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Authors: Howard Fast

Mis gloriosos hermanos (2 page)

BOOK: Mis gloriosos hermanos
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-¡Levántate! -exclamó el curtidor con aspereza-. ¿Es eso lo que te he enseñado? ¿A arrodillarte ante un hombre porque es el Macabeo? ¡Arrodíllate ante Dios, si te es preciso hacerlo!

-¿Por qué te escapas? -le pregunté.

-Para ir a mi casa -lloriqueó el muchacho.

-¿Dónde está su casa? -reclamó el curtidor-. Tenía diez años cuando lo compré a un egipcio. ¿Acaso tienen hogar los beduinos? Van rodando como maleza suelta; hoy están en un lado, mañana en otro. Le estoy enseñando un oficio, preparándolo para ser libre; ¡pero él prefiere una sucia tienda de piel de cabra!

-¿Para qué quieres irte a tu casa? -pregunté al muchacho.

Viejo ya, roído por los años como por los dientes de un peine, pensaba, como lo había hecho tantas veces en los últimos tiempos, por qué tenían que tocarme a mi, y sólo a mi, de todos mis gloriosos hermanos.

-Para ser libre -gimió el chico-. Para ser libre...

Guardé silencio entonces, mirando a la muchedumbre que se apiñaba en el fondo de la sala. Todos ellos aguardaban turno para ser juzgados, ¿y quién era yo para juzgar, y con qué, y por qué?

-Quedará libre dentro de dos años -dije-, como lo expresa la ley; y no lo marques.

-¿Y el dinero que pagué a la caravana?

-Cárgalo en la cuenta de tu propia libertad, curtidor.

-Simón ben
[ 2 ]
Matatías -comenzó a decir con el rostro rojo de ira.

Pero yo lo interrumpí.

-¡He dado mi fallo, curtidor! -bramé-. ¿Cuánto hace que dejaste tú mismo de dormir en una sucia tienda de piel de cabra? ¿O es que ya lo has olvidado? ¿La libertad es acaso algo que se pueda poner y quitar, como una chaqueta?

-Dice la ley que...

-¡Yo sé lo que dice la ley, curtidor! ¡La ley dice que si lo castigas puede reclamar su libertad! Puede reclamármela a mi, aquí. ¿Me entiendes, muchacho?

Así fue que juzgué y perdí la calma; yo, un hombre viejo, ahuyentando espectros; yo, Simón. Y aquella tarde, cuando concluyeron los servicios religiosos en el Templo, me envolví en mi capa y recé la oración por los muertos; y sentí que mis ojos se llenaban de lágrimas, las lágrimas seniles, tristes, de un judío viejo y cansado.

Luego me senté a la mesa, donde me acompañó el enviado de Roma, el traficante en naciones, conocedor de veinte lenguas, siempre con la misma sonrisa cínica y de superioridad en sus labios delgados.

-¿Te pareció divertido? -le pregunté.

-La vida es divertida, Simón Macabeo.

-Para los romanos.

-Para los romanos..., y quizá algún día se lo enseñemos a los judíos.

-Los griegos trataron de enseñarnos todo lo divertida que era la vida; y antes que ellos los persas; y antes los caldeos, y antes los asirios. Y hubo un tiempo, según nuestras leyendas, en que los egipcios nos enseñaron su clase particular de diversión.

-¡Y seguís siendo sombríos! Es difícil querer a los judíos, pero los romanos sabemos admirar ciertas cualidades.

-Nosotros no pedimos que nos quieran, sino que nos respeten.

-Como Roma. Quisiera preguntarte, Simón, ¿todos vuestros esclavos quedan libres?

-A los siete años.

-¿Sin pagarles nada a los dueños?

-Sin pagarles nada.

-De ese modo os empobrecéis. ¿Y es cierto que el séptimo día no trabajáis y que cada séptimo año dejáis la tierra en barbecho?

-Esa es nuestra ley.

-¿Y es cierto -prosiguió el romano-, que en el Templo, aquí en la colina, no hay Dios que pueda ser visto por ojos humanos?

-Es cierto.

-¿Y qué es lo que adoráis?

El romano ya no sonreía. Formulaba una pregunta que yo no podía contestar, al menos no de forma que él pudiera entender; no había posibilidad de que comprendiera por qué descansamos el séptimo día, ni por qué dejamos reposar la tierra, ni por qué precisamente nosotros, de todos los pueblos del mundo, debemos libertar a todos los hombres, judíos o gentiles, al cabo de siete años.

Incluso pensar en ello producía un vacío en mi interior; lo único que veía eran los ojos muy abiertos del muchacho beduino que quería ir a su casa, a vivir en una sucia tienda de piel de cabra, en las cálidas y remolinantes arenas del desierto...

-¿Qué adoráis, Simón Macabeo? ¿Qué respetáis? -me aguijoneó el romano-. ¿No hay en todo el mundo otros hombres dignos más que los judíos?

-Todos los hombres son dignos -murmuré-. Igualmente dignos.

-Sin embargo, vosotros sois el pueblo elegido, como decís tan a menudo. ¿Elegido para qué, Simón? Si los hombres son todos igualmente dignos, ¿cómo podéis ser vosotros los elegidos? ¿Nunca se han hecho esa pregunta los judíos, Simón?

Sacudí la cabeza sombríamente.

-¿Te perturbo, Simón Macabeo? -ironizó el romano-. Creo que eres demasiado orgulloso. Nosotros también somos un pueblo orgulloso, pero no despreciamos lo que hacen los demás. No despreciamos la manera de ser o de actuar de los demás. Tú odias la esclavitud, Simón, pero tu pueblo tiene esclavos. ¿Y entonces? ¿Por qué esa presteza en calificar las cosas de buenas o de malas, como si este minúsculo país fuera el centro del universo?

Yo no sabía qué contestar. El era el tratante en naciones, y yo era etnarca de un país minúsculo y de un pueblo pequeño; y como un espeso acceso de náuseas, surgió en mi interior la sensación de que me movían corrientes superiores a mí, ajenas a mi conocimiento.

Es por eso que esta noche he empezado a escribir este relato sobre mis gloriosos hermanos. Lo escribo para que lo lean todos los hombres, judíos, romanos, griegos o persas; lo escribo con la esperanza de que de mis recuerdos surja algo que permita comprender de dónde venimos y adónde vamos, nosotros que somos judíos y que no somos como otros pueblos, nosotros que hacemos frente a todas las adversidades y todos los males de la vida con esa máxima extraña y sagrada: «En un tiempo fuimos esclavos en la tierra de Egipto».

Primera parte

El viejo, el adón

Ni siquiera del viejo, de mi padre, el adón, puedo decir nada sin hablar antes de Judas. Yo era tres años mayor que él, pero entre todos los recuerdos de mi infancia no hay ninguno en el que no esté presente judas. Mi hermano mayor, Juan, era amable, gentil y bueno, pero poco indicado para lidiar con los cuatro diablos que éramos nosotros; por lo que de los cinco el viejo me consideraba a mí, Simón, como responsable, y siempre me pedía razones a mí. No era oportuno que yo dijera: «¿Soy acaso el guardián de mi hermano?». Porque lo era; y yo era siempre el que pagaba la cuenta.

Sin embargo, era Judas el que realmente nos dirigía, y yo recurría a él como mis demás hermanos.

¿Cómo podría describir a Judas, que fue el primero de los hermanos en ser llamado Macabeo, de modo que recibió lo que le correspondía por derecho propio y nosotros solamente las sobras? Sin embargo, lo curioso es que hay otras imágenes que perduran en mi memoria con mayor nitidez, después de tanto tiempo: la de Eleazar, corpulento como un toro, con su ancho rostro sonriente; la de Jonatás, pequeño, delgado y vigoroso, garboso como una niña, pero tan brillante y calculador como Eleazar era honesto y sencillo; y hasta la de Ruth, tal como era entonces, alta y flexible, con sus pómulos salientes y su abundante cabellera roja, aunque no era simplemente roja como acabo de decir, sino que refulgía como el sol. Con Judas no pasa lo mismo; no tengo ningún recuerdo en el que no se encuentre Judas, y a la vez ningún recuerdo exclusivo de él, y sobre el particular hablé una vez con un viejo, un rabí que sabía muchas cosas pero ignoraba su propia edad, perdida en el pasado. La gente, me dijo, la especie humana, es la encarnación del mal, de modo que cuando en un hombre brilla el bien es como un destello enceguecedor de Dios mismo. Eso no lo sé; tendría algo que decir antes de estar de acuerdo con él; pero sin duda sería más fácil describir a Judas si hubiese sido como los otros hombres.

Judas no era como los demás. Alto y esbelto, más alto que todos nosotros, excepto yo, tenía ese cabello castaño tan frecuente en nuestro linaje, que es el de los
kohanim
[ 3 ]
, aunque la mayoría somos pelirrojos, como yo, y como era Ruth; hubo sin embargo
kohanim
que fueron altos y de ojos azules, y tan esbeltos y hermosos como Judas. Pero hay hombres hechos de flaquezas, como decía el rabí, y es por las flaquezas por las que se conoce a los hombres, como veremos.

En aquel entonces vivíamos en Modin, una pequeña aldea situada junto al camino que va de la ciudad al mar; no es el camino principal, que corre de sur a norte y que es más antiguo que la memoria del hombre, sino una de esas pequeñas sendas que serpentean por las colinas, parten de los bosques de cedros y abetos doblados por el viento, atraviesan el valle y vuelven a entrar en la ancha faja boscosa que corre junto a la costa. La aldea estaba a un día de camino de la ciudad, y había en ella, en total, unas cuatrocientas almas que vivían en humildes casas de adobe. No tenía nada de particular, Modín; era una aldea como hay mil en todo el país, algunas más grandes, otras más pequeñas, pero todas muy parecidas entre sí.

Nosotros somos un pueblo de aldeas, con la sola excepción de esta ciudad en la que escribo ahora estas líneas; y en eso, como en centenares de cosas más, somos diferentes de todos los demás pueblos. Porque en otros países hay dos categorías, y solamente dos: amos y esclavos. Los amos, con el número de esclavos que necesitan para servirles, viven en ciudades amuralladas; los esclavos viven en el campo, en chozas de barro y zarzas apenas más grandes que hormigueros. Cuando los amos tienen que hacer la guerra, contratan grandes ejércitos de mercenarios, y luego puede suceder que los esclavos de las chozas de barro cambien o no de amos; no tiene mayor importancia, porque fuera de las ciudades los hombres son como animales y menos incluso; semidesnudos, escarban la tierra para que los amos puedan nutrirse; no leen ni escriben; no sueñan, no tienen esperanzas, mueren y procrean...

No digo esto porque esté orgulloso de que seamos diferentes, de que seamos el único pueblo que no vive en ciudades amuralladas.

No lo digo por orgullo... ¿cómo podría sentir orgullo y decir la bendición: «Nosotros fuimos esclavos en Egipto»? No lo digo por orgullo, sino para que comprendan los no judíos que lean estas líneas cómo somos nosotros los judíos. ¡Y aun así hay tanto que no puedo explicar!

Lo único que puedo hacer es contar la historia de mis gloriosos hermanos y esperar que surja algo del relato. Puedo decir que en aquel entonces en Modin el camino discurría por entre dos hileras de casas de adobe, desde la casa, situada en un extremo, de Rubén el herrero (aunque muy poco hierro conseguía trabajar), hasta la casa de Melek, el
mohel
,
[ 4 ]
padre de nueve niños, en el otro extremo.

Entre una y otra había veintitantas casas a cada lado del camino, viejas, venerables y asoleadas en invierno; cubiertas, en primavera y verano, de estupendas rosas y madreselvas, con cestas de pan caliente en los umbrales, y queso fresco colgado junto a las puertas; y luego, en otoño, festoneadas de frutas secas, como doncellas que van a bailar adornadas de collares. La calle estaba llena de pollos y cabras, y también de niños (pero eso cambió, como veremos); las madres que criaban charlaban sentadas junto a las puertas de sus casas, mientras aguardaban a que se enfriara el pan y a que regresaran los maridos de los campos.

En Modín éramos labradores, como lo somos en otras mil aldeas de todo el país; la nuestra reposaba como una pepita de oro en medio de los viñedos, los trigales, las higueras y los sembrados de cebada.

No hay en ninguna parte del mundo una tierra tan rica como la nuestra, pero no hay tampoco en ninguna parte del mundo otro pueblo cuyos integrantes labren sus propios campos como hombres libres. No es de extrañar, por lo tanto, que de las muchas cosas que hablábamos en Modín, habláramos más que nada de libertad.

Mi padre era Matatías ben Juan ben Simón, el adón. Siempre fue adón; en algunas aldeas uno es adón durante un año y al año siguiente lo es otro. Pero mi padre era adón desde tiempo inmemorial. Aun cuando pasaba gran parte del año en la ciudad, al servicio del Templo (porque, como he dicho antes, nosotros somos
kohanim
, de la tribu de Leví y de la estirpe de Aarón), seguía siendo adón en Modín.

Nosotros lo sabíamos. Era nuestro padre, pero era el adón; y después de la muerte de mi madre, que falleció cuando yo tenía doce años, fue cada vez menos nuestro padre y cada vez más el adón.

Recuerdo que poco tiempo después realizó uno de sus periódicos viajes al Templo, llevándonos a los cinco consigo por primera vez.

No guardo recuerdo alguno del Templo, ni de la ciudad, ni de la gente de la ciudad, anterior a esa visita; sin embargo, han quedado grabados en mi memoria todos los detalles de ese viaje; y también, por cierto, de la última excursión que hicimos al Templo, los seis, pocos años más tarde.

Nos despertó antes del alba, cuando todavía era noche cerrada, arrancándonos de los jergones mientras nosotros gemíamos, protestábamos y pedíamos que nos dejara dormir un poco más. Era alto, serio, de mirada sombría, la barba roja salpicada de gris, con alguna que otra pincelada totalmente blanca, los brazos imponentes por su robustez. Estaba completamente vestido, con un largo pantalón y un chaleco blancos y una hermosa chaqueta azul claro, que llevaba ajustada en la cintura con un ceñidor de seda y con las anchas mangas recogidas hacia arriba. La abundante cabellera le caía por detrás casi hasta la cintura, y la barba, descuidada, se le desplegaba sobre el pecho como un espléndido abanico. Jamás en mi vida he visto o conocido a un hombre como mi padre, como Matatías. En mis primeras imágenes de Dios su figura lo sustituía. Matatías era adón, Dios era
Adonái
; yo los reunía, y a veces, que Dios me perdone, todavía lo hago.

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