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Authors: Howard Fast

Mis gloriosos hermanos (9 page)

BOOK: Mis gloriosos hermanos
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Había tres hombres muertos, y nosotros los habíamos matado; nuestra infancia había concluido.

Encontramos al adón y a mi hermano Juan terraplenando. Así escomo se ha ido desarrollando el país desde tiempo inmemorial.

Levantamos una pared en la ladera de una colina y la cubrimos con cestos de tierra de los terrenos bajos. En un extremo construimos una cisterna y en una parcela de tierra trabajada de ese modo se pueden obtener cinco cosechas por año. El viejo y mi hermano Juan trabajaban al sol, con los largos pantalones de lino manchados de tierra y arremangados hasta la rodilla y las espaldas relucientes de sudor. El adón manejaba su pesado martillo de piedra y con hábiles golpes aquí y allá iba perfilando las rocas de la pared.

Cuando nos vio se incorporó, dejando que el martillo colgara de su brazo musculoso.

Jonatás seguía llorando. Judas estaba pálido como un muerto y Eleazar había vuelto a ser un niño, un niño asustado que había matado por primera vez a un hombre, que había cometido el pecado absoluto e imperdonable de matar. Comuniqué al adón lo que había sucedido.

-¿Estás seguro de que estaban muertos? -dijo serenamente, frotando el martillo con la palma de la mano; la gran barba roja relucía sobre su pecho desnudo.

-Seguro.

-Jonatás ben Matatías -dijo el adón, y Jonatás lo miró-. Sécate los ojos. ¿Eres una niña para apenarte de ese modo? ¿Hay motivo para llorar porque haya muerto un perro? ¿Dónde están los cuerpos?

-Allí donde cayeron -contesté.

-¿Los dejaste allí? ¡Qué tonto, Simón, qué tonto!

-Un kohan... -comencé a decir.

Quería referirme a la ley que prohíbe a los kohanim tocar a los muertos, pero el adón ya se había puesto en marcha. Lo seguimos hasta el pequeño valle y allí, sin decir una sola palabra, alzó a Pericles y se lo echó al hombro. Nosotros levantamos los otros dos cadáveres y, siguiendo al adón, regresamos al sitio donde habían estado trabajando. Con sus propias manos, el adón despojó al griego y a los mercenarios de sus armas y corazas.

-Vete a cuidar las cabras -dijo a Jonatás-. Y deja de llorar.

Súbitamente lo abrazó, lo oprimió fuertemente contra su pecho, lo meció un instante entre sus brazos, y luego lo besó en la frente. Jonatás comenzó a llorar de nuevo, y el adón le dijo, volviéndose repentinamente áspero:

-No vuelvas a llorar más. Basta. Basta.

Seguíamos sin ser vistos, y sin ser vistos arrimamos los tres cuerpos a la nueva pared, los cubrimos con barro y seguimos luego trabajando todo el día, hasta que el terraplén quedó concluido.

Cuando echamos el último cesto de tierra, dijo el adón:

-Duerman para siempre profundamente. Que Dios perdone a los judíos que derramaron sangre, y a los kohanim que tocaron a los muertos; que les arranque a ellos del corazón la codicia que los trajo a nuestra tierra... y que limpie nuestro país de todos los seres inmundos como ellos. -Y volviéndose hacia nosotros, añadió-: Decid amen.

-Amén -dijimos.

-Amén -repitió el adón.

Nos pusimos las camisas. Jonatás volvió con las cabras y todos juntos nos pusimos en marcha hacia Modín; Judas llevaba las armaduras y las armas, envueltas en hojas y matojos.

Aquella noche, después de la cena, el adón nos habló; estábamos sentados a la mesa con una sola lámpara encendida. Nos habló con una formalidad intensa, anticuada, dirigiéndose a cada uno de nosotros por turno y nombrándonos con cuatro generaciones a cada uno. Nos dijo lo siguiente:

-A vosotros, hijos míos, me dirijo; a ti, Juan ben Matatías ben Juan ben Simón; a ti, Simón ben Matatías ben Juan ben Simón; a ti, Judas ben Matatías ben Juan ben Simón; a ti, Eleazar ben Matatías ben Juan ben Simón; a ti, Jonatás ben Matatías ben Juan ben Simón; a vosotros, mis cinco hijos que me habéis sostenido en mi infortunio y mi soledad, que habéis sido el consuelo de mi vejez, que conocéis el peso de mi mano y el latigazo de mi cólera; os hablo como un hombre a otros hombres, porque ya no pueden retroceder los que han violado el mandamiento de Dios. Nosotros, que éramos puros, ya no lo somos. No matarás, dice el mandamiento, y nosotros hemos matado. Hemos fijado el precio de la libertad, que siempre se calcula en sangre; como hizo Moisés, como hizo Josué, y como hizo Gedeón. De hoy en adelante no pediremos perdón, sino solamente fuerza..., fuerza.

Calló, y entonces las profundas arrugas de su rostro denunciaron súbitamente su edad, y la pena que nublaba sus ojos de color gris claro reveló la presencia de un judío anciano que sólo había querido lo que querían los demás judíos: envejecer de forma tranquila y apacible en la tierra donde yacían sus antepasados. Paseó de rostro en rostro una mirada ansiosa, cargada de incertidumbre.

Yo me pregunto qué habrá visto en su recorrido. Ante sus ojos estaba la cara triste, alargada y huesuda de Juan, el mayor; la mía, de rasgos vulgares, casi feos; la de Judas, alto y bello, cuyo límpido cutis moreno se internaba en una rizada barba castaña; el rostro ancho de Eleazar, infantil, bonachón, fuerte como un Sansón y más sencillo aún, que no deseaba otra cosa más que cumplir mis encargos, o los de Judas, o los de Jonatás; y el de Jonatás, tan pequeño en comparación con los demás, pero agudo como el filo de una navaja, acorralado, inquieto, impregnado del deseo infinito de un destino desconocido. Cinco hijos, cinco hermanos...

-¡Poned las manos sobre las mías! -exclamó de pronto el adón, colocando en la mesa sus manos grandes, descarnadas, con las palmas hacia arriba.

Pusimos las nuestras encima, inclinándonos hacia adelante.

Jamás olvidaré aquella escena, en la que las caras de mis hermanos rozaban la mía y el aliento de ellos se mezclaba con mi aliento.

-Haced un pacto conmigo -prosiguió mi padre, en tono casi suplicante-. Desde que Caín mató a Abel hubo siempre odios, envidias y enconos en las relaciones entre hermanos. ¡Sellad conmigo el pacto de que vuestras manos estarán siempre unidas, y de que cada uno de vosotros dará la vida por los demás!

-Amén -murmuramos nosotros-. Así sea.

-Así sea -repitió el adón.

Mi hermano Juan contrajo matrimonio. Lo recuerdo porque fue el último día de gracia, el día anterior a aquel en que Apeles llegó a hacerse cargo de la alcaldía vacante por la muerte de Pericles. Se casó con una muchacha amable y sencilla, Sara, la hija de Melek ben Aarón, el que practicaba circuncisiones y cultivaba los higos más grandes y más dulces de Modín. «Es un fruto del árbol de su padre», decían de Sara, y fue tan grande la satisfacción de la aldea que libertaron a ocho de sus doce esclavos, anticipándose bastante al año sabático en que podían pedir la liberación. Ese día Modin se llenó de parientes nuestros, que habían llegado hasta Jericó. ¿Hay alguien en Judea que no tenga parientes en todo el país? Cuarenta corderos fueron degollados y puestos a cocinar. El zalal llenaba todo el valle con su aroma, y el mercajá, esa sabrosa salsa, hervía en las ollas de todos los fogones. Mataron todo un gallinero de pollos, los desplumaron, los rellenaron con pan, carne y tres clases de vino añejo y los pusieron a asar en el horno común. Lo recuerdo ahora porque significó el fin de algo, el fin de toda una vida. Aquello era un cuerno de la abundancia, del que manaban uvas, higos, manzanas, pepinos, melones, repollos, nabos. El pan fresco, redondas hogazas doradas como los discos que lanzan los griegos, fue apilado en columnas, luego partido durante todo el día, empapado en sabroso aceite de oliva y consumido. Cuatro veces en el transcurso del día danzaron los levitas, mientras las jóvenes solteras tocaban el caramillo y cantaban: «Cuándo me cortejará un hermoso galán? ¿Cuándo me seguirá un osado pretendiente?». Luego, en la pradera común, en un extremo de la aldea, se tomaron de las manos y bailaron la danza matrimonial, girando en círculo y riendo alegremente, mientras los hombres marcaban el compás con manos y pies.

Encontré a Ruth después del baile. Yo era dos años más joven que Juan, pero ya había pensado lo que iba a decirle a Ruth. La encontré en el patio de su casa, en los brazos de Judas.

Puede parecer que trato ansiosamente de buscar un defecto a Judas, a quien nadie le encontró nunca ninguno. Pero la falta fue mía, pues la incertidumbre, la confusión, el miedo y el temor los sentía yo, y no ludas. Yo, Simón, de brazos largos, de rostro ancho y feo, que perdía el cabello ya a los veinte años, torpe de movimientos y casi tan torpe de raciocinio; yo, Simón, sólo consideré y admití el hecho de que habíamos sellado un pacto juntando nuestras manos.

Ninguno de ellos lo supo. Pero con todo, y que Dios me perdone, estaba tan lleno de odio que me fui de Modín, me alejé de los que bailaban, bebían y cantaban. Caminé durante horas. Tenía la impresión, y eso seguramente no me será perdonado, de que podía haber matado al que era de mi propia sangre. Por último regresé, cuando ya había pasado la mitad de la noche. Frente a la casa de Matatías se hallaba el viejo, el adón.

-¿Dónde has estado, Simón? -me dijo.

-Caminando.

-Cuando un judío camina solo en una noche como ésta, es porque no reina la paz en su alma.

-En la mía por cierto que no, Matatías -repuse con amargura, llamándolo por su nombre por primera vez en mi vida.

Pero él no reaccionó. El venerable judío continuó en su sitio, iluminado por la luz de la luna más allá de la pasión y del odio. Las negras rayas de su capa, que lo envolvía de pies a cabeza, formaban un dibujo inquietante: caían primero en línea recta desde la cabeza, ceñían después el cuerpo en círculos y terminaban finalmente en el suelo, donde parecían arraigarse en la tierra.

-Ya no eres, pues, un niño, sino un hombre, y te encaras frente a frente con tu padre -dijo.

-No sé si soy un hombre. Tengo mis dudas.

-Yo no tengo dudas, Simón -concluyó él.

Quise pasar por su lado para entrar en la casa, pero me detuvo con un brazo que parecía de hierro.

-No entres lleno de odio -dijo quedamente.

-¿Qué sabes tú de mi odio?

-Yo te conozco, Simón. Te he visto llegar al mundo. Te he visto mamar de los pechos de tu madre. Te conozco a ti, y los conozco a ellos.

-Condenados sean!

Hubo un gran silencio; y luego con una voz que casi temblaba de pena, dijo el adón:

-Ahora pregúntame si eres el guardián de tu hermano.

No pude hablar. Me quedé inmóvil, desamparado, interiormente vacío. Luego el adón me tomó entre sus brazos y me mantuvo un instante abrazado. Finalmente entré en la casa, dejándolo fuera, a la luz de la luna.

Se puede explicar mucho, y no aclarar nada; porque cuanto más avanzo en este relato de mis gloriosos hermanos, tanto menos me parece comprender. Y lo único que permanece inmutable, inalterable, claro, es la figura del viejo, el adón, mi padre, en pie a la luz de la luna, en nuestra antiquísima tierra. Lo estoy viendo como lo vi entonces, envuelto en su gran mantón que lo cubría de la cabeza a los pies. Era el único judío de todos los pueblos y todas las naciones capaz de afirmar categóricamente: «Fuimos esclavos en Egipto, y jamás olvidaremos que fuimos esclavos en Egipto». Así debió de haber sido entonces en la remota antigüedad, cuando nuestro pueblo, las doce tribus que lo formaban, cansadas de errar y ansiando descanso, salieron del desierto y vieron las colinas boscosas y los fértiles valles de Palestina.

Pendes había muerto, y nos enviaron a Apeles. Pendes había sido un lobo; Apeles era un lobo y un cerdo al mismo tiempo. Pendes tenía algo de griego; Apeles nada absolutamente.

Es preciso que comprendáis lo que significan los griegos, vosotros que leeréis estas líneas cuando yo esté muerto, como también mis hijos, y los hijos de mis hijos. No es un pueblo, eso que llamamos griego; no es una cultura; no es Atenas. No es el sueño dorado, perdido en algún rincón de nuestra memoria, de la gloria que irradiaron en un tiempo los griegos. Las viejas historias nos hablan de un pueblo hermoso que vivía lejos, hacia el oeste, y que había descubierto muchas cosas desconocidas. ¿Quién puede vivir en Judea empleando tal o cual cosa, un jarrón, una prenda, una herramienta, hasta una forma de hablar, sin saber que la crearon los griegos? A esos griegos no los conocimos nunca; sólo conocimos a los amos del imperio sirio del norte, bastardos borrachos de poden que elaboraron su propia definición de lo helénico y nos la enseñaron mediante el sufrimiento. Nos «helenizaron», no con belleza y sabiduría, sino con miedo, terror y odio.

Apeles era el resultado final, el orgullo máximo de la helenización. Era sirio, fenicio y egipcio, y varias otras cosas más. Llegó a Modin al día siguiente del casamiento de Juan, en una litera que conducían veinte esclavos. Cuarenta mercenarios marchaban delante de la litera y otros cuarenta detrás. Evidentemente, Apeles no quería arriesgarse a compartir la suerte de Pendes.

La litera fue depositada en el suelo en el mismo centro de la aldea, allí donde se encuentran los quioscos del mercado. Al hacerlo, uno de los esclavos se torció un pie y cayó. Apeles salió de un salto de la litera y miró en derredor. Llevaba un latiguito de alambre de plata tejido y, cuando vio al esclavo en el suelo frotándose el pie, se lanzó sobre él y le abrió la espalda en dos sitios. Era un hombre bajo pero activo, Apeles; gordo como un cerdo, con rollos de carne rosada de la cabeza a los pies; no era hermoso, pero exhibía públicamente su desnudez, llevando una pequeña y delicada falda y una pequeña y delicada túnica, y desafiando al mundo a que viera lo poco que tenía debajo de la falda.

Cuando bajaron la litera casi todo Modin, hombres, mujeres y niños, se había congregado para ver al nuevo alcalde. La aldea había gozado de varias benditas semanas sin Pericles; su ausencia, que era inexplicable, fue muy bien recibida, pero todo el mundo sabía que algún día tendría que terminar, como todas las cosas buenas.

Reunidos todos en la plaza, observamos a Apeles y vimos cómo azotaba al esclavo.

En nuestra lengua la palabra «esclavo» es la misma que «sirviente». Nosotros no podemos retener a un esclavo durante más de siete años; y debido a que esa norma sabática de la libertad figura en nuestra ley escrita desde tiempo inmemorial, para recordarnos que nosotros mismos fuimos esclavos en Egipto, hemos llegado a ser un pueblo casi sin esclavos, en un mundo en el que hay muchos más esclavos que hombres libres. En un mundo en el que toda la sociedad y todas y cada una de las ciudades se apoyan en la espalda de los esclavos, nosotros somos los únicos que no tenemos mercados de esclavos, y a quienes les está prohibido instalar tablados para la venta de hombres o mujeres. Nuestras leyes dicen que cuando un amo golpea a un esclavo, éste puede reclamar su libertad. En los pueblos civilizados es distinto, y por eso observamos con interés la primera manifestación del carácter del nuevo alcaide.

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