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Authors: Steve Perry Michael Reaves

Medstar I: Médicos de guerra (7 page)

BOOK: Medstar I: Médicos de guerra
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El desfile de cuerpos arrasados por el combate se interrumpió al cabo de cinco horas de la llegada de las últimas aeroambulancias. Una tormenta eléctrica se había desatado durante la última hora, una tormenta fuerte de verdad, con rayos que cayeron muy cerca del campamento. Por supuesto, todo el área gozaba de protección electrostática, pero costaba tenerlo presente cuando el trueno ruge con tal fuerza que hace tambalearse los edificios, las repentinas llamaradas de luz blanca se filtran por la ventana dejando fantasmas morados en la visión, y el punzante olor a ozono llena el aire, superponiéndose incluso a la peste de la carne chamuscada en combate.

Pero la tormenta se fue tal y como vino, y todos acabaron en la cantina por tácito acuerdo. Jos entró unos minutos después, y le sorprendió el relativo silencio que encontró allí, hasta que vio a Zan.

La expectación podía olerse en el aire casi con más intensidad que el ozono durante la tormenta. La gente bebía, inhalaba vapores o mascaba granispecias, mientras observaba cómo Zan afinaba la quetarra. Nadie reparó siquiera en el acallado cuadrovoz que solía ofrecer música enlatada. Habían bajado las luces a un nivel suave y luminoso. Se oyeron varios sonidos armónicos mientras Zan ajustaba las cuerdas, modificando la tensión hasta que las notas desafinadas se afinaron de la forma correcta. Una vez satisfecho, se sentó un poco más recto en la butaca, se acomodó el instrumento sobre la pierna izquierda y saludó al público con una inclinación de cabeza.

—Voy a intentar interpretar dos obras cortas. La primera es el preludio de Borra Chambo a su gran obra, Disolución por autointención. La segunda es la fuga Insensata de Tikkal Remb Mah.

Zan empezó a rasgar las cuerdas, y la música que manó del contacto entre sus dedos y las fibras llenó la cantina con una melodía hechizadora y un contrapunto grave que arrastró al humano bajo su influjo, aunque Jos no tenía reparos en afirmar que detestaba la música clásica.

Era indudable que Zan era un músico experto. Debería haber estado en algún escenario teatral o en algún planeta tranquilo y civilizado, ante seres que apreciaran su arte, y que sus talentosas manos se dedicaran a crear arte con el cuerno de Kloo y la omnicaja en lugar de blandir vibroescalpelos y flexipinzas.

La guerra, pensó Jos. ¿Para qué sirve? Desde luego, no para las artes. Se preguntó cuántos talentos como Zan habría dispersos en batallas por la galaxia. Se obligó a no pensar en cosas tan deprimentes para limitarse a escuchar la música. Ya había poca belleza en aquel mundo, se recordó. Más le valía disfrutarla mientras durara.

A su alrededor, la gente guardaba silencio, atrapada en la red musical que tejía Zan. Nadie hablaba. Nadie movía cacharros ni hacía ruido con los vasos. Tolo era silencio, exceptuando el lejano rumor del trueno y el sonido de la quetarra de Zan.

Jos miró a su alrededor y vio a Klo Merit. El equani era fácil de localizar: le sacaba más de una cabeza a casi todos los bípedos de la sala. El pelo gris claro y los bigotes también ayudaban. Jos se alegró de ver allí al cuidador del Uquemer. Los equanis eran seres profundamente empáticos, capaces de comprender y psicoanalizar a casi cualquier otra especie inteligente, y Merit era de los pocos que quedaban después de que una llamarada solar arrasada su planeta natal. Jos sabía que Merit cargaba, en muchos sentidos, con el peso emocional de todo el campamento. Pero en ese momento parecía arrebatado por el hechizo que Zan estaba tejiendo, igual que todos los demás, Bien, pensó Jos. Recordó una cita de Bahm Gilyad que había formulado las reglas y responsabilidades de su profesión cinco mil años antes, durante el Conflicto del Hiperespacio Stark: “Los enfermos y los heridos siempre tendrán un curandero que sane sus heridas, ¿pero a quién acudirá el curandero?” Mientras Zan tocaba, a Jos le parecía más fácil no pensar en la guerra, en lo cansado que estaba, en cuántos trozos de metralla había extirpado o en la cantidad de órganos perforados que había sustituido en las últimas horas. La música lo transportaba a lo más profundo de su propio ser, elevándolo a las alturas, regenerándolo como si hubiera descansado una semana entera. Se dio cuenta de que, en gran medida, lo que su amigo estaba haciendo por los médicos y enfermeros de Uquemer-7 era lo que la Jedi había hecho con los soldados clon heridos: curarlos.

El tiempo pareció detenerse.

Zan acabó llegando al final de la última composición. La última nota definida se alejó vibrando, y el silencio fue casi absoluto. Entonces, los parroquianos de la cantina empezaron a silbar y aplaudir o a golpear las mesas con las jarras vacías. Zan sonrió, se levantó e hizo una reverencia.

Den Dhur estaba junto a Jos, que no se había dado cuenta de la llegada del periodista.

—Tu compañero es bueno —le dijo Dhur—. Podría moverse por el circuito clásico, ganar una buena cantidad de créditos.

Jos asintió.

—Probablemente —dijo—. De no ser por este pequeño problema llamado Guerra interestelar.

—Ah, sí, eso —Dhur hizo una pausa—. Déjame invitarte a algo, doc.

—No, no, yo invito.

Se acercaron a la barra. Dhur hizo un gesto al barman, que se acercó moviéndose pesadamente.

—Dos Frescas de Coruscant —mientras esperaban a que les sirvieran, Dhur dijo—: ¿Qué sabes de Filba?

Jos se encogió de hombros.

—Es el sargento de suministros. Procesa lo requisado, canjea los pedidos de arriba, ese tipo de cosas. Huele como si usara agua de letrina para perfumarse. Aparte de eso, poca cosa, la verdad. ¿Quién sabe algo de los hutt? ¿Y a ti qué más te da?

—Instinto de periodista. Los hutt suelen generar noticias a su alrededor. Además, Filba y yo nos conocemos de antes. Sin ánimo de ser especiófobo, ya sabes lo que dice el refrán: “¿Cuándo miente un hutt? Cada vez...”.

—“...que abre la boca” —terminó Jos—. Sí, ya lo había oído. Pero dicen lo mismo de los neimoidianos.

—Y de los ryn, y de los bothanos, y de los toydarianos. Ésta es una galaxia muy complicada, o al menos eso dicen —el reportero sonrió a Jos, que le devolvió la sonrisa.

Pese a que el hombre parecía alguien cáustico e irascible en la primera impresión, tenía algo que hacía que cayera bien.

El barman les sirvió sus bebidas. Dhur puso un crédito sobre la barra.

—Siento tener que ser yo quien te lo comunique, pero me parece que dicen lo mismo de los humanos.

Jos apuró su bebida.

—Estoy profundamente sorprendido y ofendido. En nombre de todos los humanos de la galaxia, me tomaré otra —hizo un gesto al barman y añadió—: Filba puede ser un grano en los glúteos, pero parece hacer bien su trabajo. O quizá debería decir “sus traba Jos”. Parece ser que tiene metida la fangosa nariz en prácticamente todo. Incluso se encarga de los envíos de bota.

Dhur estaba a punto de dar un trago a su segunda bebida. Se detuvo y alzó una ceja en lugar de alzar la jarra.

—¿Perdón?

—Es lo que me han dicho. Bleyd le ha dado control total sobre el procesado, la recolección y los envíos de bota.

—Qué fuerte —Dhur pareció ponerse nervioso de repente—. Oye, ¿has oído el rumor de Epoh Trebor y su visita guiada a la HoloRed? Dicen que Drongar está en la lista.

—Sí, ya me emocionaré en otro momento —Jos nunca había sido muy partidario de la popular estrella de la HoloRed, pero sabía que estaba en minoría, a juzgar por las cifras de audiencia de Epoh. Y seguía teniendo curiosidad por el interés que había manifestado Dhur por Filba, pero antes de que puliera decir nada más, el sullustano apuró su bebida.

—Nos vemos, doc. Gracias por la invitación.

—Pero si has pagado tú —le recordó Jos.

—Ah, sí, es verdad —dijo Dhur—. Bueno, tú pagas la próxima ronda —y se dirigió hacia la puerta con toda la rapidez que le permitían sus regordetas piernas.

Jos miró a su alrededor, preguntándose si Filba habría entrado mientras hablaban. No le vio, y el hutt era fácil de divisar entre una multitud.

Frunció el ceño. Era obvio que algo había llamado poderosamente la atención de Dhur, y que ese algo tenía que ver con Filba. La base esperaba tener unas pocas horas de paz y tranquilidad antes de la llegada de los siguientes heridos, a menos que hubiera una evacuación de emergencia de las líneas del frente, una posibilidad que siempre cabía. Jos pretendía aprovechar el tiempo para dormir un poco. El sueño era algo más preciado en ese planeta que la bota. Pensó en pasarse por la tienda de suministros para ver qué tal le iba a Filba Pero primero se acabaría la bebida.

7

E
l espía llevaba más de dos meses estándar en aquella miserable y húmeda bola de barro y ya estaba más que terriblemente harto de ella. Dos meses desde que los agentes de las altas esferas del ejército de la República habían ordenado su traslado a aquel Uquemer. Dos meses pasando calor bajo un sol implacable, asediado por todo tipo de plagas aladas... ¡y por esas esporas! Esas irritantes esporas que lo atascaban todo constantemente. Había días en los que tenía que llevar mascarilla filtradora, o corría el riesgo de perecer asfixiado antes de poder recorrer la base de punta a punta.

El espía echaba de menos su hogar con desesperación enervante. La calidez del clima, la brisa del océano, los sutiles aromas que desprendían los helechos... Desechó el arrebato nostálgico con un gruñido y una sacudida de cabeza. No tenía sentido recrearse en el pasado. Tenía un trabajo que hacer, y por fin empezaban a dar fruto las semillas que se a habían plantado más de un año antes.

Aunque seguía sin tener muy clara la naturaleza exacta de las maquinaciones que respaldaban ese plan del Conde Dooku, lo cierto es que eso no importaba. De hecho, era casi mejor ignorarlas, para que, en caso de que lo capturaran, ni las drogas ni los hipnoescáneres pudieran sacarle la verdad.

Pero tampoco era muy probable que lo descubrieran. Su nueva identidad estaba documentada de forma impresionante, y la posición que tenía dentro de la cadena de mando era lo bastante elevada como para poder evaluar casi cualquier información que entrara. La Confederación había preparado bien el terreno. El espía miró el crono de pared y se sentó ante el imponente escritorio. En él estaba instalado un monitor que mostraba varias vistas de los edificios de Uquemer, el muelle de las naves de transporte y los hangares de procesamiento de bota. La verdad es que tampoco había mucho más. Todo junto no merecía ni malgastar un torpedo de protones, exceptuando una cosa: la bota.

Las diferentes escenas del monitor mostraban que todo transcurría con normalidad. Algo que cambiaría pronto; en pocos minutos, de hecho.

Pulsó un botón y detuvo el monitor en la vista de “espaciopuerto” (un término demasiado grandioso para esa losa de ferrocemento de diez metros cuadrados), donde estaba a punto de despegar un transbordador con una carga de bota procesada. El espía contempló cómo se elevaba silenciosamente la nave sobre las invisibles ondas repulsoras. Se alzó rápidamente, ganando velocidad para atravesar con rapidez el principal estrato de esporas y así minimizar el daño. Alcanzó en un momento la altura de mil metros, convirtiéndose en un punto lejano, casi invisible. Entonces, el puntito estalló en un resplandor blanco cegador, siendo por un instante más brillante que Drongar Prime.

Segundos después, el estruendo de la explosión retumbó por toda la base, como una onda atronadora.

El espía no sintió ningún regocijo ante ese acto. Había muerto gente, pero había sido necesario. Tenía que agarrarse a ese argumento. Todo eso era parte de una meta distante pero crucial. Debía tenerlo en mente.

~

Den Dhur pensaba sin cesar. Pronto sería hora de regresar a su cubículo y sacar la pequeña pero potente unidad de comunicación comprada en el mercado negro para su trabajo. Le había costado una pila de créditos, pero había merecido la pena. Estaba camuflada como módulo de entretenimiento portátil y era capaz de enviar por el hiperespacio paquetes de mensajes holocodificados en un ancho de banda que apenas era detectable por las estaciones de la República o la Confederación.

El problema era que no parecía haber mucho sobre lo que informar. Aunque no era del dominio público que la lucha en Drongar se libraba por los campos de bota, tampoco era algo sorprendente. El problema de Den era que no tenía ninguna noticia que dar.

Pero ese problema no duró mucho.

Den atravesaba el recinto cuando vio que su sombra se tornó negra como el carbón durante una fracción de segundo. Se dio la vuelta y alzó la vista con cuidado, entrecerrando los párpados para maximizar el factor de polarización de sus gafas reductoras. Incluso con la luz ambiente reducida, el punto de luz en las alturas era intensamente blanco, más cegador que el sol del planeta. Por un segundo de horror, pensó que alguna estrella cercana se había convertido en nova. Eso sí que sería una gran noticia, si no fuera porque entonces él no estaría allí para darla.

Oyó a sus espaldas gritos, alaridos de pánico y alarma. Había alguien a su lado, mirando hacia arriba. Tolk, la enfermera lorrdiana.

—¿Qué ha pasado? —preguntó.

—Parece que ha explotado la nave de transporte de bota.

El sonido de la explosión llegó hasta ellos como queriendo confirmar el comentario, haciendo vibrar los huesos de quienes tenían esqueleto. Den sintió que los dientes le castañeteaban en respuesta a las ondas de baja frecuencia.

Un soldado clon que pasaba por allí, un teniente, a juzgar por sus galones azules, silbó sorprendido.

—Vaya. Su campo ha debido de alcanzar el punto crítico. Alguna rotura en el ensamblaje superconductor.

—Imposible —dijo un ingeniero ishi tib. Den le reconoció: era el mismo que bailaba en la cantina cuando llovía, en su primer día en el planeta—. Mi equipo lo ha repasado esta mañana con detenimiento. Hemos comprobado tres veces todos los cierres herméticos. Las burbujas de vacío estaban tensas. Ni un neutrino lubricado podría haberse metido entre las placas.

El soldado se encogió de hombros.

—Como quieras, ¿Cuánta gente había a bordo?

—Dos mozos de carga —dijo un humano al que Den no reconoció—. Y el piloto.

El soldado negó con la cabeza y se alejó.

—Una auténtica lástima.

Ya puedes llamarla sí. Den miró a su alrededor. El recinto abierto estaba lleno de curiosos que miraban al cielo como si no hubiera nada más a lo que mirar.

—¿Y los restos? —preguntó nerviosa una enfermera caamasiana.

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