Multimillonarios por accidente, El nacimiento de facebook. Una historia de sexo, dinero, talento y traición. (26 page)

BOOK: Multimillonarios por accidente, El nacimiento de facebook. Una historia de sexo, dinero, talento y traición.
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Al lado de todo eso, ¿qué importancia tenían las riñas entre Mark y él? Cuando Mark le llamó para pedirle que fuera a California para firmar unos papeles —básicamente relacionados con la nueva constitución societaria, la necesaria reestructuración de la empresa ahora que había entrado Thiel— Eduardo no había tenido nada que objetar, confiado en que todo era para bien.

De modo que cuando uno de los abogados cruzó la oficina y le entregó un fajo de papeles legales, Eduardo inspiró profundamente, echó otra mirada a Mark y comenzó a leer la fraseología jurídica.

A primera vista, todo parecía muy complicado. Cuatro documentos en total, que sumaban muchas páginas. Primero, había dos acuerdos de adquisición de acciones, que esencialmente le permitían «comprar» acciones de la nueva sociedad «Facebook» para sustituir sus viejas acciones de thefacebook, ya sin valor. Segundo, había un acuerdo de cambio, que les permitía intercambiar sus viejas acciones de thefacebook por acciones de la nueva sociedad. Y por último había un acuerdo de sindicación de acciones, algo que Eduardo no entendía del todo pero que parecía más fárrago legal del que parecía necesario para el funcionamiento de la nueva empresa.

Los abogados se esforzaron en explicarle el contenido de los documentos mientras Eduardo los hojeaba. Después de las recompras y del intercambio, Eduardo tendría un total de 1.328.334 participaciones de la nueva empresa. Según le dijeron los abogados —y Mark, que levantó la cabeza un par de veces del ordenador para ayudar a perfilar el esquema de la nueva empresa— Eduardo sería propietario del 34,4 por ciento de Facebook en aquel momento, un aumento porcentual que se debía a la necesidad de que en el futuro su participación quedara diluida por efecto de la contratación de más personas y de la eventual entrada de otros inversores. El porcentaje de Mark había bajado al 51 por ciento y Dustin poseía ahora el 6,81 por ciento de la empresa. Sean Parker había obtenido el 6,47 por ciento —más de lo que merecía, en opinión de Eduardo— y Thiel se había quedado alrededor del 7 por ciento.

Los documentos incluían un cronograma de activación de derechos, de acuerdo con el cual Eduardo no podría vender sus participaciones en una buena temporada. Su propiedad seguía siendo, pues, nominal, igual que la de Mark, Dustin y Sean, supuso Eduardo. Es más, también incluía una renuncia general a cualquier reclamación contra Mark y la empresa: básicamente, si Eduardo firmaba los papeles estaba diciendo que esos nuevos papeles describían completamente su posición en Facebook, que todo lo que hubiera ocurrido antes era historia.

Allí sentado en la casa-dormitorio estudiantil, escuchando el sonido de los dedos de Dustin y Mark sobre las teclas, Eduardo leyó una y otra vez los papeles. Parte de él era consciente de que aquellos papeles eran importantes —que eran documentos legales, que firmarlos era un paso importante para la empresa— pero se sentía protegido, primero, por la presencia de los abogados —abogados de Facebook, lo cual significaba, a ojos de Eduardo, que eran también
sus
abogados— y más importante aún porque Mark, su amigo, estaba allí y le decía que esos papeles eran importantes y buenos para todos. Parker estaba en otro lugar de la casa. En verdad a partir de ahora pasaría a formar parte legalmente del equipo, pero debía reconocerse que
había
traído a un inversor y que era uno de los tipos más listos de Silicon Valley.

Lo importante era que Eduardo retendría su porcentaje de la empresa. Sin duda, más adelante quedaría un poco diluido, ¿pero no les ocurriría eso a todos? ¿Acaso importaba que no fuera ya thefacebook? ¿Acaso no seguiría manteniendo la misma posición en Facebook?

Eduardo pensó en algunas conversaciones que había tenido recientemente con Mark acerca de la universidad, de la vida, de lo que debería hacer él en Cambridge mientras Mark estaba en California. No se habían entendido del todo, desde el punto de vista de Eduardo. En algunos momentos, Mark parecía decirle que no hacía falta que trabajara demasiado para la empresa mientras estuviera en la universidad, que iban a contratar a vendedores, que podía quedarse al margen; y Eduardo por su parte había mantenido que seguía teniendo tiempo para hacer lo que hiciera falta en Facebook.

Bueno, esos papeles parecían decir —tal como lo veía Eduardo— que seguía siendo una pieza tan importante de la empresa como había sido siempre. Tal vez las cosas cambiaran un poco más adelante, cuando entrara más dinero y contrataran a más personas, pero los papeles no eran más que una reestructuración necesaria.

¿O no?

En cualquier caso, Mark también le había dicho que habría una fiesta, algo realmente
cool,
cuando la página alcanzara el millón de miembros. Peter Thiel iba a organizaría en su restaurante de San Francisco, y Eduardo tendría que volver a hacer el viaje porque realmente iba a merecer el esfuerzo.

Eduardo no pudo evitar una sonrisa pensando en esa fiesta.
Sólo una reestructuración necesaria, un poco de papeleo legal pendiente.
Todo iba a salir bien. Un millón de miembros. Era una locura.

Para eso había vuelto a California, pensó Eduardo mientras alargaba la mano para coger el bolígrafo que le ofrecía uno de los abogados y comenzaba a firmar los documentos legales. Después de todo, ahora era propietario del 34 por ciento de Facebook: tenía buenos motivos para las celebraciones.

¿O no?

CAPÍTULO 27:
3 de diciembre de 2004

Los ojos de Eduardo ardían y los oídos le silbaban mientras avanzaba a trompicones entre la guapa y estilosa masa de gente, con la cabeza dándole vueltas por culpa de la música —una mezcla de tecno, alternativa y rock— y de las luces brillantes y multicolores que giraban sobre el techo abovedado: púrpura, amarillo, naranja; figuras circulares que se retorcían y se curvaban como galaxias convirtiéndose en supernovas, bañando todo el restaurante en un resplandor realmente psicodélico.

El lugar se llamaba Frisson y era el
lounge
de moda en la zona baja de San Francisco. La decoración conseguía resultar al mismo tiempo extremadamente moderna y terriblemente retro, alguna cosa a medio camino entre el puente de la nave estelar
Enterprise
y un viaje psicodélico a los años sesenta. A Eduardo la cabeza le daba vueltas cuando por fin consiguió salir de entre la gente, en parte por la cantidad bastante elevada de alcohol que llevaba consumida, pero sobre todo porque estaba bajo los efectos de un agudo choque cultural, tras aterrizar allí directamente desde el serio y estirado campus de Harvard.

Eduardo se paró a unos metros de la cabina del DJ, situada justo enfrente de la zona circular destinada a las mesas para comer, y estuvo un rato examinando a la gente y el lugar. Tenía que admitir que aquel restaurante era una muy buena elección para la «Fiesta del miembro un millón de Facebook» —organizada para celebrar la cuenta un millón abierta en la página— a la que Mark le había invitado apenas unos días antes… y apenas diez meses después de que lanzaran la página en el dormitorio de Mark en Kirkland. Frisson era moderno, estiloso y exclusivo, igual que Facebook. También resultaba ser propiedad de Peter Thiel, que pagaba la fiesta de su propio y abultado bolsillo.

Eduardo contempló la masa de californianos del norte que se movía al ritmo de la música: una mezcla casi a partes iguales de vaqueros y camisas y tipos de negro con elegantes aires europeos. En conjunto, era una fiesta muy Silicon Valley, muy San Francisco. Y también era muy Facebook. Buena parte de la gente que ocupaba la sala estaba en edad de ir a la universidad, o cerca. Había muchos chicos de Stanford o recién licenciados. Todo el mundo bebía copas de colores, y todo el mundo parecía estar pasándolo bien. Eduardo no podía evitar fijarse en un grupo de chicas guapas que había al otro lado de la cabina del DJ. Una de ellas parecía sonreírle a él, y Eduardo se sonrojó y apartó rápidamente la mirada. Vale, seguía siendo más bien tímido, a pesar de lo mucho que había cambiado su vida.

La fiesta estaba yendo bastante bien para él también. Desde que había cruzado la puerta le había estado contando a todos los que quisieran escucharle que era el cofundador de Facebook, junto con Mark y Dustin. Las chicas a veces sonreían al oírlo, otras veces le miraban como si estuviera loco. Era un poco extraño: en Harvard, todo el mundo más o menos sabía quién era, lo que había hecho. Aquí todos miraban a Mark, sólo a Mark.

Pero no había problema con eso, de verdad. A Eduardo no le importaba estar en segundo plano, aquí en California. No se había metido en esto para hacerse famoso. No le importaba si la gente sabía que había estado en esa habitación, que era propietario de más del 30 por ciento de la empresa, que era el máximo responsable de ese millón de miembros, aparte de Mark. Sólo le importaba que a esa gente le gustara la página, y que se estuviera convirtiendo en una de las mayores empresas desde el nacimiento de Internet.

Eduardo sonrió distraídamente ante la idea, dejando que su mirada se deslizara más allá de la pista de baile, hacia las mesas del
lounge
que había al otro lado del restaurante. Apenas podía distinguir a Mark, Sean y Peter enfrascados en una conversación en una mesa redonda situada al fondo de la sala. Sabía que por una coincidencia resultaba ser también el cumpleaños de Sean. ¿Qué edad debía tener el tío, veinticinco? Eduardo consideró la posibilidad de unirse a ellos, pero por el momento se sentía más cómodo entre la multitud, anónimo, solo. De nuevo el choque cultural: este lugar parecía tan alejado de Harvard Yard que podría haber estado perfectamente en la nave estelar
Enterprise.

Eduardo parpadeó y dejó que le bañara el remolino de luces.

Este lugar, este restaurante… costaba asumirlo todo al mismo tiempo. Resultaba tan extraño. Resultaba tan… rápido. Lo había visto desde el momento en que había salido del taxi. El Ferrari Spyder de Peter Thiel estaba aparcado en la acera de delante del local. El Infiniti de Mark —el que le habían regalado cuando su propio coche de Craigslist no había conseguido llevarle a tiempo a una reunión de negocios— estaba un poco más abajo. Tal vez al lado del BMW de Parker.

Eduardo seguía viviendo en la residencia. Iba caminando a las clases a través de la nieve que ahora cubría Harvard Yard, perdido entre las frías sombras de la Biblioteca Widener.

De acuerdo, se había equivocado: las cosas habían cambiado mucho desde el principio del verano. Pero estaba bien. Había sido una decisión suya. Nadie más que él tenía la culpa. Se podía haber mudado a California. Podía haber dejado por un tiempo la universidad. En cualquier caso, ahora era un estudiante de último curso y le faltaban sólo cinco meses para graduarse. Entonces podría zambullirse en Facebook como los demás, volver al punto donde habían comenzado.

Por el momento, aquella noche sólo pensaba en divertirse. Iba a tomar otra copa. Iba a hablar con la chica del otro lado de la cabina. Y mañana iba a tomar un avión de regreso a Cambridge y volvería a meterse en sus tareas académicas. Mark y Facebook estaban bajo control.

Eduardo estaba convencido de que todo iría magníficamente.

* * *

Sentado en la mesa circular del
lounge
de detrás de la pista de baile, Sean Parker se reclinó en su silla
modern Déco
mientras escuchaba a Thiel y a Mark hablar de las nuevas aplicaciones que estaban desarrollando para Facebook. Mejores formas de conseguir que los universitarios conectaran entre ellos en la red. Desarrollos del muro —cada vez más popular— para que pudieran compartir información. Tal vez incluso una futura aplicación para compartir fotografías —aunque eso tardaría todavía medio año— que rivalizaría con cualquier cosa que se hubiera podido inventar antes. Innovación tras innovación, tras innovación.

Sean sonrió para sí mismo: todo estaba yendo tal como había planeado. Thiel y Mark estaban hechos el uno para el otro, como había sospechado.

Sean respiró hondo y apartó los ojos de sus dos socios para contemplar la multitud. Casi al momento vio a Eduardo Saverin hablando con una guapa chica asiática al lado del DJ. Viéndole allí inclinado sobre la chica a la que se trataba de ligar, Eduardo tenía un aspecto tan desgarbado y tímido como de costumbre. Ella parecía estar sonriendo, lo cual era bueno. Eduardo estaba contento, la chica estaba contenta, todo el mundo parecía contento.

Todo había sido muy fácil. Eduardo había firmado los papeles necesarios y había cumplido con los acuerdos de reestructuración. Thiel les había dado el dinero que necesitaban para seguir ascendiendo como un cohete. Facebook había superado el millón de usuarios y cada semana añadían decenas de miles. Muy pronto lo abrirían a nuevas universidades, nuevos campus. Al final, tal vez incluso a los institutos. Y después de eso, ¿quién sabe? Tal vez algún día Facebook estaría abierto a todo el mundo. El formato universitario, la exclusividad, ya había jugado su papel. La gente
confiaba
en Facebook. La gente
adoraba
Facebook.

La gente estaría dispuesta a pagar miles de millones por Facebook.

CAPÍTULO 28:
3 de abril de 2005

—Ahí lo tenemos. Ya es oficial. La primavera ha llegado a Nueva Inglaterra.

Eduardo sonrió mientras su colega AJ señalaba a una chica con las piernas magníficamente bronceadas que pasaba junto a las escaleras de piedra de la biblioteca, con la nariz hundida en un manual de economía, la melena rubia emergiendo entre los cables de su iPod color blanco marfil.

—Sip —respondió Eduardo—. La primera minifalda de la temporada. Desde ahí todo es bajada.

Eduardo no creía que llegara a acostumbrarse nunca a lo mucho que parecía durar el invierno en Harvard; hacía sólo una semana Harvard Yard estaba blanco por la nieve, esos mismos escalones estaban cubiertos por capas de hielo y el aire era tan frío y cortante que casi dolía respirar. Parecía como si marzo no existiera en el calendario de Harvard: era febrero, febrero y más febrero.

Pero al fin, al fin, la nieve se había ido. El aire estaba cargado de aromas, el cielo estaba brillante y azul y casi limpio de nubes, y las chicas habían comenzado a reordenar sus armarios, a guardar los gruesos y feos jerséis y a sacar las faldas, los tops atrevidos y los zapatos con los dedos al aire. Bueno, tal vez los tops no fueran tan atrevidos —después de todo estaban en Harvard— pero se veía la piel, y eso siempre estaba bien.

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