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Authors: Howard Fast

Mis gloriosos hermanos (27 page)

BOOK: Mis gloriosos hermanos
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De la lucha por el poder que se había trabado en la corte del difunto Antioco nos llegaron solamente rumores. El rey loco había dejado un hijo idiota, a quien hartaban en la corte de perversiones, drogas y mujeres, como también de animales, prácticas que eran corrientes en Antioquía y en Damasco. Entretanto Filipo, el regente del rey, luchaba por el poder con Lisias, marino griego que había escalado altas posiciones en Siria mediante astucias, engaños y crímenes al por mayor. Consciente de que la conquista de Judea podía inclinar la balanza en su favor, Lisias concibió la idea de emplear tropas de elefantes; envió mensajeros cargados de oro y joyas al valle de los indos, donde alquilaron doscientos elefantes, con sus conductores y los arqueros necesarios para ocupar los castillos instalados en el lomo de las bestias. Si las colinas de Judea eran fortalezas, pensaba el griego, las invadiría con una nueva clase de fortaleza, y de una vez por todas aplastaría el poder del Macabeo y sus partidarios.

Tomó, pues, por el camino de la costa hacia el sur, con los elefantes y diez mil mercenarios para respaldarlos, y se internó luego por el valle de Eshcol para abordarnos por los anchos desfiladeros meridionales.

Durante todo el tiempo que duró su marcha hacia el sur recibimos informes acerca de aquellos monstruosos animales desgarbados que se desplazaban pesadamente, como castillos animados, y cargaban en el lomo recintos de madera con ranuras para disparar las flechas; y al difundirse los rumores por toda Judea, los elefantes se hicieron más grandes y más pavorosos. La impresión de lo desconocido pendía sobre nuestras cabezas como una amenaza diabólica, y hombres que habían guerreado largos años contra fuerzas terriblemente superiores, sin temer a nada ni a nadie que fuera mortal, temblaban ante la sola idea de aquellas montañas vivientes.

Ignorando al principio qué ruta tomarían los elefantes, Judas concentró en Belén todas las fuerzas que pudo reunir, y de allí despachó batidores a explorar. Los primeros rumores indicaban que el ataque principal se llevaría a cabo contra Bet Zur; Judas y Eleazar partieron en aquella dirección con dos mil hombres. Los mil restantes se trasladaron, a mis órdenes, al profundo desfiladero que se encuentra cerca de Bet Zacarías. No habíamos marchado más de un par de horas cuando oímos retumbar el siniestro estruendo del tropel de elefantes, un sonido distinto de todos los imaginables. Los hombres se pusieron pálidos y tensos y la incertidumbre y el miedo corrieron como agua helada por las filas. Rubén, el herrero, estaba conmigo, Rubén de Modin, que en cien encuentros jamás demostró miedo ni vacilación; pero allí, ante aquel ruido nuevo, desconocido, perdió el color del rostro y la elasticidad del paso.

-Son animales -le dije-. Dios los hizo y el hombre los puede matar.

-¿Y si no fueran animales?

-¡Eres un idiota y un cobarde, entonces!

Asiéndome el brazo con una mano de hierro, gritó Rubén:

-¡Nadie me llama cobarde a mí, Simón ben Matatías!

-¡Yo te llamo cobarde, maldito seas!

-¿Por qué me maldices, Simón?

-Porque hemos luchado demasiado tiempo para empezar a tener miedo ahora. Quiero que cojas la mitad de los hombres y que obstruyas el desfiladero. ¡Y que los retengas, como hemos hecho tantas veces! ¡Reténlos contra el mismo infierno hasta que venga Judas! ¡Ay de ti si te retiras antes de que llegue el Macabeo!

-Los retendré, Simón...

Envié entonces al más veloz de nuestros correos a advertir a Judas y Eleazar.

Conduje a la carrera a los mil hombres al cuello del valle, al extremo norte, donde tenía apenas unos siete pies de ancho, y mientras Rubén trabajaba frenéticamente con quinientos hombres para levantar una especie de barricada con rocas y árboles caídos, yo guié a los quinientos restantes cuesta arriba, en busca de una posición ventajosa para disparar las flechas. Casi no tuvimos tiempo; trepábamos todavía por la ladera cuando apareció la primera de las grandes bestias, avanzando por el valle con un paso siniestro, fatal, lento, de una lentitud que lo hacía más aterrador aún. Los elefantes marchaban de tres en tres, y parecía haber un número interminable de animales. Cada elefante llevaba un conductor sentado en la cabeza, y detrás del conductor había un grueso cajón de madera con ranuras por todos lados para uso de los arqueros.

Los conductores eran hombres delgados, morenos; iban completamente desnudos, con las piernas cruzadas, y llevaban una larga vara puntiaguda con un gancho en la punta, con la que aguijoneaban de tanto en tanto al animal. Adán ben Lázaro era mi teniente; le dije que mataran primero a los conductores, aunque dudaba de que con eso pudiéramos detener o desviar a los animales.

Ya había más de cien elefantes a la vista, y detrás de ellos alcanzábamos a divisar los cascos y lanzas relucientes de los mercenarios que marchaban a continuación. El aterrador estruendo que producían las patas de los animales llenaba todo el valle y se mezclaba con los agudos gritos de los conductores y con los roncos alaridos triunfales de los mercenarios.

Trataré de relatar los sucesos tal como acontecieron; debo relatarlos, como los otros, por más doloroso que sea. No culpo a Rubén.

¿Cómo te voy a culpar a ti, Rubén, camarada mío, que reposas con mis gloriosos hermanos en ese pasado común a todos los hombres? Rubén no temía a nada conocido, y el tiempo lo demostró, pero nuestras pequeñas saetas de cedro sólo sirvieron para enfurecer a las bestias. Matamos a los conductores, pero los elefantes prosiguieron su marcha. Erizamos de flechas los cajones de madera que llevaban en el lomo, pero ellos siguieron adelante, avanzaron contra la barricada y la destrozaron con sus enormes patas. Rubén y sus hombres echaron a correr; fue aquélla la primera vez que los griegos veían en un combate la espalda de un judío.

Yo corrí a ayudarlos y, pese al miedo que sentían, mis hombres me siguieron. Bajamos velozmente del cerro, saltando por la ladera; pero no fui yo quien detuvo a los que huían, sino mis hermanos con sus dos mil hombres, que irrumpieron en el valle precedidos por Eleazar, por Eleazar y su poderoso martillo; Eleazar, el esplendor de la batalla, el único hombre que no temía, ni dudaba, ni se mofaba; Eleazar, el sencillo, valiente y maravilloso Eleazar. Lo seguían los ocho negros africanos que habían quedado de los doce, los ocho hombres de palabra dulce que amaban a mi hermano y habían luchado a su lado durante todos aquellos años.

Yo ya estaba bastante cerca de Eleazar y pude oír su voz.

-¿Tenéis miedo? -gritó-. ¿De qué? ¡Todavía no han nacido animales que no se puedan matar!

Ante la desenfrenada embestida de los elefantes, los hombres que seguían a Judas se detuvieron, estupefactos y amedrentados; pero Eleazar corrió solo y avanzó al encuentro de un elefante que se había adelantado a los demás. Nunca, ni antes ni después, se vio un espectáculo igual; el gran cuerpo de Eleazar se arqueó, el martillo giró hacia atrás por encima de su cabeza, volvió a girar hacia adelante y se descargó en la cabeza del elefante con un fragoroso estallido que cubrió todos los gritos. El elefante, con el cráneo roto, dobló las rodillas, rodó por el suelo y murió. Pero ya los demás animales habían rodeado a Eleazar y sus africanos. Los negros lucharon con las lanzas; Eleazar con el martillo, hasta que un elefante se lo arrancó con la trompa. Todo aquello sucedió en mucho menos tiempo del que tardo en escribirlo. Eleazar murió antes de que Judas y yo pudiéramos acercarnos a su lado. Desde los cajones de los elefantes los arqueros disparaban flechas sin cesar; mi hermano ya tenía dos flechas clavadas en el cuerpo cuando se apoderó de la lanza de un africano caído, corrió a situarse debajo de un elefante y le hundió el arma íntegramente en las entrañas.

Los elefantes, espantados, se lanzaron a correr en tropel; ya nada podía detenerlos. Y allí, en el fondo del valle, aplastados por centenares de patas demoledoras quedaron mi hermano Eleazar y sus ocho camaradas negros.

Nos dispersamos. Trepamos por las laderas. Yo trataba de estar siempre cerca de Judas, y probablemente lloré como lloraba él.

No lo sé; no lo recuerdo. Sólo sé que Eleazar estaba muerto...

Al anochecer habíamos reunido a mil ochocientos hombres, e iniciado la retirada hacia el norte. Por primera vez había sido derrotado el Macabeo en un combate.

Yo marchaba a veces solo, otras veces entre la masa de mis hombres; pero me era indiferente. Mi desaliento era grande. Al principio sólo me importaba estar cerca de Judas; pero a medida que avanzaba la noche, una noche sombría, hosca, me fui envolviendo en una capa de soledad, de amargura, de desolación, y me separé de Judas. Dejé que se adelantara y lo perdí de vista. No era tanto la ira como una sensación, ardiente y corrosiva, de frustración y miedo, lo que se había apoderado de mi. Todos los hombres eran seres humanos, pero Judas era otra cosa distinta.

Sus lágrimas eran mentiras; su dolor no era dolor; su alma se había extraviado y él era como una espada que tenía un solo propósito y un solo destino.

Lentamente llegó el odio; el antiguo odio, terrible y tenebroso, hacia mi hermano; un odio que se compone de cosas tan revueltas, tan complejas, y tan misteriosas; un odio que es viejo, acerbo e insaciable y que hunde sus raíces en aquella antiquísima historia de Caín que mató a Abel. ¿Y a Eleazar, quién lo había matado? ¿Y quién nos mataría a todos nosotros, uno por uno, sin pausa, sin tregua y sin fin? Eleazar había muerto, pero Judas ya no pensaba más que en los hombres, en el ejército, en la lucha, en la resistencia; la resistencia que le había extraído hasta la última gota de misericordia.

Aquella noche, desesperante y nefasta, mientras iba caminando, lentamente, insensible a la esperanza, indiferente al mañana o a nada que no fuera el pozo de muerte y destrucción en el que sentía que me estaba hundiendo, recordé el día en que Judas regresó a Modín y se detuvo junto al lecho donde yacía el cuerpo de la hermosa y espléndida mujer que yo había amado; se detuvo sin decir al principio una sola palabra, sin revelar la menor señal o evidencia de dolor; y por último habló solamente de venganza.

Quién la había matado, fue lo que quiso saber...

Yo era el guardián de mi hermano, me había dicho el viejo, el adón.

«Tú, Simón, eres el guardián de tu hermano, tú y nadie mas.»

Pero Judas, que ya tenía las manos tan enrojecidas de sangre, tan enrojecidas y tan húmedas, sólo pensaba en enrojecerías más.

La venganza era de él; no era de Dios, ni del pueblo, sino suya y sólo suya...

Me quedé inmóvil; no caminé más. ¿Para qué? ¿Para ir adónde?

El viejo había muerto; Eleazar había muerto. ¿Cuánto tardaríamos en morir todos los demás? ¿Para qué irnos? ¿Para qué huir? Me dejé caer en el suelo; alrededor de mi había otros hombres que renunciaban a la fuga, que abandonaban el objetivo, el impulso que nos había guiado durante tanto tiempo. Y entonces oí la voz de mi hermano.

Que me busque. Lo maldije. Me tendí en el suelo, con la cara en las manos. Escuché sus gritos.

-¡Simón! ¡Simón!

Lo mismo que el diablo a la caza de un hombre.

-¡Simón!

Repetidamente, interminablemente, porque él era el Macabeo.

-¡Simón!

-¡Que Dios te maldiga! ¡Vete y déjame!

-¡Simón!

Alcé la cara y lo vi inclinado sobre mí, tratando de ver en la oscuridad.

-¿Eres tú, Simón? -pregunto.

-¿Qué quieres?

-Levántate -dijo-. Levántate, Simón ben Matatías.

Me levanté.

-¿Qué haces tirado en el suelo? -preguntó serenamente-. ¿Estás herido? ¿O es el miedo, ese maldito miedo que siempre albergaste en el corazón?

Saqué instantáneamente el cuchillo y alcé el brazo aproximándolo al cuello de Judas; pero él no se movió y me miró fríamente. Arrojé entonces el cuchillo lejos de mí y me cubrí la cara con las manos.

-¿Por qué no me has matado? –preguntó Judas-. Habrías satisfecho ese odio infame que te corroe.

-Déjame.

-No te dejaré. ¿Dónde están tus hombres?

-¿Dónde está Eleazar?

-Está muerto –dijo Judas con calma-. Él era fuerte, pero tú eres más fuerte, Simón ben Matatías. Sólo que tu corazón no es como el suyo. Tú eres bueno para la victoria, ¡pero Dios salve a Israel si tiene que depender de ti en la derrota!

-¡Cállate!

-¿Por qué? ¿Porque no sabes admitir la verdad? ¿Dónde estaba la espada de Simón ben Matatías cuando murió Eleazar? ¿Dónde estaba?

Los minutos pasaron lentamente, pesadamente. Por último, después de largo rato, pregunté a mi hermano:

-¿Qué debo hacer?

-Reúne a tus hombres -dijo él sin emoción-. Eleazar ha muerto y nosotros estamos llenos de dolor. Pero el enemigo no está dolorido. Reúne a tus hombres, Simón.

Amanecía; nos sentamos en torno de una fogata, Judas a un lado, Rubén al otro y nuestros hombres diseminados alrededor, unos dormidos, otros despiertos y tratando de explicarse lo que había pasado. Rubén lloraba como una criatura.

-Era vuestro hermano -decía-, pero era mi hijo, mi hijo, y yo lo traicioné. Yo huí mientras él se quedaba; yo les volví la espalda mientras él les hacía frente. ¿Por qué vivo yo y él esta muerto allí en el valle?

-Paz -le dije-. ¡Por amor de Dios, calla!

Sentía que si seguía escuchando los lamentos de Rubén, perdería indefectiblemente la razón. Pero Judas dijo, suavemente:

-Déjalo, Simón, déjalo que se desahogue, de lo contrario su dolor crecerá como la lepra dentro de su alma y lo matará.

-Le enseñé a forjar el hierro -gimió Rubén-. Le enseñé los secretos del metal, los más antiguos secretos; y él ardió, se consumió, tan puro como el hierro cuando se pone azul en la llama. Dios no me dio hijos, pero me dio a Eleazar, y yo lo traicioné, lo maté. ¡Que mis manos se pudran y se desprendan! ¡Que mi corazón se convierta en plomo! ¡Que caiga la maldición eterna sobre mi cabeza!

Se tapó la cara con la capa y meciéndose hacia adelante y atrás continuó gimiendo y sollozando...

Fue en cierto modo el fin. Aunque postergado, fue en cierto modo el fin de todos mis gloriosos hermanos, los hijos de Matatías, los que habían adquirido en Israel la misma gloria que los héroes de la antigüedad. Por primera vez no pudimos presentar combate al enemigo. Antes Judas lo enfrentaba con quinientos hombres, riéndose de su número; y lo atacaba y hostigaba sin cesar, transformando en infiernos los valles y en carnicerías los desfiladeros. Pero ahora los hombres que nos quedaban no querían afrontar a los elefantes, y no nos quedaba otra alternativa más que la de regresar a Jerusalén, a reunirnos con nuestros hermanos tras los muros que Judas había hecho elevar para defender el monte del Templo.

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