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Authors: Howard Fast

Mis gloriosos hermanos (16 page)

BOOK: Mis gloriosos hermanos
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»Ya os he dicho que en aquel entonces yo no tenía miedo a nada. Arrojé una moneda de plata al muchacho del asno, escupí al romano en la cara y me fui. Pudo haberme matado, es cierto, pero ellos eran forasteros allí...

Verídico o no, a los niños les gustó el cuento; miraban extasiados a Rubén. Judas levantó la punta de la lanza, larga y delgada como una caña; todavía fulguraba con un resplandor rojizo.

-¡Témplala! -dijo el herrero, y Judas la sumergió en un balde de agua fría.

A través del vapor oí que el herrero la hacia sonar golpeándola con el martillo.

-Demasiado frágil -dijo-. Demasiado frágil. La armadura la resistirá.

-Pero la carne no –respondió Judas-; y se abrirá camino. Hazlas, Rubén, hazlas.

Y en el mes de
tishri
, cuando el fresco hálito del año nuevo se extendía por todo el país, volvió Apeles. Las cosas tienen, pues, un principio y un fin; Modin también.

Judas preparó sus planes perfectamente. Era incansable. Trabajaba día y noche, planeando y proyectando. Y día a día iba aumentando la provisión de lanzas. Modin era una aldea sentenciada.

Desenterramos los arcos. Fabricamos nuevas flechas. Transformamos los arados en lanzas. Afilamos los cuchillos como navajas.

Y ya era a Judas a quien la gente hacia sus peticiones.

-Tengo seis niños, Judas ben Matatías...

-Llevaremos provisiones para los niños.

-¿Qué hago con mis cabras?

-El ganado va con nosotros.

Lebel, el maestro, abogó por su causa.

-Yo soy un hombre de paz, un hombre de paz.

Fue a ver al adón, con sus ojos azules inyectados en sangre y llenos de lágrimas.

-¿Cuál es hoy en Israel el lugar de un hombre de paz?

Y el adón llamó a Judas, que escuchó y asintió con un movimiento de cabeza.

-¿Nuestros hijos deberán crecer en el desierto como salvajes?

-No -dijo Lebel.

-¿O es que los judíos no saben leer y escribir?

Lebel meneó la cabeza.

-¡Pon entonces paz en tu alma, Lebel!

Luego dijo Judas al adón que los pocos esclavos de Modin debían ser libertados.

-¿Por qué?

-Porque solamente hombres libres pueden luchar como hombres libres -respondió Judas.

-Díselo al pueblo -dijo entonces el adón.

De ese modo celebramos nuestra primera asamblea en el valle, a cielo abierto. Concurrieron aldeanos de las vecinas poblaciones de Gumad y Demá; la sinagoga era pequeña para contenerlos a todos. Judas subió al resto de la antigua pared rocosa para hablar, y se dirigió al pueblo en esos términos:

-¡No quiero que me sigan los medrosos! ¡No quiero a nadie que estime a su mujer y a sus hijos más que a la libertad! ¡No quiero a nadie que regatee lo que debe dar! El camino que yo conozco corre en una sola dirección, y los que lo sigan deben marchar sin trabas. No quiero esclavos ni cautivos. ¡Hay que despedirlos o ponerles un arma en las manos!

-¿Quién eres tú para hablar de ese modo? -gritó alguien.

-Un judío de Modin -respondió Judas. Era increíblemente sencillo, pero sabía juzgar con gran sagacidad a los hombres con quienes hablaba-. Y si los judíos no deben hablar, guardaré silencio.

Y comenzó a descender la cuesta. Pero de todos lados le gritaron:

-¡Habla! ¡Habla!

-No traigo dones -dijo simplemente Judas-. Traigo sangre en las manos, y habrá sangre en las vuestras, si me escucháis.

-¡Habla! -exclamaron.

Después, cuando llegaron veinte hombres armados de Gumad que buscaban a Judas, preguntaron en la aldea:

-¿Dónde está el Macabeo?

Y los aldeanos de Modín les indicaron la casa de Matatías. Todo eso sucedió antes de que regresara Apeles...

He dicho anteriormente que el camino atravesaba la aldea y el Valle. Judas hizo muchas cosas, pero yo por mi parte me ocupé de apostar todas las mañanas a un muchacho de la aldea en un elevado despeñadero desde el que podía ver el camino en una extensión de varias millas. Hacia el este, por cerros y por valles y atravesando una cadena de aldeas, el camino se dirigía hacia Jerusalén; hacia el oeste bajaba paulatinamente hasta el bosque y llegaba luego, a través de él, hasta el Mediterráneo. Un día, Jonatás, otro día otro muchacho, permanecían encaramados en la roca hasta que oscurecía, forzando la vista para descubrir el resplandor de un peto o el centelleo de una lanza. Yo sabía que debía producirse, y sin tardanza; no puede haber secretos en un país como el nuestro, donde la menor noticia viaja por valles y aldeas.

Yo no tenía la sublime fe de Judas. Había débiles y fuertes, pobres y ricos, y no costaba nada hablar del alcalde y sus hombres, pero ¿qué sucedería cuando llegara el momento de enfrentarlos?

Eleazar y Jonatás ya adoraban a Judas; todas sus palabras, todos sus deseos, eran leyes para ellos. ¡No puedo negar que envidié la forma en que lo escuchaban y lo miraban! Volvió a brotar en mí ser el antiguo rencor, la antigua amargura, el antiguo resentimiento. Y me preguntaba continuamente: ¿Por qué no será como los demás hombres? Me empapaba la culpa, porque en el fondo de mi corazón tenía la certeza de que si Judas hubiese estado en la aldea, Ruth estaría viva aún. Yen cierto modo yo le reprochaba que nunca me hubiese dirigido una sola palabra de censura, ni de condena, ni una palabra de enojo. Sin embargo, cuando Juan acudió en busca de mi apoyo, me volví contra él.

-¿Tú también estás de acuerdo con todo eso? -inquirió.

Su esposa estaba encinta.

-¿Con qué?

-¿Con la guerra, con la muerte? Vive con rectitud, dicen las escrituras; vive en paz. Pero cuando habla Judas, nosotros dejamos de pensar.

-¿En qué quieres pensar, Juan? -pregunté.

-Al menos, de este modo vivimos.

-¿Y tan cara es la vida? -grité-. ¿Es tan buena, tan dulce, tan justa?

Me contuve de golpe. ¿Ya me estaba volviendo como el adón? ¿Era mi hermano aquél, o un extraño? Sin embargo, y a mi pesar, le dije la cosa más cruel que podía decirle.

-¿Eres hijo de Matatías, o eres un bastardo? ¿Eres o no eres judío?

Fue como un latigazo, y Juan se humilló visiblemente. De hecho fue peor que un latigazo, porque aquél era un hombre santo que nunca había levantado la voz a ningún ser viviente; aceptaba la voluntad de Dios con ese amable amén judío: así sea. Me miró un instante con los ojos muy abiertos, luego bajó la cabeza y se alejó...

Y entonces regresó Apeles.

Por la mañana Natán ben Baruj, un muchacho de trece años de edad, ágil como un ciervo, bajó saltando la colina y gritando:

-¡Simón! ¡Simón!

Pero todos lo oyeron y tuve que salir a su encuentro abriéndome paso por entre la gente apiñada.

-¿A qué lado? -pregunté.

-Al oeste.

-¿A qué distancia?

-A dos o tres millas... No sé a qué distancia. Vi algo que brillaba, como tú me dijiste, luego vi a los hombres y vine corriendo.

-Tenemos tiempo –resolvió Judas, tranquilizando a los que escuchaban-. íd a vuestras casas, cerrad las puertas y las persianas y corred los cerrojos; y esperad.

Judas tenía un pequeño silbato de plata que Rubén le había hecho.

-Y cuando os llame, acudid -prosiguió-. Los que tengan lanzas, con sus lanzas, los demás con los arcos. Y apuntad bien cuando disparéis.

-¿Y los hombres de Gumad?

-Es demasiado tarde -dijo Judas-. Esto ha de ser para Modin solamente.

-Podríamos ir ahora a las colinas -dijo alguien.

-O podríamos ir a arrodillamos ante Apeles. Ida vuestras casas, y los que no tengan valor, que se queden allí.

Hicieron lo que les dijo; se cerraron las puertas y la aldea quedó en silencio. El adón, el rabí Ragesh, Judas, Eleazar y yo nos quedamos en la plaza, aguardando. Yo tenía el cuchillo en el cinto y Judas llevaba debajo de la capa la larga espada de doble filo de Pendes. Jonatás salió corriendo de la casa y se unió a nosotros. Yo quise mandarlo de vuelta, pero Judas me miró asintiendo con un movimiento de cabeza, y lo dejé. Un instante más tarde vino Juan, acompañado de Rubén ben Tubel, que empuñaba el martillo debajo de la capa. Seguimos esperando los ocho, muy juntos, hasta que oímos al cabo de un rato el redoblar de un tambor y el metálico entrechocar de armaduras. Aparecieron finalmente los mercenarios; iba delante un cuerpo de veinte hombres, a continuación la litera de Apeles y cerraban la marcha otros sesenta hombres en tres cuerpos de veinte. No había jinetes esta vez, por lo que respiré aliviado, pero en medio de los mercenarios marchaba un judío, un levita de manto blanco, a quien reconocí como uno de los servidores del Templo de Jerusalén.

Los esclavos depositaron la litera en el suelo y Apeles salió de un salto, grotescamente magnifico, con un manto dorado y una pequeña falda de color rosa. ¡Con qué exactitud recuerdo la figura de aquel apóstol de la civilización, tal como apareció allí en la plaza, aquella fresca mañana! Tenía el cabello cuidadosamente peinado y rizado, los labios, que parecían un arco de Cupido, delicadamente pintados de rojo, los rosados carrillos prolijamente afeitados, el cuello realzado con un collar de oro, el pecho de capón abultando el manto dorado, los gruesos muslos levantando la falda adornada con volantes, y los diminutos pies encerrados en altas sandalias de plata que subían hasta la pantorrilla.

-Adón Matatías -dijo a manera de saludo-, noble señor de un noble pueblo.

Mi padre asintió con la cabeza, pero no dijo nada.

-¿Pero qué recepción es ésta? -ceceó Apeles-. Ocho hombres no son una delegación adecuada para darle la bienvenida al alcaide.

-Están todos en sus casas.

-En sus pocilgas -corrigió Apeles sonriendo.

-Si quieres los llamaremos -propuso el adón, amable y respetuosamente.

-Luego, luego -asintió Apeles-. Me satisfaces. No hay nada que no se pueda hacer de manera civilizada. ¡Jasón! -gritó, llamando al levita con un ademán.

El judío se acercó vacilante. Tenía miedo; su rostro estaba más blanco que el casquete- que llevaba en la cabeza, y era visible el temblor de su pequeña barba y su minúsculo bigote.

-Bienvenido, José ben Samuel -dijo amablemente mi padre-, bienvenido a la pobre hospitalidad de Modín.

-
Shalom
-susurró el levita.

-Viejo y cordial saludo -dijo el adón- Contigo sea la paz, José ben Samuel. Nuestra casa se engalana con la presencia de un dignatario de la tribu de Leví.

-Viene al sacrificio -ceceó Apeles sonriendo-. El gran rey le habló de este modo a sus pobres alcaides: «Me acongoja esa gente tenebrosa y su tenebroso culto. Un Dios invisible produce un pueblo vil y reservado». Eso es lo que me dijo el rey, y yo, su pobre alcaide, ¿qué otra cosa podía hacer más que obedecer? Pero he traído conmigo al bueno de Jasón, que es levita, para que podáis hacer el sacrificio a vuestra manera.

Dio una palmada con sus manos regordetas y dos mercenarios alzaron un altar de bronce que habían traído y lo colocaron delante de nosotros. Era un objeto reducido, de unos cuatro pies de alto, coronado con la figura de Atenea.

-Palas Atenea -dijo Apeles, paseando con afectación alrededor del altar-. Yo la elegí. La sabiduría. Primero viene el conocimiento; después la civilización. ¿No es así? Luego Zeus y el veloz Hermes. Un hombre completo es un hombre cabal, ¿no es así? Haz fuego, Jasón, y quema el incienso. Y luego haremos venir al pueblo para que vea al adón honrar a esta noble dama.

-Si, haz fuego, José ben Samuel -dijo mi padre-. Palas Atenea... Luego Zeus y el veloz Hermes. Haz fuego, José ben Samuel.

Mirando al adón, sin quitarle los ojos de encima, el levita se aproximó al altar. Dando entonces rápidamente un paso adelante, mi padre estiró su largo brazo, asió al judío, y con un solo movimiento, tan rápido que apenas pude seguirlo con la mirada, sacó el cuchillo y se lo hundió en el corazón.

-¡Ahí tienes tu sacrificio, Apeles! -gritó, lanzando al levita muerto contra el altar-. ¡A la diosa de la sabiduría!

El agudo sonido del silbato de Judas rasgó el aire. Los dos mercenarios que habían llevado el artefacto avanzaron hacia nosotros apuntando las lanzas, pero Eleazar alzó el altar y lo arrojó contra los dos hombres derribándolos al suelo. Apeles se volvió para echar a correr, pero Judas se lanzó sobre él y le arrancó de un manotazo el manto dorado. Medio desnudo, Apeles tropezó y cayó, rodando por el suelo, y comenzó a gritar desaforadamente cuando vio que Judas se le echaba encima. Judas lo mató con las manos vacías; lo alzó cogiéndolo del cuello y le rompió el pescuezo retorciéndolo de golpe, como se hace con las gallinas. Los salvajes chillidos cesaron y la cabeza quedó colgando.

Fue entonces que vi luchar por primera vez a Judas. Los mercenarios avanzaron con los escudos imbricados y las lanzas horizontales. Judas sacó la espada; yo recogí la lanza de uno de los gimientes mercenarios que había empujado Eleazar, y éste se armó de una maza de vino, que había conseguido no sé dónde, una de esas pértigas de ocho pies de largo con veinte libras de madera en la punta, que sirven para machacar uvas en cisternas profundas. El herrero esgrimió el martillo, pero fue Eleazar el que quebró la primera fila de lanzas, acometiendo y usando la larga y pesada pértiga como un mayal. Judas estaba a su lado, con la espada en una mano y el cuchillo en la otra, y sin detenerse ni interrumpirse, más veloz de lo que jamás pensé que pudiera ser un hombre, daba un golpe aquí, una cuchillada allá, siempre en movimiento, formando constantemente con la espada un circulo de acero alrededor de su cuerpo.

No fue una batalla larga, y mi parte fue bastante reducida. La lanza de un mercenario enloquecido me rasgó la capa y yo lo embestí quebrando mi arma en su escudo. Ambos rodamos por el suelo, él tratando de sacar la espada, yo maldiciendo las placas de su cuello que impedían la presión de mis dedos. Mi contrincante logró desenvainar a medias el hierro; renuncié entonces a tratar de estrangularlo y comencé a asestarle puñetazos en la cara, y seguí golpeando las facciones aplastadas y ensangrentadas hasta después de haber muerto el mercenario. Luego me apoderé de su espada.

Todo esto, que me pareció durar horas, sucedió en un minuto, o como mucho en dos. Pero los habitantes de Modin ya habían salido de las casas, armados algunos de lanzas y otros de arcos. Toda la aldea se llenó de esos alaridos salvajes que acompañan a las batallas. Los mercenarios ya no estaban en formación ordenada, con los escudos imbricados, sino en grupos; había también un buen número en el suelo y algunos que huían.

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