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Authors: Howard Fast

Mis gloriosos hermanos (5 page)

BOOK: Mis gloriosos hermanos
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Se puede explicar mucho, y no aclarar nada; porque cuanto más avanzo en este relato de mis gloriosos hermanos, tanto menos me parece comprender. Y lo único que permanece inmutable, inalterable, claro, es la figura del viejo, el adón, mi padre, en pie a la luz de la luna, en nuestra antiquísima tierra. Lo estoy viendo como lo vi entonces, envuelto en su gran mantón que lo cubría de la cabeza a los pies. Era el único judío de todos los pueblos y todas las naciones capaz de afirmar categóricamente: «Fuimos esclavos en Egipto, y jamás olvidaremos que fuimos esclavos en Egipto». Así debió de haber sido entonces en la remota antigüedad, cuando nuestro pueblo, las doce tribus que lo formaban, cansadas de errar y ansiando descanso, salieron del desierto y vieron las colinas boscosas y los fértiles valles de Palestina.

Pendes había muerto, y nos enviaron a Apeles. Pendes había sido un lobo; Apeles era un lobo y un cerdo al mismo tiempo. Pendes tenía algo de griego; Apeles nada absolutamente.

Es preciso que comprendáis lo que significan los griegos, vosotros que leeréis estas líneas cuando yo esté muerto, como también mis hijos, y los hijos de mis hijos. No es un pueblo, eso que llamamos griego; no es una cultura; no es Atenas. No es el sueño dorado, perdido en algún rincón de nuestra memoria, de la gloria que irradiaron en un tiempo los griegos. Las viejas historias nos hablan de un pueblo hermoso que vivía lejos, hacia el oeste, y que había descubierto muchas cosas desconocidas. ¿Quién puede vivir en Judea empleando tal o cual cosa, un jarrón, una prenda, una herramienta, hasta una forma de hablar, sin saber que la crearon los griegos? A esos griegos no los conocimos nunca; sólo conocimos a los amos del imperio sirio del norte, bastardos borrachos de poden que elaboraron su propia definición de lo helénico y nos la enseñaron mediante el sufrimiento. Nos «helenizaron», no con belleza y sabiduría, sino con miedo, terror y odio.

Apeles era el resultado final, el orgullo máximo de la helenización. Era sirio, fenicio y egipcio, y varias otras cosas más. Llegó a Modin al día siguiente del casamiento de Juan, en una litera que conducían veinte esclavos. Cuarenta mercenarios marchaban delante de la litera y otros cuarenta detrás. Evidentemente, Apeles no quería arriesgarse a compartir la suerte de Pendes.

La litera fue depositada en el suelo en el mismo centro de la aldea, allí donde se encuentran los quioscos del mercado. Al hacerlo, uno de los esclavos se torció un pie y cayó. Apeles salió de un salto de la litera y miró en derredor. Llevaba un latiguito de alambre de plata tejido y, cuando vio al esclavo en el suelo frotándose el pie, se lanzó sobre él y le abrió la espalda en dos sitios. Era un hombre bajo pero activo, Apeles; gordo como un cerdo, con rollos de carne rosada de la cabeza a los pies; no era hermoso, pero exhibía públicamente su desnudez, llevando una pequeña y delicada falda y una pequeña y delicada túnica, y desafiando al mundo a que viera lo poco que tenía debajo de la falda.

Cuando bajaron la litera casi todo Modin, hombres, mujeres y niños, se había congregado para ver al nuevo alcalde. La aldea había gozado de varias benditas semanas sin Pericles; su ausencia, que era inexplicable, fue muy bien recibida, pero todo el mundo sabía que algún día tendría que terminar, como todas las cosas buenas.

Reunidos todos en la plaza, observamos a Apeles y vimos cómo azotaba al esclavo.

En nuestra lengua la palabra «esclavo» es la misma que «sirviente». Nosotros no podemos retener a un esclavo durante más de siete años; y debido a que esa norma sabática de la libertad figura en nuestra ley escrita desde tiempo inmemorial, para recordarnos que nosotros mismos fuimos esclavos en Egipto, hemos llegado a ser un pueblo casi sin esclavos, en un mundo en el que hay muchos más esclavos que hombres libres. En un mundo en el que toda la sociedad y todas y cada una de las ciudades se apoyan en la espalda de los esclavos, nosotros somos los únicos que no tenemos mercados de esclavos, y a quienes les está prohibido instalar tablados para la venta de hombres o mujeres. Nuestras leyes dicen que cuando un amo golpea a un esclavo, éste puede reclamar su libertad. En los pueblos civilizados es distinto, y por eso observamos con interés la primera manifestación del carácter del nuevo alcaide.

Los mercenarios nos hicieron retroceder empujándonos con las lanzas, y en el espacio circular que se formó, Apeles caminó un instante contoneándose y luego se detuvo adoptando una postura rebuscada. Contrajo el mentón, adelantó el abdomen y separó las piernas, cruzando las manos en la espalda. Luego se pasó la lengua por los labios y habló por fin, ceceando en la lengua aramea y con la voz aguda de un capón.

-¿Qué aldea es esta? -preguntó-. ¿A qué sitio asqueroso...? ¿Qué aldea es?

Nadie respondió. El alcaide sacó un pañuelo de encaje y se lo pasó delicadamente por debajo de la nariz.

-Judíos... -ceceó-. Detesto el olor de los judíos, su aspecto, el aire que respiran...; y el orgullo que tienen esas bestias sucias y barbudas. Repito, para que se entienda bien: no me gustan los judíos. Tú... -añadió, señalando con su grueso índice a David, el hijo de Moisés ben Simón, un niño de doce años de edad-. ¿Cómo se llama este pueblo?

-Modin -respondió el chico.

-¿Quién es el adón? -inquirió Apeles.

Mi padre dio un paso adelante y permaneció silencioso, envuelto en su capa listada y en su enorme dignidad, los brazos cruzados, el rostro aguileño completamente inexpresivo.

-¿Tú eres el adón? -dijo el alcaide, con acento mordaz-. ¿Centenares de aldeas nauseabundas y centenares de jefes! ¡Adones! ¡Señores de esto y señores de aquello!

Su sarcasmo casi desembocó en un sollozo.

-¿Cómo te llamas? ¡Porque supongo que tendrás nombre!

-Me llamo Matatías ben Juan ben Simón -respondió el adón con su voz profunda, vibrante, que hizo más grave aún para acentuar el contraste con el chillido del capón.

-Tres generaciones -asintió Apeles-. ¿Hay algún judío, así sea el esclavo o mendigo más sucio y miserable, que no pueda desentrañar tres, seis o veinte generaciones de antepasados?

-A diferencia de cierto pueblo -repuso suavemente el adón-, nosotros sabemos quiénes son nuestros padres.

Apeles se adelantó y le dio una bofetada en pleno rostro.

El adón no se movió, pero del pueblo se elevó un clamor de angustia, y Judas, que estaba a mi lado, se movió para avanzar. Yo lo detuve, y las lanzas detuvieron a los demás. Aquél no fue más que mi primer contacto con Apeles, pero me bastó para advertir esa sed enfermiza y perversa de sangre por la que tantos alcaides convertían en mataderos tantas aldeas judías.

-No me gustan la insolencia ni la desobediencia -dijo Apeles-. Yo soy el alcaide, y mi deber es difundir entre vuestro pueblo descarriado cierta comprensión y cierta apreciación de esa noble y libre cultura que hizo del nombre de Grecia sinónimo de civilización. Es poco probable que occidente llegue nunca a comprender a oriente, ni oriente a occidente, pero por consideración a la humanidad en general debe hacerse alguna que otra tentativa. Eso, naturalmente, cuesta dinero, y el dinero se obtendrá. No quiero ser un gobernante severo. Yo soy un hombre justo, y la justicia ha de ser la norma imperante. Sin embargo, los representantes del rey deben gozar de seguridad; no puede ser de otro modo. Pendes no desapareció en una nube. Pendes fue asesinado, y ese crimen no puede quedar sin ser vindicado. Todas las aldeas tendrán que compartir su grado de responsabilidad. De este modo se establecerá la ley y el orden en todo el país, habrá paz y reinará la seguridad.

Hizo una pausa, se pasó el pañuelo por debajo de la nariz y gritó de repente:

-¡Jasón!

El capitán de los mercenarios, sucio y sudoroso dentro de su armadura de bronce, avanzó contoneándose.

-Cualquiera de ellos -ceceó Apeles.

El capitán de los mercenarios recorrió la fila de aldeanos. Se detuvo frente a Débora, la hija de Lebel, el maestro de escuela.

Era una niña de ocho años de edad, despierta, hermosa, con dos largas trenzas negras en la espalda; estaba en aquel momento pálida y alerta. Con un solo movimiento, rápido y medido, el capitán de los mercenarios sacó la espada y la clavó en el cuello de la niña; brotó la sangre y la pequeña cayó sin emitir un solo grito.

Nadie se movió. Sólo se oyó el gemido angustioso de la madre, y el grito del padre; pero nadie se movió. Lo que Apeles quería era demasiado evidente. Se levantó un sordo rumor en el pueblo. Apeles subió a la litera y los mercenarios, lanzas y espadas en mano, la rodearon. Los esclavos levantaron la litera y Apeles se retiró de Modín.

Le siguieron los gritos de la madre de Débora, cada vez más altos y más agudos.

Impresionaba ver a Lebel en la casa mortuoria, balanceándose y gimiendo frente al lugar donde yacía el cadáver de su hija. Aquel hombre menudo, de rostro enjuto, que durante tanto tiempo me había enseñado el
alef
, el
bet
y el
guimel
[ 5 ]
que impartía sus lecciones con la ayuda de una vara (que caía con tanta frecuencia sobre Eleazar que éste, cuando transcurría una mañana sin que sucediera, salía sonriendo, perplejo), aquel hombre aparecía ahora desprovisto de toda su dignidad y todo su poder, retorcido y mutilado de dolor. Su esposa lloraba en otro cuarto, y las mujeres lloraban con ella; pero Lebel se hallaba con sus hijos; con las ropas rasgadas, y la cara y la barba salpicadas de cenizas, se balanceaba y sollozaba...

-El adón vendrá a la hora de la
minja
[ 6 ]
-dije.

-El Señor nos ha abandonado, a mí y a Israel.

-Haremos entonces el servicio.

-¿El servicio resucitará a mi hija? ¿El adón le insuflará vida?

-A la puesta del sol, Lebel -dije.

¿Qué otra cosa podía decir?

-Mi Dios me ha abandonado...

Me fui a la casa de Matatías. Lo encontré sentado a la mesa, la gran mesa de cedro que siempre, hasta donde llegaban mis recuerdos, había sido el centro de nuestra vida familiar. Allí comíamos el pan de la mañana y bebíamos leche caliente por la noche; allí celebrábamos la pascua y quebrábamos el ayuno de expiación. El adón estaba allí, con la cabeza entre las manos, envuelto aún en su larga capa listada. Eleazar y Jonatás se habían sentado en cuclillas junto a la chimenea, y Judas iba y venía por la habitación, atormentándose amargamente.

-Aquí viene Simón -dijo mi padre.

- Y Simón lo sabe! -gritó Judas, volviéndose hacia mí y tendiendo ambas manos-. ¿Hay sangre en mis manos, o están limpias?

Me senté, me serví leche de la jarra y partí un trozo de pan.

- ¡Pero tú me contuviste! –gritó Judas, colocándose a mi lado-. ¡Cuando ese perro abofeteó a mi padre, tú me contuviste! Y cuando la niña... ¿Qué hubiéramos ganado con que te mataran? ¡Es mejor morir luchando!

-Sí -convine yo, comiendo con apetito voraz-. Ellos eran ochenta, armados y acorazados, y en Modín no hay ochenta hombres, ni tienen lanzas o espadas; ni armaduras, excepto las que les quitamos a los mercenarios. Así que habría sido breve y fácil, y habría suficiente sangre para cubrir toda la aldea. Tenemos cuchillos, arcos y flechas... -Mastiqué y sorbí un trago de leche, pero la amargura me dominó-. Aunque los arcos y las flechas estén enterrados, porque nosotros, que hasta hace poco éramos conocidos como el pueblo del arco, pagamos con la vida si nos encuentran alguno.

-Y así seguiremos viviendo –dijo Judas.

-No lo sé. Yo soy Simón ben Matatías, campesino, labrador; no soy vidente, ni profeta, ni rabí. No lo sé...

Apoyando las manos en la mesa, Judas me miró fijamente.

-Tienes miedo?

-Lo he tenido... Hoy he tenido miedo. Y volveré a tenerlo.

-Algún día -dijo Judas lentamente, muy lentamente, y yo comencé a comprender que aquel hermano mío de diecinueve años de edad era distinto de otros hombres-, algún día invitaré a que me sigan a aquellos que no tengan miedo. ¿Dónde estarás tú entonces?

-Basta -interrumpió el adón-. ¿No podéis dejar de discutir continuamente? No faltan penas en nuestra patria. Nuestras manos están manchadas de sangre. Id esta noche a la casa de Lebel, y rogad su perdón y el de Dios, como haré yo.

Yo continué comiendo y Judas volvió a recorrer la habitación.

De pronto se detuvo, se volvió hacia el adón y exclamó:

-¡De hoy en adelante no pediré perdón a ningún hombre!

El tiempo pasa, y nuestro país, que goza de un sol saludable, tiene virtudes curativas. Un día, poco después de aquel episodio, encontré a Judas tendido en la ladera, cuidando las cabras. Alzó la vista, me miró y sonrió. La sonrisa la recuerdo muy bien, porque la sonrisa de Judas, mi hermano, no era algo que se pudiera olvidar o resistir tan fácilmente.

-Ven a sentarte a mi lado, Simón, como un hermano -dijo.

-Yo soy tu hermano -repuse, sentándome a su lado.

-Lo sé, lo sé; y yo te ofendo, y no sé por qué. Toda la vida te he estado ofendiendo, Simón. ¿No es cierto?

-No es cierto -dije, ya cautivado por él, por esa manera con que sabia conquistar a quien quería.

-Y sin embargo, cuando a mi me ofendían y necesitaba alivio, cuando lloraba y mis lágrimas tenían que ser enjugadas, cuando sentía hambre y quería pan, no me dirigía al adón, ni a mi madre que estaba muerta, ni a Juan, sino a ti, Simón, hermano mío.

Yo no podía mirarlo; no quería hacerlo, no quería mirar esos rasgos vigorosos y puros que parecían tallados en piedra, esos ojos grandes, azules.

-Y cuando tenía miedo, me echaba en tus brazos para que calmaras mis temores.

-¿Cuándo os casaréis tú y Ruth? -pregunté.

-Algún día. ¿Cómo lo sabes, Simón? Pero tú lo sabes todo, es verdad. Algún día; cuando mejoren las cosas.

-No van a mejorar.

-Si, van a mejorar, Simón; van a mejorar. Ya lo verás.

Permanecimos un instante en silencio, tumbados en la hierba, yo con la mirada perdida, pero Judas con los ojos fijos en la encrucijada de caminos que desde el otro lado del valle conducían a la llanura de la costa.

-¿Cómo se hace la guerra? -preguntó de pronto.

-¿Qué?

-¿Cómo se hace la guerra?

-Qué pregunta tan rara...

-Es lo único que me he estado preguntando –murmuró Judas-.

Me lo estoy preguntando todos los días y todas las noches. ¿Cómo se hace la guerra? ¿Por qué no me contestas? ¿Cómo se hace la guerra?

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