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Authors: Howard Fast

Mis gloriosos hermanos

BOOK: Mis gloriosos hermanos
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Este es un magnífico canto a la libertad del pueblo judío, protagonizado por los híjos de Matatías, adón del pueblo de Modín. Los cinco "gloriosos hermanos" encabezan la rebelión contra las tropas sirio-griegas a las ordenes de Antíoco IV (175-164 a. C.), un monarca que pretendía gobernar Judea según los esquemas helenísticos, y que había abolido la tradicional teocracia que permitía a los judíos gozar de una relativa autonomía. Una lucha larga y dura que pondrá a prueba la unidad de todo un pueblo, y que por primera vez en su larga historia estará a punto de provocar la desaparición del judaísmo.

HOWARD FAST Nació en Nueva York en 1914. De formación autodidacta, empezó a escribir durante la Gran Depresión de los años treinta, mientras trabajaba en diferentes empleos ocasionales. Fue corresponsal de guerra en Europa, y a su regresó a Estados Unidos se afilió al partido comunista norteamericano, del que fue expulsado por protestar contra la represión soviética en Hungría. Su gran éxito como novelista se debe en gran medida a su honesto compromiso político en defensa de los más desfavorecidos. Una inquietud que se refleja en sus obras, ambientadas en épocas muy diversas, y en las que siempre existe un trasfondo de lucha social.

Howard Fast

Mis Gloriosos Hermanos

Judea contra Antíoco IV
La lucha por la libertad

ePUB v1.0

Zk
10.06.11

Título original:
My glorious brothers. The Jewish Rebellion

Diseño de cubierta: Ripoll Arias/Mercedes Galve

Ilustración: relieve procedente del palacio imperial, Constantinopla.

© Howard Fast, 1948

© De la traducción: Patricia Antón, 1995

© Edhasa, 1995

ISBN: 84-350-0617-4

A todos los hombres, judíos y gentiles, que

dieron la vida en la antigua e inacabada

lucha por la libertad y la dignidad

humanas.

Poco más de un siglo y medio antes del nacimiento de Cristo, un puñado de labradores judíos se levantó contra los conquistadores asirio-griegos que habían ocupado su país.

Por espacio de tres décadas libraron una batalla que, como esfuerzo de resistencia y liberación, casi no tiene paralelo en la historia de la humanidad. Fue, en cierto sentido, la primera lucha moderna por la libertad y estableció una pauta que siguieron muchos movimientos posteriores.

Esa historia, celebrada aún ahora por los judíos de todo el mundo con la festividad de janucá, o Fiesta de las Luces, es la que he tratado de narrar aquí, pues considero que en esta época problemática y amarga es útil y necesario recordar la antigua entereza del género humano.

Todo el valor que pueda tener este relato lo debo al pueblo que recorre sus páginas, ese maravilloso pueblo de la antigüedad que con su religión, sus normas de vida y su amor a la patria, forjó esa espléndida máxima de que la resistencia a la tiranía es la forma más genuina de la obediencia a Dios.

Prólogo

En el que yo, Simón, juzgo al pueblo

Una tarde del mes de
nisan
, que es la época más hermosa del año, tañeron las campanas y yo, Simón, el último, el más indigno de todos mis gloriosos hermanos, me senté a juzgar. Hablaré de ello, escribiéndolo aquí, porque el juicio se compone de justicia –eso dicen al menos-, y todavía me parece oír la voz de mi padre, el
adón
[ 1 ]
que decía:

«En tres cosas reposa la vida: en el derecho, expresado por la ley; en la verdad, manifestada en el mundo; y en el amor de los hombres, que reside en el corazón».

Pero eso fue hace mucho tiempo, según el cómputo de los hombres, y mi padre, el viejo, el adón, ha muerto, y todos mis gloriosos hermanos también murieron, y lo que era claro entonces dista mucho de serlo ahora. De modo que si anoto aquí todo lo que sucedió (o casi todo, ya que la memoria del hombre no es como la guarida de una bestia, sino un tejido débilmente entrelazado), lo hago para que yo mismo pueda saber y comprender; si es que existe eso que llaman el conocimiento y la comprensión. Judas sabía; pero a Judas no le tocó, como a mí, juzgar al país entero; un país en paz, con sus caminos abiertos al norte y al sur, al este y al oeste, con la tierra labrada y los campos llenos de niños que juegan y ríen. Judas no vio las vides agobiadas por el peso de una carga abundante, los granos de cebada brotando como perlas, los graneros colmados hasta reventar; Judas no oyó cantar a las mujeres, alegres y libres de temor.

Y a Judas nunca lo visitó un enviado de Roma, como fue a verme a mí aquel día, haciendo el largo viaje, según él (y juzguemos nosotros mismos si un romano miente o dice la verdad), guiado por el único objeto de hablar con un hombre y estrecharle la mano.

-¿Acaso no hay hombres en Roma? -pregunté, después de ofrecerle pan, vino y fruta, y de ocuparme de que le proporcionaran un baño y una habitación para descansar.

-Sí, los hay -repuso el romano, y sonrió, moviendo el labio superior, delgado y sin bigote, con la misma circunspección con que hacía todos sus movimientos-; hay hombres, pero no son Macabeos. Por eso el Senado me dio un mandato, ordenándome que fuera al país donde gobierna el Macabeo, que lo encontrara...

Vaciló durante unos instantes; de sus labios desapareció la sonrisa y una expresión casi tétrica cubrió su rostro oscuro. y que le diera la mano -concluyó-, que es la mano de Roma, si él me ofrecía la suya.

-Yo no gobierno -dije-. Los judíos no tenemos gobernantes ni reyes.

-¿Pero tú eres el Macabeo?

-En efecto.

-¿Y tú guías a este pueblo?

-Yo lo juzgo, actualmente. Cuando tenga que ser guiado, podré ser yo quien lo guíe, como podrá ser algún otro. No tiene importancia. Ellos sabrán hallar a su conductor, como supieron hacerlo antes.

-Pero tuvisteis reyes, si mal no recuerdo -dijo el romano, pensativo.

-Los tuvimos y fueron como ponzoña para nosotros. Nosotros los destruimos a ellos, o ellos nos destruían a nosotros. Ya sea el rey judío, o griego, o...

-O romano -intervino el legado sonriendo con esa peculiar sonrisa, lenta e intencionada.

-O romano.

Hubo un silencio prolongado, mientras el romano y yo nos mirábamos, y yo adivinaba sus pensamientos. Finalmente, con gran calma, una calma fingida, me dijo:

-Hubo un hombre en Cartago que dijo lo mismo. Tenía todas las peculiaridades de un... judío, podría decirse. Y Cartago esta cubierta de sal, y no crece allí ni una brizna de hierba. Hubo un griego... Bueno, Atenas es uno de nuestros mercados de esclavos. Hace unos treinta años, quizá lo recuerdes, Antíoco invadió Egipto con sus tropas mercenarias. Fue una guerra que no agradó al Senado, por lo que envió a Popilio Laneo con una orden; no llevó tropas, sino una simple manifestación de disgusto del Senado. Antioco pidió veinticuatro horas para considerar la cuestión, y Popilio le respondió que podía darle veinticuatro minutos. Creo que Antioco no tardó más de dieciocho minutos en decidirse.

-Nosotros no somos ni griegos ni egipcios -dije al romano-. Somos judíos. Si vienes en son de paz te daré la mano pacíficamente. Guarda tus amenazas para cuando vengas en son de guerra.

-Tú eres el Macabeo -asintió el romano y, sonriendo, me estrechó la mano.

Aquella misma tarde fue testigo de cómo juzgaba a mi pueblo.

Estábamos, como he dicho, en el mes de
nisan
; a principios de mes, cuando todo el país se cubre de flores, cuyo aroma se difunde por el Mediterráneo hasta a veinte millas de distancia; en las colinas y en las faldas de las montañas las siemprevivas se desprenden de la escarcha y de la nieve y se bañan en sus propios aceites olorosos, los cedros se guarnecen de un verde rutilante y los delicados abedules ondean como doncellas en una boda. Las abejas acuden para elaborar miel y la gente entona canciones de alegría. Porque no hay en todo el mundo (¿cuántos viajeros no lo han constatado?) un país como el nuestro, tan fértil, tan fragante, tan generoso.

Yo, Simón, me instalé en mi cámara; decían que «el Macabeo estaba en su sitial, juzgando». Entre los concurrentes figuraban un curtidor y un esclavo beduino, un muchacho de unos catorce o quince años. En un extremo de la sala había tomado asiento el romano, moreno, de baja estatura y robusta complexión, piernas desnudas cubiertas de vello negro, y una nariz voluminosa, en forma de pico, destacándose en un rostro ancho. Era una figura extraña, exótica entre nosotros, que somos de miembros largos y de barbas rojas o castañas. Como los gentiles que nos rodean, el romano no llevaba barba. Con las piernas cruzadas, había apoyado en un puño su bien afeitado mentón y observaba y escuchaba, siempre con su cínica mueca en los labios; el largo brazo de la
Pax Romana
tocaba por un instante el duro puño de la
Pax Judea
, y hallándolo tosco, no civilizado, se preguntaba, quizá, cuándo lo catarían y ablandarían las legiones... Pero estoy divagando. He dicho que se había presentado un muchacho beduino con su amo, un curtidor de pieles de cabra.

Hombre rudo el amo, como suelen serlo los curtidores; tenía la piel del color del tinte del abeto y una fría mirada en los ojos.

-Paz, Simón -me dijo-. ¿Qué harías tú con una rata del desierto que se escapa?

Mirando de soslayo al romano, me di cuenta de pronto de que yo era judío y aquel curtidor era judío; y de que yo era Simón, el Macabeo y etnarca de todo el pueblo; y que el curtidor era un ciudadano y nada más, y de que en todo el mundo sólo un judío sabría comprender por qué me había hablado de ese modo.

-¿Por qué se escapa? -pregunté, mirando al muchacho.

Era delgado y esbelto como una gacela, de piel negra y miembros bien formados, como la mayoría de los beduinos; tenía abundantes greñas negras y un cutis suave que no sabía de barbas ni de navajas.

-Cinco veces -dijo el curtidor-. Dos veces lo traje yo mismo de vuelta. Otras dos veces fue recogido por caravanas que pasaban, a las que tuve que pagar fuertes sumas de dinero. Y ahora mi hijo lo ha encontrado en el desierto, medio muerto. Tenía que servir dos años más; ahora con lo que me ha costado tiene que servirme nueve.

-Lo cual es la justicia cabal -dije-. ¿Qué quieres de mí?

-Quiero marcarlo, Simon.

El romano sonreía, y el muchacho temblaba de miedo. Le mandé que se adelantara y se arrodilló.

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