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Authors: Howard Fast

Mis gloriosos hermanos (21 page)

BOOK: Mis gloriosos hermanos
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-Es duro el precio -replicó uno de los adones.

Pero Judas los había conquistado.

-Yo sé una cosa -dijo-. Sé combatir. Conozco al enemigo, ya sea el judío grueso y opulento, encerrado en el acra de Jerusalén, o el mercenario a sueldo de los griegos. Durante meses mis hermanos y yo hemos vivido solamente para combatir, para matar, para aniquilar. Cuando termine la matanza, haremos lo que vosotros queráis. Cuando el país sea libre, si queréis que nos vayamos nos iremos, o nos humillaremos y os besaremos el ruedo de las capas. Pero hasta entonces, he puesto precio a la sangre de Matatías, y es el que habéis oído.

-¿Serás rey de Israel? -preguntó alguien.

Quedé entonces maravillado, porque allí, delante de mis ojos,

Judas lloró al responder.

-¡No! -exclamó-. ¡No! ¡Lo juro por Dios!

Su humildad conmovió a todos los presentes.

-Dios te perdone -dijo Ragesh.

Samuel ben Zabulón, tan enconado antes, se levantó, tomó a

Judas de los hombros y le besó los labios.

-Macabeo -le dijo suavemente-, lloras por nuestros sufrimientos; los viejos iremos a donde nos conduzca un niño. Sé fuerte, apasionado y temible, y ama la libertad y la rectitud.

Pero Judas seguía llorando; finalmente salimos todos de la tienda y lo dejamos solo.

Transcurrieron seis semanas, durante las cuales Judas formó un ejército; seis semanas durante las cuales aguardamos a que Apolonio, alcaide general de Judea, reaccionara ante el mosquito que le estaba picando desde Efraín. Al comienzo de ese lapso llegó a Efraín un judío de Damasco, llamado Moisés ben Daniel, con veintidós mulas cargadas de fina harina de trigo. Ya para ese entonces Juan y yo habíamos puesto en vigor un decreto que establecía la formación de un fondo común de todos los alimentos, en un depósito central, para que nadie tuviera demasiada comida y nadie se muriera de hambre; y la mano de hierro de Simón Matatías, como llegaron a considerarme, hizo sentir su peso. Mano de hierro que para mí era blanda e inútil, y lo sigue siendo aún hoy. No me quito mérito; me conozco.

Las cuarenta y cuatro bolsas de harina, amable donación de un hombre que vivía tan lejos de Judea, fueron, pues, muy bien recibidas. Moisés ben Daniel era comerciante en trigo; sus antepasados habían vivido en Damasco desde hacía diez generaciones; siguieron, no obstante, siendo judíos, y todas las mañanas y todas las noches se volvían hacia el Templo para rezar. Cuando Moisés ben Daniel supo que en Judea había resistencia, una resistencia que ardía como una llama lenta, resolvió prestar su colaboración. Nos llevó el trigo, y su hija Débora, una niña de diecisiete años, blanca como un nenúfar, fue con él al húmedo y triste desierto de Efraín. Pero no fue el único, porque ya entonces los judíos de todo el mundo, de Alejandría, de Roma, de Atenas, y hasta de la lejana España, habían alzado la cabeza interesados, al enterarse de que Judea luchaba por su liberación.

Cuando llegó Moisés ben Daniel, Ragesh abrió una botella del exquisito vino amarillo
semat
, y aquella tarde el huésped tomó asiento con su hija en la tienda de Ragesh y habló con mis hermanos, conmigo y con un puñado de ancianos. Todos lo mirábamos; todos menos Eleazar, que sólo tenía ojos para la hija. Y ella ocultaba el rostro para impedir que aquel gigante de barba y mejillas rojas la contemplara.

Moisés ben Daniel era un hombre de mundo, un judío distinto de todos los que había conocido. No sólo por el hecho de que llevase consigo a doce hombres negros que eran sus esclavos y lo adoraban, doce africanos corpulentos, sonrientes, atentos y corteses, aunque, como supe después, terribles en el combate y profundos en el afecto; no solamente por el hecho de que vistiese prendas de una seda diferente de todas las que había visto; no solamente por el hecho de que su espada curva tuviese incrustadas en la empuñadura centenares de minúsculas perlitas; sino porque el hombre mismo era distinto. A diferencia de los helenistas, apóstoles de los griegos, no olvidaba ni por un instante que era judío, más judío que cualquiera de nosotros. Sin embargo, su cultura era mucho más extensa y profunda que la voluble cultura de los helenistas. Moisés ben Daniel había leído mucho y era instruido, de modo que cuando Ragesh le dijo: «Si viene un extranjero para habitar en vuestra tierra, no le oprimáis».

Moisés pudo proseguir, en correcto hebreo antiguo:

«Tratad al extranjero que habita en medio de vosotros como al indígena de entre vosotros, ámale como a ti mismo, porque extranjeros fuisteis vosotros en la tierra de Egipto»
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. Forasteros como tantos de nosotros -añadió-, que olvidamos nuestro viejo país, nuestras viejas normas y nuestra vieja tierra. Pero la palabra libertad viaja rápidamente. Los judíos se encuentran en las encrucijadas del mundo.

-¿Y qué dicen?

-Murmuran un poco -repuso sonriendo. Cruzó las piernas, arregló los pliegues del pantalón, y agregó-: Es dura la vida en el destierro, pero tiene sus compensaciones. Nos sentimos abatidos, aislados. De pronto llega la noticia de que en Israel ha surgido un Macabeo.

-Y Antíoco, ¿qué opina? -preguntó Judas.

-Conoce el nombre de Judas ben Matatías -dijo el comerciante-. Yo he traído obsequios para no venir con las manos vacías, porque es cierto que los extranjeros son bien recibidos, pero un extranjero siempre puede hacer que lo reciban mejor aún, ¿no es así?

-Los judíos no son extranjeros en Judea -dijo Ragesh riendo.

Moisés saboreó el aroma del vino, pronunció suavemente la bendición, y bebió.

-Me honra -suspiró-. ¿Qué debe añorar un judío que vive en el extranjero, el cielo de Judea, sus colinas.., o su vino? Escuchad ahora lo que voy a deciros. Apolonio, el alcaide, fue a ver a Antíoco para decirle que unos cuantos judíos miserables se habían sublevado en Judea. Lo sé de la mejor fuente. ¿Conocéis al rey de reyes?

Los miró a todos, uno por uno.

-No tenemos ese honor -contestó Ragesh-. Nosotros somos simples campesinos que cultivamos la tierra. Los grandes judíos, los opulentos, los nobles, se han encerrado en el acra de Jerusalén, donde tiene su corte el gran sacerdote Menelao.

-Permitidme entonces que os hable un poco de ese rey de reyes que gobierna medio mundo, según él. Es gordo, fofo, y tiene el labio inferior colgante-y continuamente enfurruñado. Pero él está convencido de que es muy hermoso. Posee a muchas mujeres y les hace cosas de las que no quiero hablar; también cohabita con animales. Y fuma cáñamo. Y cuando lo fuma hace cosas terribles a casi todos los que lo rodean; hasta hombres como Apolonio le tienen miedo. Sin embargo, Apolonio fue al palacio a pedir tropas.

»-¿Para atacar a quién? -preguntó el rey.

»-A los judíos, mi señor ante quien me humillo –respondió Apolonio.

»-¿A los judíos? -replicó Antioco-. ¿Quiénes son los judíos?

»-Un pueblo que vive en Palestina, en un país llamado Judea

-contestó Apolonio, aunque sabia muy bien que Antioco llevaba cuenta minuciosa de cada siclo que extraía a nuestro país.

»-Judíos... Judea... -dijo Antioco, mirando a Apolonio de una manera que le hizo sudar copiosamente-. ¿No tienes hombres?

»-Siete mil -respondió Apolonio.

»-Con siete mil hombres -rugió Antioco-, vienes a fastidiarme con los judíos? ¡Los mercenarios son más caros que los alcaides!

»Después de eso es seguro que vendrá a por nosotros.

-¿Quién, Apolonio?

Moisés ben Daniel asintió con gesto sombrío.

-¿Cómo se sirve a los reyes? -le dijo a Judas-. Muy mal, mi joven amigo. Los reyes no son inteligentes, y a veces son completamente estúpidos. Este de quien os hablo no tiene la suficiente perspicacia para comprender que no encontrará otro alcalde mejor que Apolonio. Lo único que sabe es atormentar terriblemente a Apolonio, si el griego (porque es íntegramente griego, o casi íntegramente, que lo es todo hoy en día), si el griego no atormenta terriblemente a los rebeldes. No comprende, ni le importa demasiado, que Apolonio se vio obligado a extender sus fuerzas hasta dejarlas demasiado ralas, para poder dominar mil aldeas. Pero a Apolonio si le importa; le importa seguir siendo alcaide de Judea. Por esa razón creo que vendrá a buscaros; y muy pronto.

Hubo un prolongado silencio. Observé a Judas, y detecté lo que no detectó ninguno de los presentes: el miedo que tenía. Pero su voz conservaba todo su atrayente y sutil encanto cuando respondió al mercader:

-Para mí, que nunca me he alejado más de una docena de millas del límite de Judea, Damasco es realmente un sueño maravilloso. Háblame de ella. Cuéntame algo sobre el rey; cómo vive, cómo gobierna...

Pero aquel día nació el germen del nuevo ejército, de la nueva guerra, de la nueva fuerza que daría a la palabra judío un nuevo significado, un significado distinto en el que la palabra misma tendría connotaciones de amor o de odio, de admiración o de disgusto, según la lengua que la pronunciase.

Y así ha sido hasta hoy; y hoy escribo estas páginas evocando diversos detalles de aquellos días lejanos, para poder presentarlos en un cuadro verídico y comprensible, ahora que el Senado de la poderosa Roma envía a un legado para ver al Macabeo. Pero el Macabeo ha muerto, y yo soy un judío viejo, como mi padre el adón y aquellos que lo precedieron; un judío que remueve sus recuerdos. Y yo me pregunto: ¿debemos remover los recuerdos para escudriñar lo que fue, o para buscar el fulgor de lo que debió ser? Hace poco recorría las calles que rodean la plaza del mercado, cuando encontré a un cantor, uno de los auténticos cantores de la tribu de Dan, que cantaba la canción de los cinco hijos de Matatías. Me embocé en la capa y escuché sus palabras. Decía el cantor: «Ved ahora a Eleazar, el esplendor del combate; se llamaba Eleazar y el Señor era su arma...».

Y ahora que exploro desde aquí el pasado, veo a Eleazar paseando aquella noche con la muchacha de Damasco; mi hermano, el que no tenía cólera ni malicia, marchaba suavemente, pacientemente, más judío que cualquiera de nosotros. Veo a Judas enfrentando aquella misma noche a Ragesh, quien le había dicho:

-Si vamos hacia el sur, al Néguev...

-El Néguev es muy ancho -respondió Judas-. Yo me quedaría aquí, donde Apolonio pueda encontrarnos; nosotros lo recibiremos.

-¿Sin ejército?

-Formaremos un ejército –dijo Judas.

Ragesh me miró.

-El pueblo formará el ejército y mis hermanos y yo lo entrenaremos.

Era una ilusión, pero no se la podían negar. Vimos entonces a Eleazar, paseando con la muchacha a la luz de la luna.

-Y vosotros sois los hijos de Matatías... -dijo Ragesh, con un asombro casi humilde.

Libramos nuestra primera gran batalla -grande en comparación con las minúsculas refriegas anteriores, pero bastante pequeña comparada con las que vinieron después- seis semanas después de la llegada a Efraín del mercader de Damasco, y una semana después de que Eleazar se comprometiera con su hija recibiendo como dote a los doce negros, que le fueron fieles hasta el fin. Los negros se hicieron judíos y vivieron y murieron como judíos. Durante aquellas seis semanas reunimos a mil doscientos hombres bajo la bandera del Macabeo.

Nunca hubo anteriormente nada parecido en Israel, ni en ningún otro país; porque aquellos hombres no eran mercenarios, bárbaros y salvajes, para los cuales la guerra y la vida se encuentran inseparablemente entremezcladas. No; aquéllos eran sencillos agricultores, modestos estudiosos que dedicaban su devoción a la Biblia, a la alianza y a los rollos de nuestro pasado. Algunos de ellos sabían utilizar bastante bien nuestros pequeños arcos laminados, con los que habían cazado perdices y conejos, pero ninguno tenía experiencia en el manejo de lanzas y de espadas. Y había muchos que eran como los alumnos del santo rabí Lázaro ben Simón, que tenía una escuela en Mizpá, y predicaba una doctrina de amor extensivo a los insectos más pequeños; sus discípulos andaban descalzos y con la vista fija en el suelo, para no aplastar a las más bajas de las criaturas de Dios. Esos mismos hombres formaban ahora en las filas, y Ragesh, que había estado en Partia -y los partos son los mejores arqueros del mundo-, les enseñaba a lanzar las delgadas saetas judías en disparos sucesivos y sostenidos; las flechas caían como una lluvia, penetrando en todos los resquicios de las filas enemigas.

También aprendimos otras cosas, yo y mis hermanos, al mismo tiempo que los hombres del pequeño ejército que se estaba organizando en Mará. Los etíopes, los negros que habían llegado con el mercader de Damasco, nos enseñaron a transformar las lanzas en venablos, a arrojarlas, y a guiarlas con unos trozos de cuero delgado que las hacía hendir el viento. Judas nos enseñó a usar la larga espada de los sirios, porque esa arma se había convertido en una prolongación de su puño, de su brazo. Moisés ben Daniel dejó a su hija con nosotros y viajó a Alejandría, de donde retornó un mes más tarde con cien jóvenes judíos, voluntarios de la comunidad alejandrina, y una donación de diez talentos de oro de la gran sinagoga. Entre los voluntarios figuraban seis ingenieros, dos de los cuales habían vivido en Roma y nos enseñaron a fabricar las catapultas romanas. Recuerdo muy bien la llegada a Efraín de aquellos extranjeros que venían del lejano Egipto, cargados de regalos y vestidos con hermosas ropas que hacían parecer realmente vulgares nuestros tejidos domésticos campesinos. Trajeron un presente para Judas: un estandarte de seda azul con la estrella de David, y la inscripción: «
Judas Macabeo. El que resiste a los tiranos obedece a Dios
». Recuerdo muy bien cómo se adelantaron todos para ver a Judas, que ya era un personaje de leyenda, y su asombro y sorpresa cuando descubrieron que Judas era tan joven como la mayoría de ellos y más joven que algunos de su grupo.

Pero no todo fue fácil y agradable. Nunca tuvimos suficientes alimentos y cuando Apolonio desahogó su furia en Judea aumentó la población de Efraín. En todas partes donde había griegos o dominación griega sufrieron los judíos, que fueron convergiendo a Efraín desde puntos tan lejanos como Galilea y Gesur, con los pies doloridos y a menudo muertos de hambre; lastimoso flujo de refugiados que repetían sin excepción la misma historia de horrores, violencias y crímenes. A mí y a Juan nos correspondía ocuparnos de ellos. Yo juzgaba desde las primeras horas de la mañana hasta las últimas de la noche; pero no eran juicios como los que practican actualmente los etnarcas, y las porfías y las disputas nunca terminaban. A los mayores les ofendía mi juventud; los jóvenes la desafiaban. De ahí surgió lo que se dio en llamar la mano de hierro de Simón ben Matatías.

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