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Authors: Howard Fast

Mis gloriosos hermanos (3 page)

BOOK: Mis gloriosos hermanos
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Somnolientos, excitados y aterrados por la perspectiva del viaje, nos vestimos apresuradamente, salimos al frío del patio a lavarnos, volvimos y engullimos las tortas calientes que Juan había preparado.

Nos peinamos, nos envolvimos en nuestras largas capas de lana rayadas, como había hecho el adón, y salimos tras él; cinco enanos listados de negro, y un gigante. La aldea comenzaba apenas a despertarse cuando el adón la atravesó majestuosamente, seguido uno a uno por nosotros; primero Juan, después yo, Simón; después Judas, Eleazar y, finalmente, la pequeña y jadeante figura de Jonatás, que sólo tenía ocho años de edad.

De ese modo yo y mis hermanos marchamos con el adón cuesta arriba y cuesta abajo, por lomas y por valles, y recorrimos trece millas, largas, duras y pesadas, para llegar hasta las puertas de la ciudad santa, la única ciudad que llamamos nuestra: Jerusalén.

¿Cómo podría explicar ese momento en que un judío ve por primera vez Jerusalén? Hay otros pueblos que viven en ciudades y observan desde ellas el campo; nosotros contemplamos nuestra ciudad desde el campo. En aquel entonces éramos, además, un pueblo conquistado; aunque no como lo fuimos más tarde, con el fundamento de que los judíos y todo lo que significaban debían ser barridos para siempre de la superficie de la tierra. Estábamos bajo el talón de los macedonios; nos tenían sojuzgados y nos despreciaban, pero nos permitían vivir tranquilamente mientras no perturbáramos la paz. No nos querían como esclavos. «Si tomas a un judío como esclavo -dicen los gentiles-, no tardará en ser tu amo.»

Querían nuestras riquezas: el vidrio que hacemos en nuestros hornos en la costa del mar Muerto; el cuero del Líbano, blando como manteca pero muy resistente; la madera de cedro, fragante y roja; las grandes cisternas de aceite de oliva; las tinturas; el papel y el pergamino; las telas de lino, finamente tejidas, y las interminables cosechas, tan feraces, que en nuestro país nadie pasa hambre ni siquiera en los séptimos años, cuando toda la tierra reposa. Por lo tanto, nos impusieron gravámenes, nos exprimieron, nos robaron, pero nos dejaron, al menos momentáneamente, una ilusión de tranquilidad y libertad.

Eso ocurrió en las aldeas. En la ciudad era distinto, y en aquella ocasión, niño aún, mientras marchaba con mis hermanos detrás del adón, pude ver las primeras señales de lo que llaman la helenización. La ciudad parecía una blanca gema, o al menos, ésa es la impresión que tengo ahora, después de tanto tiempo. Era elevada, arrogante, hermosa, con sus calles limpias, lavadas con agua de los grandes acueductos, que llevaban agua al Templo mucho antes de que los romanos los soñaran siquiera, con sus torres altas y briosas, y el Templo coronando grandiosamente todo el conjunto. Pero sus habitantes eran algo nuevo; afeitados, con las piernas desnudas, a la manera de los griegos, muchos de ellos desnudos hasta la cintura, nos miraban con mofa y desprecio.

-¿Son judíos? -pregunté a mi padre.

-
Eran judíos
-respondió con voz vibrante, suficientemente alta como para ser oída a varias yardas de distancia-. ¡Hoy son escoria!

Seguimos andando, el adón con el mismo paso firme y regular con que había salido de Modin, nosotros los chicos rendidos de cansancio. Siempre subiendo, cada vez más arriba, fuimos dejando atrás las hermosas casas blancas de la ciudad, el estadio griego donde los judíos desnudos lanzaban el disco y corrían, los cafés, los restaurantes y los fumaderos de hachís. Nos cruzamos con una animada y sorprendente mezcolanza de mujeres pintarrajeadas que llevaban un seno al descubierto, mercaderes beduinos, rufianes, prostitutas, árabes del desierto, griegos, sirios, egipcios y fenicios; y, por supuesto, en todas partes, los altaneros y jactanciosos mercenarios de las tropas macedonias, asalariados de todos los colores y todas las razas, unidos por la simple y única circunstancia de que su oficio común era el crimen, por el cual recibían paga, armadura y alimentos.

Nosotros los chicos veíamos únicamente un suntuoso tapiz; sólo más tarde se diversificaron sus partes. Éramos capaces de distinguir uno solo de sus elementos: los mercenarios. A éstos los conocíamos y los interpretábamos. El resto era el desconcertante resultado de lo que había acontecido, en el transcurso de una generación, a los judíos que quisieron ser griegos y transformaron su santa ciudad en una mancebía idólatra.

Finalmente, y siempre subiendo, llegamos hasta el Templo. Allí nos detuvimos, mientras el adón pronunciaba las bendiciones.

Levitas de túnicas blancas, barbados como el adón, lo saludaron y abrieron las pesadas puertas de madera.

-Y amarás al Señor, tu Dios -dijo el adón, con su voz profunda y vibrante-, porque nosotros fuimos esclavos en Egipto, y él nos salvó de la esclavitud para que levantáramos un Templo a su eterna gloria.

No es de la infancia de lo que quiero hablar, penetrando en el pasado, por aquí y por allá, casi al azar, para reunir suficientes elementos de juicio que me permitan llegar finalmente a comprender -y quizá también el lector- por qué los judíos son judíos, benditos o malditos, según se mire, pero judíos; no es de la infancia, que carece eternamente del sentido del tiempo o del paso del tiempo, sino de la breve adultez, tan terriblemente breve, de mis gloriosos hermanos. Pero nosotros decimos que la primera engendra a la segunda. Fui al Templo por primera vez cuando era un niño: volví luego muchas veces más; y finalmente, cuando acudí por última vez, ya era un hombre.

Si hay algo que caracteriza a la adultez, ese algo es el fin de la ilusión. Esa vez la ciudad ya no era un mágico conjunto de piedras blancas, sino un burdel. El Templo ya era solamente un edificio, y no muy bien construido, por cierto. Los levitas de blancas túnicas ya no eran ungidos mensajeros de Dios, sino escoria, infame y cobarde. La adultez tiene su precio; hay que abandonar un mundo, y adquirir otro, y luego apreciar su valor punto por punto, parte por parte.

Ruth fue lo único que quedó intacto. Lo que sentí por ella y hacia ella a los doce años fue lo mismo que sentí a los dieciocho y a los veintiocho. He dicho que habíamos vuelto al Templo una y otra vez, y que luego fuimos una vez más, que fue la última; pero en los intervalos sucedieron varias cosas. Crecimos; cambiamos; adquirimos valor; matamos a un hombre, nosotros, los muchachos.

Y estaba Ruth. Ruth era hija de Moisés ben Aarón ben Simón, un judío menudo, sencillo, trabajador, que vivía en la casa contigua a la nuestra; era vinatero, y tenía diecinueve filas de vides en la ladera de la colina. Pero también era filósofo, un filósofo vulgar, como todos los vinateros. Y en cierto modo nosotros somos una nación de vinateros, somos el pueblo de la
sorek
, como nos llaman los egipcios con su ignorancia esclavista, envidiosos de todo lo que no tienen. La
sorek
es una uva negra, grande como una ciruela, carnosa y rebosante de mosto. En primavera nos da el
tairesh
, en verano el embriagador
iaín
y durante el invierno el
shikar
, la mezcla de color rojo oscuro que rejuvenece a los viejos y despabila a los tontos. Los romanos y los griegos los llamarán «vinos»!, pero ¿qué saben ellos del exquisito Kerujim, oro liquido, o Frigia, rojo como la sangre, o del rosado Sharón, o del
iaín
Kushi, claro y dulce como el agua, o del
aluntit
, o del
inomilin
, o del
roglit
? Treinta y dos combinaciones hacia Moisés ben Aarón en nuestra pequeña aldea de

Modín, en sus dos profundas cisternas de piedra, y cuando alguna salía muy buena, enviaba con Ruth una jarra al adón. Ruth se quedaba junto a la mesa, con la boca abierta y los ojos, azules, con una expresión de ansiedad y preocupación, mientras el adón se servia la primera copa.

Nosotros, los cinco, compartíamos la ansiedad de Ruth: permanecíamos quietos y silenciosos, observándolos a ella y al adón. El vino es la otra sangre de Israel, decimos con bastante frecuencia; bebida sagrada, ya sea que la saboreemos en el
seder
o que nos bañemos en ella, como solía hacer Lebel el tejedor. El adón nunca prescindía de las formalidades, cuando eran indicadas.

-¿Lo envía tu padre, Moisés ben Aarón ben Simón ben Enoch?

Mi padre se enorgullecía de conocer al dedillo por lo menos siete generaciones de cada uno de los habitantes de Modín.

Ruth asentía; más tarde, muchos años más tarde, me confesó todo el temor que le inspiraba el adón.

-¿De la nueva vendimia?

Si por casualidad se trataba de una mezcla, de una mixtura de miel o de una maceración, Ruth retrocedía avergonzada y compungida.

-Para que el adón juzgue y saboree -acostumbraba decir, forzando las palabras una por una y echando miradas furtivas a la puerta; pero estaba hermosa, tan hermosa con su cabello rojo y su maravilloso cutis cobrizo. Me destrozaba el corazón y me hacía imaginar el día en que desafiaría al adón para honrarla y hacer su voluntad.

Luego el adón lavaba la copa de cristal que había sido de su abuelo y de su tatarabuelo. La llenaba; examinaba el contenido al trasluz; pronunciaba la bendición: ...
boré pri hagofen
, y se la bebía.

Luego daba su veredicto.

-Felicito a Moisés ben Aarón ben Simón ben Enoch ben Ley -decía, agregando una generación más cuando el vino le satisfacía mucho-. Es un vino noble, agradable. Puedes decir a tu padre que no los servían mejores en la mesa del bendito rey David ben Isai.

Luego Ruth salía corriendo.

Pero Ruth era nuestra. Lloraba por nuestros dolores; sufría por nuestras penas. Cuando dominaron el temor al adón, ella y su madre nos ayudaron en todo: cocinaban, limpiaban, cosían; como otras mujeres de Modín. Nosotros somos un pueblo que goza de la bendición de la fecundidad; sólo Moisés ben Aarón sufrió la maldición de tener un solo vástago, y niña además. Por eso para la madre de Ruth los cinco hijos de Matatías eran una especie de compensación. Pero para mi no había sido una maldición. Yo la amaba, y nunca amé a ninguna otra mujer.

Vivíamos, pues, en la perpetuidad de nuestra infancia, bajo la mano férrea y la inflexible dignidad del viejo, el adón, nuestro padre.

Hasta que de pronto la infancia concluyó y desapareció. Cuando nos portábamos mal nos castigaban como a ningún otro niño de la aldea. Y el adón sabia castigar. Una vez, cuando Judas tenía nueve años de edad -y ya poseía esa increíble belleza y esa dignidad que lo acompañó toda la vida, y ya era tan distinto a mi, y ya lo adoraban todos cuando pasaba por las calles de la aldea, y le ofrecían las mejores golosinas, los más selectos bocados-, una vez, decía, jugando con la copa de cristal de mi padre, la dejó caer al suelo y la rompió.

Sólo estábamos en la casa él y yo. El adón había ido a arar junto con Juan; Jonatás y Eleazar se hallaban en otra parte, no recuerdo dónde. Y frente al hogar de la chimenea se hallaban los fragmentos de la magnífica pieza antigua, que había sido traída de Babilonia cuando nuestro pueblo regresó del destierro. Jamás olvidaré el terror abismal que vi en el rostro de Judas cuando levantó la cabeza y me miró.

-¡Simón, Simón! -gimió-. ¡Me va a matar! ¡Simón! ¿Qué hago? ¿Qué hago?

-¡No llores!

Pero no pudo dejar de llorar; sollozaba desesperadamente y cuando llegó el adón le dije, con toda calma, que yo la había roto.

El adón me dio un golpe, uno solo, pero que me lanzó contra la pared atravesando toda la habitación; por primera vez pude apreciar la poderosa fuerza que tenía el viejo en el brazo. Judas, que de algún modo tenía que desahogarse, se lo contó a Ruth. Yo estaba tumbado al sol, en el patio posterior de la casa, cuando Ruth vino a yerme, se inclinó sobre mí y me besó.

-Buen Simón Matatías -susurró-. Bueno y dulce Simón...

No sé por qué escribo esto, porque Judas era un niño y yo era un hombre, de acuerdo con nuestro concepto de la hombría, aunque no me separaban muchos años de él. De todas maneras, en nuestra infancia no eran frecuentes ese tipo de cosas, sino que transcurría de una forma más lenta y más dulce.

Nos tumbábamos en las laderas de las colinas, contemplando las cabras y contando las lanudas nubes del cielo; pescábamos en los fríos arroyos; salíamos a caminar, y una vez llegamos hasta el gran camino principal que corre de norte a sur, y nos ocultamos entre las malezas para ver pasar a veinte mil mercenarios macedonios, arrogantes en sus relucientes armaduras, que iban a luchar contra los egipcios; y, protegidos por los sobresalientes riscos, los apedreamos cuando, convencidos por los consejos tranquilizadores de Roma, volvieron prudentemente sobre sus pasos. Otra vez marchamos durante toda una mañana hacia el oeste, los cinco, hasta que llegamos a ver, desde la cima de una alta roca, la infinita y brillante extensión del mar, el Mediterráneo, en el que una sola nave blanca quebraba la clara y apacible superficie azul.

Fue Jonatás el que dijo entonces:

-Algún día iré hacia allí, hacia el oeste...

-¿Cómo?

-En barco -contestó.

-¿Conoces algún barco judío?

-Los fenicios tienen barcos -repuso pensativo Jonatás-; y también los griegos. Podemos utilizarlos.

Los tres restantes reímos; pero Judas no lo hizo. Permaneció mirando fijamente al mar; en su rostro bien cincelado aparecía la primera sombra de una barba rubia, y tenía una expresión en los ojos que nunca había visto hasta entonces.

Jonatás era el más bajo de todos, aunque había alcanzado su máximo desarrollo y era vigoroso y veloz como una gacela. Un día cazó un cerdo silvestre, lo derribó ágilmente y le cortó el pescuezo.

Judas, en un acceso de ira, le asestó un golpe en el brazo que lo paralizó y que hizo que su cuchillo cayera al suelo. Jonatás quiso lanzarse sobre Judas, pero yo los cogí a los dos de un brazo y los separe.

-¡Mata por el placer de matar! –gritó Judas--. Aunque la carne es impura y no le sirve a nadie.

-No se le pega a un hermano -dije yo, lenta y deliberadamente.

Pero estos episodios los extraigo de un pasado que fue como una época dorada. Éramos cinco y siempre estábamos juntos, los cinco hijos de Matatías, el adón; creciendo primero como cachorros, luego, siempre juntos, trabajando, edificando, jugando, riendo, llorando a veces y tostándonos bajo el dorado sol del país.

Y entonces matamos a un hombre, y terminó nuestra infancia; esa larga infancia saturada de sol en la vieja, viejísima tierra de Israel, la tierra de leche y miel, de viñedos e higueras, de trigales y campos de cebada; la tierra donde los arados exhuman continuamente los huesos de algún judío; la tierra de valles cuyo suelo no tiene fondo, y de bancales en las laderas de las colinas que la transforman en un jardín tan maravilloso como nunca lo fueron los famosos jardines colgantes de Babilonia. Terminaron nuestras diversiones, nuestras carreras alocadas e irreflexivas, nuestros juegos en las calles de la aldea, nuestras horas de ocio, tumbados en el pasto, nuestras hoscas clases con Lebel, el maestro, y sus gruñidos de «¿Queréis ser como los gentiles y que el santo verbo de Dios resuene en vuestros oídos, pero que nunca podáis verlo con los ojos?». Concluyeron para nosotros los paseos por los bosques de pinos, las cuevas en la nieve, las trampas para cazar perdices silvestres.

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