Connection, y ni siquiera había respondido. Ellos habían supuesto que todavía estaba muy agobiado de trabajo.
Tyler pensó: ¿había tenido tiempo de hacer su propia página web, pero no les había podido dar diez horas de programación?
—Y la cosa empeora. «Ayer por la tarde, Zuckerberg dijo que más de 650 alumnos se habían registrado en thefacebook.com. Dijo que preveía que esta mañana ya serían 900.»
Mierda. Eso no podía ser cierto. ¿Novecientos alumnos en cuatro días? ¿Cómo era posible? Zuckerberg no conocía a novecientas personas. Por lo que Tyler sabía, no conocía ni a cuatro. El tío no tenía amigos. No tenía vida social. ¿Cómo había conseguido lanzar una página web social y obtener esa respuesta en cuatro días?
—Fui a ver la página después de leer esto. Es verdad, la cosa está corriendo como la pólvora. Necesitas un e-mail de Harvard, y luego debes cargar tu fotografía, información personal y académica. Puedes buscar a personas en función de sus intereses, y cuando encuentras a tus amigos montas una red con ellos.
Tyler notó que sus manos se tensaban. No era lo mismo que Harvard Connection, pero desde su punto de vista no era tampoco muy distinto. Harvard Connection era una página para buscar personas en función de intereses. E iba a centrarse en el dominio de Harvard. ¿Les había robado la idea Zuckerberg? ¿Podía ser realmente una coincidencia, o sea, que tuviera realmente intención de trabajar en Harvard Connection y simplemente se hubiera quedado atrapado en la suya?
No, no encajaba. Para Tyler, todo el asunto tenía el aspecto…. de un robo.
—Por lo que sé, consiguió financiación de uno de sus colegas, un chico brasileño llamado Eduardo Saverin. Está en el Phoenix, ganó algún dinero en futuros este verano. Ahora es propietario parcial de la página.
—¿Porque la financió?
—Supongo.
—¿Y por qué no nos pidió el dinero a nosotros?
Mark tenía que saber que los Winklevoss tenían dinero; tenía que saber que estaban en el Porc, y todo el mundo sabía lo que eso significaba. Si necesitaba dinero para poner en marcha una página, se lo podía haber pedido fácilmente a Tyler o a Cameron.
A menos que necesitara el dinero para algo que les había robado a ellos.
A menos que no pudiera decirles nada de la página en la que estaba trabajando, porque era demasiado parecida a la que le habían contratado para hacer. Bueno, no le habían contratado exactamente: nunca habían hablado de pagarle nada, sólo de que sacaría beneficios si ellos los sacaban.
No había contrato, ningún papel, nada más que un apretón de manos aquí y allá.
Mierda.
Tyler bajó la cabeza y se quedó mirando hacia el agua verdeazulada del tanque. ¿Por qué no habían escrito nada, cualquier tontería de una página —tú haces esto, nosotros aquello—, algo sencillo? Simplemente se habían fiado del tío. Ahora Tyler estaba convencido de que los había jodido.
Los había frenado, los había engatusado, y luego había lanzado una página web suya de características parecidas.
—Y todavía falta lo mejor —dijo Divya, volviendo a leer en voz alta el
Crimson
—. «Zuckerberg dijo que esperaba que las opciones de privacidad contribuirían a restaurar su reputación después de la indignación que había levantado facemash.com, una página que creó en el semestre de otoño.»
Tyler pegó un golpe sobre uno de los remos y envió una ola de agua fuera del tanque. Casi las palabras exactas que había empleado él: que Harvard Connection ayudaría a restaurar su reputación. ¡Y Mark las estaba usando, allí mismo, en el
Crimson
! Era como si se estuviera riendo de ellos.
Tal como lo veía Tyler, Mark les había estado tomando el pelo durante dos meses —las vacaciones y la semana previa a los exámenes—, y durante todo ese tiempo estuvo trabajando en su propia página web. Luego había pasado de ellos y apenas dos semanas atrás había lanzado su propia página web, thefacebook.com, robándoles el golpe de efecto y, en opinión de Tyler, la esencia de su idea.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Cameron.
Tyler no lo tenía claro. Pero sabía que no quedaría así. No podía dejar que esa sanguijuela se saliera con la suya.
—Antes que nada haremos una llamada telefónica.
* * *
La mente de Tyler trabajaba a toda prisa mientras asía el teléfono contra su oreja. Estaba de pie en su habitación de Pforzheimer, aún empapado tras una ducha rápida, con una toalla sobre las espaldas y unos pantalones deportivos mal puestos. Cameron y Divya estaban a un metro de él, navegando por la página de Zuckerberg en el ordenador de Tyler. Cada vez que Tyler miraba en su dirección y veía la pantalla enmarcada en azul, sus mejillas se inflamaban y una chispa de fuego se encendía en el fondo de su ojos. Eso no estaba bien. No era justo.