Mis gloriosos hermanos (19 page)

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Authors: Howard Fast

BOOK: Mis gloriosos hermanos
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Aquélla era otra prueba del desprecio que les inspiraba a los griegos ese pueblo bucólico y pacífico de los judíos, que adoraban la paz y no sabían luchar ni defenderse. Porque para el relevo de Shiló no había allí más que dos veintenas de hombres, que dormían sin guardias ni centinelas; dormían profundamente, con las armas en pabellón y las armaduras apiladas.

Judas no vaciló; impartió sus órdenes rápidamente, casi con amargura. Envió a un puñado de hombres al norte, a que se ubicaran a unos centenares de pasos de distancia, a las órdenes de Jonatás; de Jonatás, el muchacho, el ágil, vehemente e inquieto Jonatás. Juan fue con ellos, pero los comandaba Jonatás, el muchacho; debían bajar la cuesta y apostarse a un tiro de lanza del camino.

Otro puñado se dirigió hacia el otro lado, hacia el sur, con el adón.

Eleazar, yo y Rubén nos quedamos con Judas, y nos situamos detrás de una enorme roca rodada que se alzaba allí, en el reborde, sin duda desde que Dios formó las colinas en esta antigua y hermosa tierra.

-¿Podrás moverla, Eleazar? –preguntó Judas.

Eleazar, sonriendo, se acurrucó bajo la piedra, extendió los brazos para hacer palanca y empujó. Despuntaba la aurora, la rosada y maravillosa aurora de Judea, y a su débil y naciente claridad, el poderoso cuerpo de Eleazar se desdobló como el del antiguo Sansón. Eleazar se había quitado la capa, la chaqueta y las sandalias y estaba cubierto únicamente por el pantalón de lino. Pura fuerza humana, los músculos se contrajeron, se pusieron tensos y luego empujaron, en un esfuerzo brutal que desquició a la piedra, moviéndola como no se había movido nunca desde los comienzos del mundo. El peñasco se estremeció, y nosotros agregamos nuestros brazos a los de Eleazar; se agitó, y Eleazar lo apremió como si fuera un ser vivo; se balanceó, giró y cayó. Se detuvo un instante en el borde, y luego se desprendió y rodó cuesta abajo con un estrépito que sacudió los cerros como un trueno; en el trayecto se partió en dos y dislocó otras cien piedras que saltando y rugiendo se precipitaron sobre los dormidos mercenarios. Pero ya no dormían; despiertos y aterrados, miraban a todos lados, se arrastraban, corrían, recogían cualquier arma que encontraban a mano, y gritaban despavoridos cuando las rocas se desplomaban sobre ellos.

Con las espadas desnudas, los cuatro seguimos a las piedras. Por lo menos diez mercenarios habían muerto o quedado mutilados por el derrumbe, y otros quince, quizá, salieron corriendo desesperadamente por el camino, en una u otra dirección, para ser atravesados por las flechas de los dos pequeños grupos apostados a cada lado. Pero los restantes, que nos cuadruplicaban en número, se rehicieron y nos enfrentaron con sus lanzas y escudos. Una vez más vi luchar a mis hermanos; a Judas, veloz, terrible y mortífero y a Eleazar, el dulce y amable Eleazar, que era la batalla misma, que la amaba y luchaba como un demonio. Nosotros no éramos más que cuatro, y no éramos rocas sino hombres de carne y hueso, y ellos eran quince o dieciséis. Que nadie diga que los mercenarios no saben pelear; es lo único que saben hacer, y lo hacen bien. Yo lo averigüé aquella mañana, mientras luchaba por mi vida, teniendo a Judas a un lado y a Rubén al otro. Muchas veces volvimos a pelear en los años que siguieron. Pero aquella vez también estaba Eleazar, que mató a dos hombres y derribó a un tercero; si él no hubiese estado, en esas primeras batallas, cuando todavía no habíamos aprendido a luchar, habríamos sin duda perecido. La refriega parecía eternizarse; el tiempo se había detenido; y las fuerzas se nos escurrían del cuerpo como el agua de una botella agujereada.

Espalda contra espalda, formando cuadro, nos mantuvimos a raya y derribamos a siete, pero yo estaba herido y sangraba y Rubén había recibido una extensa lanzada. Cuando volvían a atacarnos con las lanzas, llegó Jonatás con sus hombres, y el combate terminó. Dos mercenarios huyeron cuesta arriba y tras ellos salió Eleazar, con las manos vacías, descalzo, saltando de roca en roca como un gato.

Alcanzó a uno y lo mató de un terrible y demoledor puñetazo. El otro, acorralado, se volvió empuñando su larga lanza siria de punta de pala, y embistió. Eleazar eludió el golpe, asió la lanza con un movimiento rápido, como un relámpago y tiró de ella. El mercenario cayó hacia adelante y Eleazar encima de él. Fue todo muy rápido, tan rápido que nosotros nos quedamos mirando, jadeantes y sangrando, y sin movernos, como si existiese el convenio tácito de que debía ser Eleazar ben Matatías, y no otro, el que luchara con él, el que rodara por el suelo una vez para levantarse enseguida, erguido y con el cuello del mercenario entre sus manos; se irguió, lo alzó en el aire, y el hombre quedó colgando, gritando y arañando.

Hasta que murió, y entonces Eleazar lo soltó.

Arrastramos los cadáveres y los apilamos en el camino, después de quitarles todas las armas que podíamos transportar. Casi todos estábamos heridos y sangrábamos, incluso mi padre; y algunos gravemente. Pero vivíamos y podíamos caminar. Y no quedaba ningún mercenario vivo. Cuando apilábamos los cuerpos, Judas dijo:

-Esto es lo que haremos, una y otra vez, hasta que no vengan más a nuestra tierra.

Luego nos lavamos las heridas y nos echamos a descansar.

De ese modo comenzó, y de ese modo aprendimos la nueva forma de luchar, la guerra del pueblo que no se libra con ejércitos ni poderío, sino con fuerzas que surgen del pueblo; porque regresamos a Shiló y narramos lo sucedido, y doce hombres de Shiló se unieron a nosotros. Les dimos armas de las que habíamos cogido a los mercenarios. Luego apostamos centinelas en los cerros que circundan la aldea, para prevenir a los aldeanos si volvían los mercenarios y permitirles recoger a tiempo sus cosas y huir.

Luego, y por espacio de nueve días, realizamos una correría por las colinas y los valles del norte de Judea. En esos nueve días aprendimos a hacer nuestra guerra; aprendimos a luchar de manera diferente de la que hasta entonces se había empleado. Viajábamos de noche, a la luz de la luna y las estrellas, y los días calurosos dormíamos en cuevas o en bosques espesos y resguardados. Nos desplazábamos rápidamente, y Judas comenzó a emplear una táctica que fue luego la base de todas nuestras operaciones: atacar por la retaguardia, y aparecer repentinamente en la zaga de un enemigo que nos perseguía. Actuábamos con un movimiento rítmico, y una vez iniciado Judas no permitió pausas ni descansos. También aprendimos otras cosas. Al principio nos cargábamos con las pesadas lanzas y espadas de los mercenarios, y hasta muchos de nosotros nos poníamos los petos; pero lo que ganábamos con esas armas que no conocíamos muy bien, lo perdíamos en facilidad de movimiento; hacia el final de la incursión abandonamos todas las armaduras.

Los mercenarios no estaban habituados a utilizar arcos, y cuando llevaban destacamentos de arqueros, sus armas consistían en unas pesadas varas de madera curvada, de cinco pies de largo. Atraídos por su mortífero aspecto al principio nos apoderábamos de esos arcos; pero no tardamos en abandonarlos, reemplazándolos con nuestros pequeños y prácticos arcos de cuerno de carnero laminado, que habíamos utilizado toda la vida para cazar liebres, chacales y aves silvestres. Cuando podíamos, atacábamos antes del alba; si no, a ciertas horas de la noche. Pero tampoco fueron todo victorias. Las dos batallas de Shiló nos hicieron confiar demasiado y despreciar a los mercenarios; nos costó caro, terriblemente caro, porque alentados con nuestros triunfos atacamos una columna de sesenta mercenarios en las afueras de Betel, y en pleno día; los mercenarios pudieron engranar los escudos y embestirnos en falange. Para ese entonces nuestro número había ascendido a treinta y nueve; pero habríamos perecido todos si no hubiese sido por la terrible furia combativa de Eleazar y Judas, que rechazaron acometida tras acometida, aun cuando sólo quedábamos nueve en pie. Finalmente los restantes de ambos bandos nos separamos en dos grupos, jadeantes y desfallecientes, demasiado fatigados para seguir luchando. Pudimos recoger y llevarnos a nuestros heridos.

Ése fue el fin de la incursión, pero en aquellos nueve días toda Judea se había inflamado, agitada y turbulenta, y no hubo familia, no importa a qué distancia se hubiese trasladado, que no conociese los nombres de Matatías y sus hijos. Y los griegos se lamían las heridas, y ya no consideraban a los judíos como unos mansos y humildes eruditos que los sábados preferían morir antes que levantar una mano para defenderse. Los mercenarios no volvieron a recorrer solos los caminos de nuestro país, ni en grupos de diez ni de veinte; se encerraron en las fortalezas amuralladas, y cuando salían era formando ejércitos enteros; y cuando dormían apostaban centinelas que paseaban ansiosamente de un lado para otro. Pero no todo estaba de nuestro lado, no; ellos se vengaron, matando, quemando, saqueando e iluminando las noches de Judea con las llamas de las aldeas incendiadas. Mas el pueblo contestó luchando; los aldeanos morían entre las llamas con los cuchillos entre las manos, y en todas partes se retiraban a millares a las montañas, a las agrestes y selváticas colinas de Judá, de Bethaven o de Giled. Y de todas partes, de todos los puntos del país, fueron afluyendo a Efraín oleadas constantes de hombres de los más fuertes, los más enconados y los menos temerosos.

Entre los hombres que condujimos de vuelta figuraba mi padre, el adón Matatías; tenía un profundo sablazo en un muslo y un cruel desgarrón de una lanza de pala en un hombro. Yo le curé las heridas con mis propias manos, sintiendo su dolor en mis dedos, pero sin ver ni la menor señal en su pálido rostro aguileño. Lo llevamos de vuelta a Efraín lo más suavemente que pudimos, cargando la litera únicamente nosotros, sus hijos; pero a pesar de todo, cuando llegamos por fin al pequeño valle donde se hallaban los nuestros, portadores de una historia compuesta de batallas, victorias y derrotas, las heridas se habían infectado y supuraban. Lo acostamos en una tienda levantada especialmente para él, y nos turnamos para atenderlo constantemente. Pero no mejoró, sino que empeoró. El rabí Ragesh, que había estudiado el arte de curar con los sabios de Alejandría, le puso en las heridas drenajes de vidrio, para que no se cerraran y pudieran exudar. Pero el adón le regañó con suavidad.

-Ragesh, no hagas una montaña de un grano de arena. La vida ha sido conmigo demasiado amarga para que me aferre a ella. Como viejo judío que soy, iré a ver a Dios con las rodillas tiesas y el corazón firme, y no tengo miedo.

-No irás a ver a Dios, Matatías -repuso Ragesh sonriendo-, mientras nosotros te necesitemos aquí. Un poco más...

-Vosotros no me necesitáis. Tengo cinco hijos fuertes. Quítame, pues, tus diabólicos instrumentos y déjame con mi dolor.

La fiebre fue consumiéndolo día a día, hasta que el adón perdió toda noción de tiempo y lugar, y de lo que había sucedido, y rememoraba delirante los años de su juventud, cuando todo el país, inundado de sol, gozaba de paz,, y él estudiaba en los rollos de la sinagoga, dirigido por los ancianos eruditos, lo que habían escrito los sabios de Babilonia. Adelgazó y se le estiró la piel del rostro. Hubo un solo momento, breve, en el que cedió la fiebre y recobró la lucidez. Nos mandó llamar, a nosotros sus hijos, y nos reunimos alrededor de su lecho. Juan le sostenía la cabeza alzada para que pudiera vernos; Judas le acariciaba una mano y Eleazar, arrodillado a su lado, lloraba como un niño. Había poca luz en la tienda y fuera caía la lluvia, pero por entre el ruido del agua me pareció oír el suave murmullo del pueblo; de todo el pueblo de Efraín, que se había congregado alrededor de la tienda donde yacía, moribundo, el adón Matatías.

-¿Dónde estáis, hijos míos, mis fuertes e intrépidos hijos? -susurró, hablando en el antiguo hebreo en lugar del arameo, y formando las frases de esa espléndida y ceremoniosa manera con que están escritos nuestros antiguos rollos-. ¿Dónde estáis, hijos míos?

-Aquí -contesté-. Aquí estamos, padre mío.

-Entonces, Simón, bésame tú en los labios -dijo-, porque te daré la poca fuerza que me queda. Escúchame ahora, Simón, porque tú eres fuerte, voluntarioso y terrible como fui yo.

Lo besé, y él levantó una mano y me acarició la cara, y palpó mis lágrimas.

-No, no -dijo meneando la cabeza-, ¿eres una mujer para llorar por la muerte de un hombre? Somos de carne, Simón, y nacemos para morir. No llores más.

-No -murmuré.

-¡Ahora escúchame, Simón, porque te voy a encomendar! –dijo alzando la voz, en la que se insinuó aquel viejo e imperioso tono del adón-. Somos un pueblo pequeño, un pueblo minúsculo, sin duda; un pueblo arrojado en un desierto de extranjeros. ¿Cómo vamos a sobrevivir si no creamos el bien? Porque nuestras normas no son las normas de los demás, y nuestro Dios es distinto de cualquier otro Dios. Bendito sea el Dios de Israel y el pueblo que cumple su pacto, porque ¿qué dice Él?

Sacudí la cabeza en silencio.

-¿Qué dice El, Simón? Está muy claro; El dice: «Marcha por los senderos de la rectitud, ama el bien y odia el mal». El nos eligió a nosotros, que somos un pueblo terco, un pueblo de cerviz dura, y estipuló que no debíamos doblegarnos ante nadie, ¡ante nadie, Simón! Si no podemos mantener erguida la cabeza, ¡que se transforme Judea en un desierto!

El esfuerzo lo agotó; se recostó en los brazos de Juan, con los ojos cerrados y la respiración ronca. Luego dijo:

-A ti, Simón, te confío a tus hermanos. Tú eres el guardián de tus hermanos, tú y nadie más que tú, y a ti te los encomiendo. A ti te los encomiendo. Y si hubiese en Israel un hombre o un niño que necesitara sustento o socorro, que pidiera ayuda o misericordia, no le vuelvas la espalda, Simón ben Matatías, no endurezcas tu corazón, no endurezcas tu corazón...

Luego dijo:

-¡Judas! ¡Judas, hijo mío!

Judas inclinó la cabeza y mi padre le cogió las manos y se las besó.

-Tú eres el Macabeo -dijo el viejo-; el pueblo volverá los ojos hacia ti, y tú los conducirás, Judas. No me lo niegues.

-Haré como dices -susurró Judas.

-Los conducirás como los condujo Gedeón. Y tú, Juan, mi primogénito, amable y bueno; y tú, Eleazar, modelo del esplendor del combate cuando un hombre lucha por la libertad; y tú, Jonatás, mi niño, mi niño Jonatás. Venid y dejad que os abrace y os bese. Y entonces diré: «
Oye, Israel, el Señor es nuestro Dios...
».

Se recostó y de su torvo rostro de halcón desapareció la aspereza, y sirviéndole de mortaja el cabello, blanco como la nieve, y la blanca barba, se durmió. Levanté la cortina de la tienda y salí.

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