Authors: Ben Mezrich
El Porcellian era un club lleno de reglas; durante más de dos siglos había ocupado la cima de la jerarquía de los Clubs Finales, el escalón más alto de un orden social que había visto crecer durante generaciones a los mejores y los más brillantes del país. Podía decirse que era el club más secreto y elitista de Estados Unidos, comparable con el Skull and Bones de Yale. Fundado en 1791 y bautizado en 1794 en memoria de un fastuoso banquete de cerdo para celebrar la graduación de sus miembros —un cerdo que según el relato había ido a clase con uno de estos miembros, el cual lo escondía en una jardinera de la ventana cada vez que se acercaba un profesor— el Porcellian era la red social por excelencia en el campus que había definido el concepto.
La casa-club —«el viejo establo», según las expresión que usaban los miembros para referirse a ella— era un lugar cargado de historia y de leyenda. Teddy Roosevelt había sido un Porc, igual que muchos miembros del clan Roosevelt; Franklin Delano Roosevelt había sido rechazado por el club, y se refería a ello como «la mayor decepción de mi vida». El lema del Porcellian —
dum vivimus, vivamus:
«mientras vivimos, vivamos»— no se aplicaba únicamente a la experiencia universitaria de sus miembros, sino mucho después, en su progreso por el mundo. Se suponía que los Porcs debían ser los amos del universo; circulaba incluso el mito de que si un miembro del Porc no había ganado su primer millón a los treinta años, el club simplemente se lo daba.
Fuera o no fuera cierto, Tyler, Cameron y Divya no habían ido a la Bicycle Room para regodearse contemplando el camino que les llevaría a su primer millón; estaban allí para lamentarse, pues de repente el éxito parecía más lejano que nunca.
La razón de su frustración tenía un nombre: Mark Zuckerberg.
Durante dos meses desde aquella conexión espiritual tan aparentemente perfecta en el comedor de la residencia Kirkland, el chico les había estado diciendo que su colaboración en Harvard Connection iba sobre ruedas. Había mirado el programa, estudiado lo que ya llevaban hecho de la página web y estaba listo para hacer su parte y ponerlo en funcionamiento.
Cincuenta y dos e-mails entre Mark, los Winklevoss y Divya, media docena de llamadas telefónicas… y el tío siempre había parecido tan entusiasmado con el proyecto como en su primera reunión en el comedor. Sus e-mails venían a ser un registro de sus progresos para los Winklevoss, unos progresos que parecían indicar que la programación avanzaba con buen pie, aunque tal vez más lentamente de lo previsto.
La mayor parte del programa hecho, parece que todo funciona. Tengo algo de trabajo de clase pendiente, luego vuelvo a ponerme. Me olvidé de llevarme el cargador a casa por Acción de Gracias.
Al término de la séptima semana sin que hubiera mostrado ningún progreso real —no les había mandado nuevos fragmentos de programa, ni añadido nada a la página— Tyler había comenzado a ponerse nervioso. Comenzaba a retrasarse demasiado. Había pensado que podrían lanzar la página a la vuelta de las vacaciones. De modo que le había dicho a Cameron que le mandara un e-mail para preguntar cuándo pensaba que podía terminar. Mark había respondido casi al instante, pero sólo para pedir más tiempo.
Siento que haya tardado un poco en deciros nada. Estoy totalmente inundado de trabajo esta semana. Tengo tres proyectos de programación y un trabajo final para el lunes, además de un par de ejercicios para el viernes.
Pero en el mismo e-mail, Mark les hacía saber que seguía trabajando en la página tanto como podía:
En cuanto a la página, he hecho algunos cambios, aunque no todos, y parecen funcionar en mi ordenador. Pero aún no los he subido.
Y entonces había añadido algo que había inquietado un poco a Tyler, porque no encajaba con el entusiasmo que había demostrado Mark hasta entonces:
Sigo sin ver claro que la página tenga la funcionalidad suficiente para llamar realmente la atención y conseguir la masa crítica necesaria para funcionar. Y tal como está ahora, si la página consiguiera la cantidad de tráfico que queremos no sé si el proveedor de servicios de Internet que estáis usando nos da el suficiente ancho de banda para manejarlo sin realizar antes una importante optimización, que llevaría unos cuantos días más.
Era la primera vez que Mark mencionaba que algo en la página podía no ser «funcional»; hasta entonces, había parecido encantado con sus ideas y había estado de acuerdo en que sería un gran éxito.
Después de aquel e-mail, Tyler no había dejado de insistir y presionar para que se reuniera con ellos. Había creído que la página ya estaría lista para entonces, y cada día que perdían era un día más para que otro se les adelantara: para que hiciera una buena página parecida y la lanzara. Tyler y Cameron eran alumnos de último curso, querían ver su proyecto en marcha tan pronto como fuera posible. Pero Mark no había dejado de posponer la reunión, pretendiendo que tenía demasiado trabajo.
Hubo que esperar hasta aquella misma noche, unas horas antes de que los Winklevoss y Divya cruzaran la arcada del Porcellian —donada por el club a Harvard en 1901— y entraran por la puerta negra para que Mark aceptara finalmente celebrar una breve reunión en el comedor de Kirkland.
Al principio, cuando Tyler, Cameron y Divya se unieron a él en la misma mesa rinconera de la vez anterior, nada parecía haber cambiado; Mark les felicitó por sus ideas, les dijo lo maravilloso que iba a ser Harvard Connection… pero entonces, sin comerlo ni beberlo, se había puesto a la defensiva, explicando que no tenía tiempo para hacer demasiado trabajo ahora mismo, que tenía muchos otros proyectos que le robaban horas libres. Tyler dio por supuesto que se trataba de proyectos para sus clases de informática, pero Mark era muy vago, muy poco claro.
También había planteado algunos problemas de Harvard Connection que nunca había mencionado antes; decía que había trabajo que hacer en el «interfaz» y que no era demasiado bueno en eso. Tyler entendía que se refería a los aspectos visuales de la página, lo cual era extraño porque en eso justamente había demostrado gran talento Mark con la debacle de Facemash.
Luego Mark había comenzado a hablar de forma aún más confusa, diciendo que parte del trabajo que le quedaba por hacer antes de lanzar la página era «aburrido», que no le interesaba nada. Insistía en que la página carecía de «funcionalidad». En que necesitarían más capacidad de servidor.
Tyler tuvo de repente la sensación de que el chico estaba tratando de pincharles el globo; antes era entusiasta y ahora parecía decirles que no lo encontraba tan excitante…
Tyler se preguntaba si no sería que el chico estaba algo quemado. Estaba currando mucho, además tenía las clases, y Tyler había podido comprobar con Víctor que los ingenieros tenían tendencia a caer en esa actitud agobiada e irritable. Las excusas que ponía parecían bastante vacías, eso estaba claro. ¿Problemas de servidor? Pues se ponían más servidores. ¿Problemas de interfaz? Pues se buscaba a alguien que lo diseñara. Tal vez sólo necesitara que lo dejaran tranquilo un rato y volvería al trabajo. Tal vez en febrero volviera el entusiasmo.
Pero era terriblemente frustrante, y Tyler, Cameron y Divya habían salido de la reunión totalmente deprimidos. Después de pasarse semanas diciéndoles que todo iba a las mil maravillas, ahora les decía que no estaba preparado, que tenía otros asuntos más importantes que atender, que había perdido el entusiasmo. Ninguna explicación aparte de los estudios, apenas una triste disculpa, y otros dos meses a la basura.
Era una decepción tremenda. Tyler había creído que la página ya estaría a punto para entonces. Realmente había pensado que el colgado había pillado la idea, que había comprendido sus posibilidades. El chico había visto lo que tenían hecho, había estado de acuerdo en que sería fácil terminarlo —diez, quince horas de trabajo para un programador competente—, y ahora salía con toda esa mierda del interfaz y de la capacidad del servidor.
No tenía ningún sentido. Tyler había resuelto finalmente que el mejor curso de acción era dejar al chico tranquilo unas semanas. Tal vez volviera a ser el de antes.
—¿Y si no lo termina en unas semanas? —preguntó Divya mientras se sentaban en el sofá de la Bycicle Room. Se oían los coches que pasaban por la Avenida Massachusetts, al otro lado de la puerta negra. Si Tyler y Cameron hubieran subido al piso de arriba, podrían haber contemplado el tráfico a través de un espejo diseñado específicamente para que nadie les viera; pero Tyler nunca había sido demasiado
voyeur.
Quería participar, estar metido en los asuntos, moverse. Odiaba estar parado, mirando como el resto del mundo se movía.
Tyler se encogió de hombros. No quería sacar conclusiones precipitadas, pero tal vez se hubiera equivocado con el chico. Tal vez Mark Zuckerberg no fuera el emprendedor que Tyler había pensado que era. Tal vez Zuckerberg fuera simplemente otro informático colgado sin ninguna visión.
—Si ocurre eso —respondió sombríamente Tyler— nos tendremos que buscar a otro programador. Uno que entienda de qué va el proyecto.
Tal vez Mark Zuckerberg no hubiera entendido nada.
Eduardo llevaba ya veinte minutos esperando en el pasillo de la residencia Kirkland cuando Mark finalmente salió disparado de la escalera que bajaba al comedor; Mark iba a toda prisa, sus chanclas repicando bajo sus pies, la capucha de su forro polar ondeando detrás de su cabeza como una aureola en pleno huracán. Eduardo cruzó los brazos mientras observaba el derrapaje de su amigo.
—Pensaba que habíamos quedado a las nueve —comenzó a decir Eduardo, pero Mark lo atropello.
—No puedo hablar ahora —murmuró mientras pescaba la llave en los pantalones cortos y hurgaba con ella en la cerradura.
Eduardo observó el estado salvaje del pelo de su amigo y su mirada aún más salvaje.
—¿No has dormido, verdad?
Mark no respondió. Eduardo sabía perfectamente que Mark no había dormido demasiado en la última semana. Trabajaba a todas horas, día y noche. Su aspecto era de agotamiento total, pero no le importaba. En aquel momento, nada le importaba. Estaba en aquel modo hiperactivo que cualquier ingeniero podía entender. No aceptaba distracciones, nada que pudiera sacarle de su única línea de pensamiento.
—¿Por qué no puedes hablar? —siguió Eduardo, pero Mark le ignoró. Al fin se oyó un clic y la puerta se abrió, y Mark se lanzó por ella. Sus chanclas se enredaron en unos tejanos que había por el suelo y por un momento perdió el equilibrio, pasó a tropezones por delante de un estante lleno de trastos y de un pequeño televisor a color. Luego recuperó el equilibrio y siguió hacia adelante. Se zambulló literalmente en su dormitorio, directo a su escritorio.
El ordenador estaba en marcha, el programa abierto, y Mark se puso a trabajar inmediatamente. No parecía oír a Eduardo moviéndose por la habitación a su espalda. Sacudía las llaves furiosamente, como si sus dedos estuvieran poseídos.
Estaba dando el toque final, supuso Eduardo, pues la corrección final había acabado a las tres, y la mayor parte del diseño y del programa estaban terminados. Sólo faltaba una función con la que Mark llevaba peleándose casi un día entero.
Había estado jugando con los elementos de la página, tratando de darle el diseño más simple y limpio posible, pero también el gancho suficiente para atraer la atención de quien la mirara. La gente no usaría thefacebook por simple voyeurismo. Lo importante sería la interactividad de ese voyeurismo. Dicho en palabras más simples, iba a ser un simulacro de lo que ocurría cotidianamente en la universidad: lo mismo que animaba la vida social de la universidad, lo que animaba a la gente a ir a los clubes y a los bares e incluso a las aulas y a los comedores. Conocer gente, socializar, conversar, todo eso, seguro: pero el catalizador de todo ello, el motor que runruneaba detrás de todas esas redes sociales, era tan simple y básico como la humanidad misma.
—Tiene muy buena pinta —dijo Eduardo, leyendo por encima del hombro de Mark. Mark asintió, sobre todo para sí mismo.
—Sí.
—No, quiero decir que es fantástico. Que tiene muy buena pinta. Creo que la gente se va a enganchar de verdad.
Mark se pasó una mano por el pelo y se echó atrás en la silla. Estaban en una página interior: la página de un falso perfil, lo que la gente vería después de registrarse y de entrar su información personal. Había una fotografía en la parte superior, cualquiera que quisieras colgar. Luego una lista de atributos en la parte derecha: curso, licenciatura, instituto, procedencia, clubes de los que eras miembro, una frase preferida. Luego una lista de amigos, gente con la que podrías ir, o a la que invitarías a entrar. Una aplicación para «asomarse», que te permitiera ver los perfiles de otros y hacerles saber que estabas mirando su perfil. Y en grandes letras, tu «sexo». Lo que «buscas». Tu «situación sentimental». Y lo que te «interesa».
Esa era la gracia, el detalle que iba a hacer que funcionara.
Busco. Situación sentimental. Me interesa.
Aquellos eran los ítems que resumían el alma de la vida universitaria. Aquellos tres conceptos atrapaban, definían la vida universitaria: desde las fiestas hasta las aulas y los dormitorios, ellos eran el motor que movía a todos los chicos del campus.
En Internet sería lo mismo; lo que movía toda esta red social era lo mismo que movía la vida en la universidad: el sexo. Incluso en Harvard, la escuela más exclusiva del mundo, todo giraba alrededor del sexo. Acostarse con alguien o no acostarse. Por eso ingresaba la gente en los Clubs Finales. Por eso escogía unas clases en lugar de otras, por eso se sentaba en ciertos lugares en los comedores. Todo tenía que ver con el sexo. Y en el fondo, en su núcleo más íntimo, de eso iría también thefacebook. Una corriente subterránea de sexo.
Mark tocó unas cuantas teclas más y saltó a la primera pantalla que verías al entrar en thefacebook.com. Eduardo miró la banda azul oscuro de arriba, el azul levemente más claro de los botones «registrarse» y «entrar». Era extremadamente simple y limpio. Sin colores chillones, sin aspavientos. Todo debía llevar a la experiencia básica: no tenía que haber nada ostentoso, nada que asustara o abrumara. Simple y limpio:
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