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Authors: Howard Fast

Mis gloriosos hermanos (26 page)

BOOK: Mis gloriosos hermanos
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Pero Judas se opuso.

-Ya ha corrido demasiada sangre -dijo-. Siempre hemos luchado en los valles, cómo vamos a lanzarnos ahora contra unas murallas de piedra que tienen veinte pies de espesor? Que se pudran allí, en la fortaleza; y que vean al pueblo purificando el Templo...

Volvimos, pues, al Templo, como lo había predicho el adón.

Fuimos primero a Modín, que resurgía de sus cenizas, y purificamos la sinagoga; el rabí Ragesh dirigió los servicios. Luego iniciamos la procesión al Templo, con dos mil hombres seleccionados, encabezados por los veteranos de Modín y de Gumad, todos con armadura completa, espada, lanza y escudo. Abrían la marcha los kohanim, cuatro ancianos de barbas rojas que habían sido expulsados del

Templo cinco años atrás. Eran fieles patriotas que habían luchado con nosotros. Con sus vestimentas blancas y azules se parecían extraordinariamente al adón. A continuación marchaban veinte levitas, todos de blanco, con capas también blancas como la nieve; iban descalzos y con las cabezas gachas, de vergüenza, porque muchos traidores y muchos de los que se habían encerrado en la ciudadela eran levitas. Detrás de los levitas iba Judas, también descalzo, y cubierto con un capelo rojo; su hermoso cabello castaño rojizo sobresalía del capelo y caía sobre la capa listada. Lo mismo que los levitas, iba sin armas y sin ornamentos y con la vista fija en el suelo, pese a que en todas las aldeas por las que pasábamos la gente se amontonaba para besarle las manos y aclamar al Macabeo. Detrás de Judas marchábamos nosotros, sus cuatro hermanos; al igual que los combatientes que nos seguían, íbamos revestidos con todo el pesado equipo de guerra. No teníamos lanzas ni escudos, pero llevábamos relucientes petos de bronce, largas espadas griegas y cascos de bronce con penachos azules. Detrás de nosotros desfilaban los dos mil hombres de nuestras fuerzas.

Pero no terminaba ahí la procesión, porque a continuación nos seguía una nutrida masa popular que aumentaba a medida que nos íbamos acercando a la ciudad; y muchos millares más nos esperaban junto a los derruidos muros de Jerusalén.

Yo no podía menos que sentirme enajenado de orgullo al contemplar a mis gloriosos hermanos. A Judas, tan alto y tan hermoso; a Eleazar, que parecía un gran león bronceado; a Jonatás, flexible, ágil e inquieto como un ciervo menudo, revelando en su porte la primera florescencia de su joven virilidad y en su rostro moreno los primeros rizos de la incipiente barba; y a Juan, siempre con su amable y afectuosa tristeza.

Proseguimos marchando por cerros y por valles, recorriendo el mismo camino que habíamos seguido cuando fuimos por primera vez con mi padre, hacía tanto tiempo. Pero la ciudad a la que llegamos no era la misma de entonces. Era una vesánica ruina, sucia y desolada. El pasto crecía por entre los escombros, y los vanos sin puertas y las calles vacías le daban un aspecto triste y fúnebre. Perros vagabundos huían a nuestro paso a esconderse en las casas, y en todas partes se veían las señales de un vandalismo desenfrenado e insensato; todo lo cual serviría para recordarnos en el futuro a la eminente civilización que había dejado sus huellas durante su breve estadía en la ciudad. Por todos lados se veían huesos humanos, secos y blanqueados por el sol, y de tanto en tanto alguna que otra calavera. A medida que avanzábamos cuesta arriba, acercándonos al Templo, los signos de vandalismo iban aumentando; y cuando llegamos a la cumbre, vimos unas minúsculas figuras que se movían en los muros del acra, observándonos desde la pétrea protección de la fortaleza.

El pueblo también las vio, y al observar la expresión de odio que se reflejó en sus ojos, comprendí que no presagiaban nada bueno para los judíos que se habían recluido en aquel baluarte. Al principio, desbordantes de triunfal alegría por la victoria y el retorno, marchábamos con gritos y algazara; cuando entramos en la ciudad las voces bajaron de tono, se fueron apagando a medida que ascendíamos la cuesta, y se extinguieron del todo cuando entramos en el Templo; porque lo que habían hecho allí no era humano sino monstruoso.

El local había sido infamado con carne de cerdo; los trozos aparecían tirados por todas partes, pudriéndose y llenando el aire de nauseabundas emanaciones. Las magnificas puertas de madera tallada habían sido quemadas; los valiosos mármoles de las galerías, partidos y saltados; y los antiguos rollos de la Biblia rotos a pedazos y desparramados los trozos por el suelo. Como toque final los mercenarios, o los griegos, degollaron a tres criaturas, arrastraron los cuerpos sangrantes por las cámaras interiores y luego arrojaron los cadáveres en una pila de cortinajes de seda azul que en un tiempo separaban los compartimientos. Destrucción insensata, perversión y locura; la frenética locura que sólo deriva, al parecer, del odio ciego a los judíos.

En el altar había una estatua de mármol de Antioco, el rey de reyes, apóstol de la civilización y de todas las amables virtudes de la cultura occidental. Ni siquiera el escultor, pese al temor a las represalias o a la perspectiva de recompensas que debieron de haber influido en su ánimo, logró suprimir la impresión de bestialidad que desprendía la imagen del rey de reyes...

Pero aquéllas no eran horas de duelo. Envié a Eleazar con mil hombres a que montara guardia frente al acra, y yo fui con los otros mil a tratar de reparar el acueducto, y de llenar de agua algunas de las grandes cisternas de asedio. Cuando volví, mil judíos, entre ellos Judas, fregaban el Templo con lejía y cenizas.

Tardamos tres semanas, en las que no escaseó el trabajo. De todas partes de Judea acudieron judíos a colaborar en la reconstrucción del Templo. Los picapedreros extrajeron mármoles de la ciudad baja y los cortaron para reponer las baldosas dañadas. El acueducto fue reparado y el agua volvió a manar en abundancia.

Anillos, brazaletes y broches de todas clases afluyeron a los cofres públicos para que Rubén, el herrero, los fundiera e hiciera una nueva
menorá
[ 14 ]
. Los mejores ebanistas de Judea construyeron nuevas puertas, y de todas las aldeas llegaron remesas de sedas para los cortinajes. Todo un enjambre de obreros trabajó en el Templo día y noche, de noche con antorchas, hasta que finalmente, el veinticuatro de
kislev
, quedó concluido, reconstruido, purificado y nuevamente hermoso.

En la mañana del veinticuatro de
kislev
fue consagrado el nuevo Templo, y volvió a resonar una vez más en sus salas la antiquísima admonición: «¡Oye, Israel, el Señor es nuestro Dios, el Señor es uno!».

Fueron encendidas las velas de la
menorá
, y se prolongaron durante ocho días las ceremonias de la dedicación. En el transcurso de esos ocho días casi todos los habitantes de Judea acudieron a Jerusalén; y mil hombres armados permanecieron alrededor de la ciudadela, noche y día, con los arcos tendidos.

Cuarta parte

Judas, sin par y sin reproche

Llego ahora a la parte más penosa de mi relato: el fin de mis gloriosos hermanos. Los griegos, que poseen muchos dioses y muchas versiones de la verdad, como también numerosas nociones de lo que es la libertad, tienen una diosa a la que llaman la musa de la historia, y se vanaglorian de que dicen la verdad cuando escriben la historia de su patria. Para nosotros, que somos judíos, historiar es escrutar el alma de un pueblo. Nosotros no tenemos la obsesión de la verdad, porque nuestro pasado, lo mismo que nuestro futuro, es un pacto entre nosotros, nuestra alianza y nuestro Dios, y todas aquellas cosas en las que creemos; ¿y qué otra cosa podríamos decir más que la verdad? ¿Habríamos de ocultar que Caín mató a Abel, presa de terrible cólera, o que David ben Isaí pecó como pocos hombres han pecado? Nosotros no somos como los
nokrim
, porque nosotros fuimos esclavos en Egipto, y eso no lo olvidaremos jamás, por los tiempos de los tiempos, con los tiempos de nuestros hijos y los de nuestros nietos; y jamás nos doblegaremos ante ningún hombre, ni ante Dios. ¿Se puede separar la libertad de la verdad? ¿Qué otro pueblo dice, como decimos nosotros, que la resistencia a los tiranos es la forma más elevada y auténtica de la obediencia a Dios?

Escribo, pues, explorando el pasado, al que a ningún hombre le es dado volver, sino solamente a Dios y a sus fastos inmortales; y los recuerdos acuden como nubes impelidas por el viento, y siento impulsos de apartar el pergamino, apoyar la cabeza en la mesa y gritar:

«¡Hermanos míos, mis gloriosos hermanos! ¿Dónde estáis? ¿Cuándo volverá a ver Israel, o el mundo, otros hombres como vosotros?».

En las sinagogas ya hay un rollo más, el rollo de los Macabeos.

Así lo llaman, ¡como si pudiera haber más de uno, como si pudiera haber otro Macabeo más que Judas, mi hermano, el que era sin par y sin reproche! Dice así el rollo:

Le sucedió Judas, apellidado Macabeo, a quien apoyaron sus hermanos y cuantos habían seguido a su padre y luchado alegremente por Israel.

Y dilató la honra de su pueblo, y como héroe se vistió la coraza, y se ciñó sus armas para guerrear, y trabó batallas, protegiendo con su espada al campamento.

Por sus hazañas se asemejó al león, y al cachorro que ruge en busca de la presa.

Persiguió en sus escondites a los impíos y entregó a las llamas a los perturbadores de su pueblo.

Los impíos se sobrecogieron de miedo ante él, los obradores de la iniquidad se turbaron.

En sus manos llegó a buen término la salud.

Dio en qué entender a muchos reyes, y fue el regocijo de Jacob con sus hazañas.

Por los siglos perdurará su memoria en bendición.

Recorrió las ciudades de Judá, exterminó a los impíos de ellas y alejó de Israel la ira.

Así llegó su nombre a los confines de la tierra y recibió a los que estaban dispuestos a perecer.
[ 15 ]

Así dice: «
Y recibió a los que estaban dispuestos a perecer
». ¡Qué pocos éramos, ah, Judas, qué pocos éramos, al final, los que estábamos dispuestos a perecer! Nosotros nos fatigamos, pero tú no te fatigaste nunca. Nosotros perdimos las esperanzas, pero tú sabías que la fuerza de un pueblo no puede morir. Sí, y recuerdo cuando regresaste a Modín, al derruido hogar de Matatías; depusiste las armas, y te dedicaste a reconstruir la casa y los terraplenes, trabajando conmigo y con Jonatás, hombro con hombro; vino entonces Nicanor, con toda su magnificencia, y te encontró en el campo arando la tierra; a ti, al Macabeo, al
kohan
, al sacerdote del Templo; y recuerdo que mientras hablabas con él, con el primer capitán del rey de reyes, te inclinaste varias veces a recoger un terrón de esa buena tierra de Judea que cultivábamos, y lo desmenuzaste con los dedos dejando caer las migajas...

Pero antes debo narrar la muerte de Eleazar. Soy un viejo que vaga por el pasado tratando de entender las cosas que hacen a los judíos, y se me deben perdonar las divagaciones.

Poco respiro tuvimos después de purificar el Templo. Impulsado por su hambre de dinero, que quería para contratar más mercenarios y conseguir con ellos más dinero, el demente de Antioco organizó una expedición hacia el este, contra los partos, y allí perdió la vida. Pero su hijo y sus regentes sufrían del mismo apetito insaciable. No podían ir hacia el oeste para tratar de satisfacerlo, porque el torvo poderío de Roma les cortaba el camino, advirtiéndoles: «De aquí no pasáis». Al este estaban los desiertos, y más allá de los desiertos las terribles flechas de los partos. Hacia el sur siempre se encontraban los abundantes tesoros de Judea, las ricas y hermosas colinas del país de los judíos que podían, con su inagotable fertilidad, restaurar toda la antigua gloria de Macedonia; pero a condición de que fuera aplastado el Macabeo.

Cuatro nuevos ejércitos fueron enviados cuatro veces sucesivas a las colinas de Judea, y las cuatro veces los derrotamos, los destrozamos, y llenamos los desfiladeros de cadáveres enemigos erizados de flechas. Pero ¿cuánto tiempo puede un pueblo sostener una guerra? Ya no acampábamos en el desierto de Efraín; habíamos regresado a las granjas y a las aldeas. Cada vez que se producía una invasión, Judas lanzaba un llamamiento pidiendo voluntarios. Al principio acudían a millares a rodear el estandarte del Macabeo, el estandarte que no había conocido la derrota. Pero al repetirse la horrible monotonía y los terribles sufrimientos de las invasiones, el número de voluntarios fue decreciendo. En cada campaña había unos cuantos menos; en cada campaña nos cercenaba un poco más la cuchilla de la guerra. Nosotros no podíamos, como Antioco, movilizar incontables enjambres de mercenarios. En Judea había una cierta cantidad de judíos, y nada más...

Fue entonces cuando Lisias, el nuevo alcaide, llegó con los elefantes. Luego hablaré de los elefantes, esas bestias enormes y terribles que nunca habíamos visto. Pero antes tengo que explicar por qué tuvimos que enfrentarlos con sólo tres mil hombres. A los mejores de nuestras fuerzas, dos mil combatientes, entre los cuales se contaban los veteranos, cubiertos de cicatrices, de Modin y de Gumad, tuvimos que dejarlos en el Templo, montando una guardia interminable ante el acra, donde se mantenían los judíos traidores y los griegos desafiándonos a que derribáramos sus gruesas murallas. Estaban a las órdenes de Jonatás y de Juan. Otros mil hombres guarnecían la fortaleza de Bet Zur, porque los beduinos, barridos del país los mercenarios, se habían vuelto audaces y venían frecuentemente del desierto, montados en sus camellos, para hacer incursiones en las aldeas. Había que proteger, además, las fronteras de Judea de las innumerables bandadas de mercenarios que, en el intervalo entre uno y otro empleo, buscaban botín por su cuenta atacando a los judíos; de los filisteos, ese pueblo bastardo y corrompido del Oeste; y de los sátrapas griegos de menor cuantía que se habían separado después de la muerte de Antíoco, y que no podían apartar los ojos ni las manos de los ricos tesoros de Judea. La formación de las patrullas fronterizas era para Judas un problema constante y angustioso, porque después de vencer a los griegos era difícil convencer a los hombres de que siguieran en actividad, alejándose de sus granjas y sus familias. Con todos estos obstáculos Judas tuvo que reclutar un ejército para repeler cuatro invasiones separadas; y lo consiguió. Pero los elefantes constituyeron un obstáculo nuevo y aterrador.

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