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Authors: Steve Perry Michael Reaves

Medstar I: Médicos de guerra (6 page)

BOOK: Medstar I: Médicos de guerra
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Ji se mantuvo en ángulo con Cley, con el pie derecho por delante, los brazos extendidos, las manos abiertas. Parecía vulnerable, pero Barriss sabía que la invitación era falsa. Estaban a un paso y medio de distancia, y Barriss identificó esa distancia como la de la lucha con arma blanca, justo fuera del alcance de un cuchillo corto.

Siguieron rodeándose. Cley estaba demasiado alerta como para caer en una trampa tan obvia. Se parecía más a un partido de jetz que a un combate, el delicado equilibrio entre ellos se mantenía mientras uno se movía ligeramente y el otro respondía con un movimiento igualmente sutil.

Los asistentes murmuraban, sabiendo que estaba pasando algo, pero sin saber muy bien qué.

Entonces, Cley avanzó. Se lanzó hacia delante, impulsado por sus potentes piernas, y era muy rápido. Inició una serie de puñetazos dobles, a derecha e izquierda, por arriba y por abajo, suficientes para dar por terminada la pelea, de haber alcanzado su objetivo.

Ji no retrocedió, sino que se abalanzó hacia delante para recibir el ataque. Su propio puñetazo atravesó la línea central y rechazó por un pelo el puñetazo alto de Cley, lo justo para que fallara. Entonces, el puño de Ji se encontró con Cley a la altura de la nariz, pero no se conformó con eso. Continuó avanzando, puso la pierna derecha detrás del pie más avanzado de Cley, le cogió por la garganta con una uve formada por sus dedos pulgar e índice, y le levantó para dejarle caer en la tarima con fuerza suficiente como para imprimir momentáneamente la silueta de Cley en la resistente espuma. Luego se agachó y clavó el codo en el plexo solar a Cley, que se quedó sin aliento.

Ji se levantó, le dio la espalda al hombre derribado y se alejó. Cley yacía boca arriba, intentando recuperar el aliento, incapaz de levantarse.

Y así concluyó la pelea. La escena completa había durado quizás unos tres segundos desde el inicio del ataque.

—¡Por el Gran Hacedor! —dijo Jos—. ¿Qué ha hecho?

—Parece que costarte diez créditos, capitán Vondar —dijo Barriss.

~

Jos observó cómo el médico del combate reconocía a Cley y llegaba a la conclusión de que no estaba tan malherido como para necesitar algo más que primeros auxilios. Nunca había visto nada así. Un luchador tan experimentado como Cley tumbado con tanta rapidez y facilidad. Phow Ji era realmente bueno. Por supuesto, Jos había recibido el entrenamiento básico requerido a todo el personal del ejército, y se sabía un par de trucos, pero no eran nada al lado de lo que acababa de presenciar. Todavía no estaba seguro de lo que había visto. Los dos hombres buscaban posicionarse y, de pronto, Phow Ji se alejaba tranquilamente mientras Usu Cley yacía de espaldas intentando recordar cómo se respiraba.

¿Cómo se sentiría uno sabiendo que podía protegerse de ese modo si las circunstancias lo requerían?

¿Sabiendo que podías vencer a un Jedi en combate cuerpo a cuerpo?

Le costaba hasta imaginárselo. Por supuesto, ni los movimientos más rápidos de la galaxia podían bloquear un rayo de partículas láser o el proyectil de un lanzacartuchos. Aunque tenía entendido que los Jedi eran capaces, teóricamente mediante la Fuerza, de anticipar esos ataques antes de que se produjeran, y, por tanto, bloquearlos y evitarlos, ya que podían ver el futuro inmediato. No sabía si creérselo, pero había una cosa segura: a partir de ahora apostaría sus créditos al nuevo.

Barriss se envaró a su lado, y Jos alzó la mirada para ver acercarse el temible Phow Ji, secándose el rostro con una toalla.

De cerca, los rasgos del hombre eran marcados y precisos: sus labios parecían conformar una expresión semejante a una burla. Era un hombre que sabía lo peligroso que era, y que no le importaba que los demás lo supieran.

—Eres una Jedi —dijo a Barriss.

No era una pregunta. Su voz era firme, tranquila, pero llena de confianza. Ignoró a Jos como si no estuviera allí. Jos decidió que le iba bien que fuera así.

—Sí —dijo ella.

—Pero tu formación no está completa.

—Soy Barriss Offee, padawan.

Ji sonrió.

—¿Sigues creyendo en la Fuerza?

Barriss alzó una ceja.

—¿Tú no?

—La Fuerza es un cuento inventado por los Jedi para asustar a los que quieran enfrentarse a ellos. Los Jedi no sobresalen como luchadores. Yo apenas me esforcé para derribar a uno hace poco.

—Joclad Danva no empleó la Fuerza al enfrentarse a ti.

—Eso dijo él —Ji se encogió de hombros, secándose el sudor de la cara con la toalla—. Qué calor hace hoy. Tú también estás sudando, Jedi. Toma...

Le tiró la toalla.

Barriss alzó la mano como para cogerla. La toalla se detuvo en pleno aire. Se quedó colgando allí por unos dos segundos. Jos parpadeó. ¿Pero qué...?

La toalla cayó y aterrizó a los pies de Barriss. Ella no había dejado de mirar a Ji en ningún momento.

—La Fuerza es real —dijo ella tranquilamente.

Ji se rió y negó con la cabeza.

—He visto truquitos mucho mejores por parte de los magos de las caravanas ambulantes, padawan —se dio la vuelta y se alejó.

Jos miró la toalla y luego a Barriss.

—¿A qué ha venido eso?

—Un error de juicio —dijo Barriss—. He permitido que esto me molestara —ella negó con la cabeza—. Me queda tanto camino por recorrer...

Ella se dio la vuelta y caminó de vuelta hacia el recinto. Jos la contempló un rato mientras se alejaba, recogió la toalla y la miró con curiosidad. Era un trapo de corriente sintotela absorbente, de los que no suelen flotar en el aire como colgados de un gancho invisible. Estaba húmedo por el sudor del teräs käsi, pero no era nada del otro mundo.

Acababa de presenciar su primera demostración de la Fuerza.

En lo que a espectáculos se refería, no era como esquivar rayos láser, hacerse invisible o disparar rayos por los ojos, que era lo que había oído que podían hacer los Jedi. Pero había sido bastante impresionante, de todas formas.

Se preguntó qué otras cosas sabría hacer Barriss.

Cuando la vía por primera vez, parada en la elevación del terreno que había fuera de la base, con el viento arremolinando su hábito, sintió una poderosa atracción, o eso había creído sentir. En Barriss había una fuerza interior y una paz que apelaba con fuerza al curandero que él también era en su interior. Pero esa misma tranquilidad la hacía también remota e inaccesible, más un simulacro de mujer que una real. Había hombres que se sentían atraídos por esa apariencia de distanciamiento, pero Jos no era de ésos.

Además, estaba el poder que ella tenía. Aunque había oído hablar de la Fuerza toda la vida, se dio cuenta de que jamás había creído que pudiera existir algo así. Como otros muchos en su profesión, el cirujano jefe Jos Vondar era un hombre pragmático: creía en todo lo que fuera real, cuantificable y mensurable. Y lo que acababa de ver le había puesto los pelos de punta.

Un crujido repentino en las cercanías le sobresaltó y le hizo girarse en redondo. El campo de fuerza que marcaba el perímetro del campamento no estaba lejos, y algo lo había rozado, recibiendo un castigo. La descarga no era lo bastante fuerte para matar, pero sí lo bastante desagradable para todo lo que fuera más pequeño que un ronto de Tatooine.

Jos emprendió el camino de vuelta a los barracones. No es que hubiera algo en la selva lo suficientemente grande como para preocuparse; seguramente fue una babosona. Era la forma de vida terrestre más grande que habían encontrada hasta entonces: una especie de babosa de cinco metros de largo y medio metro de grosor que se arrastraba en zigzag por el suelo. Sus tentáculos podían lanzar descargas eléctricas lo bastante fuertes como para derribar a un hombre, pero que no eran letales. Toda la fauna terrestre que habían visto hasta el momento, incluso los seres grandes como la babosona, era invertebrada. En teoría había criaturas acuáticas mucho más grandes y variadas en los océanos de Drongar, pero él nunca había visto una, y prefería que la cosa continuara así.

Sus pensamientos volvieron a centrarse en Barriss, y suspiró. Era absurdo preguntarse si le gustaba la chica o no. Aunque fuera así, y aunque la Orden condenara las relaciones de ese tipo, algo que no sabía ni en un sentido ni en el otro, la relación seguía siendo algo imposible. Los Jedi no eran los únicos con tradiciones.

Cualquier posible cavilación posterior sobre el tema quedó interrumpida por el característico gemido de las aeroambulancias acercándose. Casi alegre por la distracción, regresó a la base a paso ligero.

6

E
sta tanda era de las malas. Eran cuatro aeroambulancias llenas, lo que significaba dieciséis soldados heridos. Tres habían muerto por el camino, y uno estaba demasiado mal como para intentar su reanimación: una de las enfermeras le administró la eutanasia mientras Jos, Zan, Barriss y otros tres cirujanos ponían manos a la obra.

Uno de los clones estaba cubierto de quemaduras de tercer grado. Tuvieron que cortarle la armadura para desnudarlo. Se había cocido literalmente por un proyectallamas. Por suerte, uno de los tres tanques de bacta que aún funcionaban estaba desocupado, y se pudo sumergir al soldado en un baño nutritivo.

El estado de los demás iba del crítico al pronóstico reservado, y fueron tratados en el orden correspondiente. Jos se puso los guantes mientras Tolú le informaba sobre el primer caso.

—Hemorragia descontrolada, múltiples heridas de dardo, contusión en la cabeza...

Jos miró el crono. Llevaban diez minutos en la “hora dorada”, la ventana temporal crítica para que un soldado pudiera sobrevivir a una herida recibida en combate. No había tiempo que perder.

—Vale. Vamos a estabilizarle. Ha perdido mucha sangre y tiene dentro metal para un cinturón de asteroides. Ponle ahí un drenaje...

Barriss observó a Jos trabajando durante un minuto, admirando su talento y sus decisiones rápidas. Luego se abrió a la Fuerza para que la guiara hacia donde más se necesitaran sus servicios. Sintió que sus pies la llevaban a la mesa de Zan, donde el zabrak trabajaba con otro soldado, ayudado por un FX-7.

—¿Hay algún problema? —preguntó ella.

—Échale un vistazo —respondió él.

Ella se acercó más. El cuerpo desnudo yacía sobre la mesa de operaciones, entubado y con vías sensoras y de goteo. No parecía estar herido, pero tenía la piel de moteado color púrpura, como si tuviera un hematoma gigante.

—Le han alcanzado con un campo disruptor —dijo Zan—. El bioscan indica que le han freído el sistema nervioso. Pensé que podríamos hacer algo, pero ya no tiene remedio. Sus funciones autónomas están estables, pero no durará mucho. Y en caso de que pudiéramos devolverle la consciencia, sólo sería un trozo de carne.

—¿Qué se puede hacer?

Negó con la cabeza.

—Nada. Cosechar sus órganos, utilizarlos para parchear al próximo que necesite un riñón o un corazón —hizo un gesto al androide, pero Barriss le detuvo.

—Déjame intentar antes una cosa —dijo ella. Zan parpadeó sorprendido, pero dio un paso atrás, indicándole que el paciente era todo suyo.

Ella se aproximo, esperando que no se notara su nerviosismo. Traspasó el campo con las manos y puso ambas manos en el pecho del soldado clon.

Entonces cerró los ojos y se abrió a la Fuerza.

Tenía la impresión de que la Fuerza había estado siempre con ella, desde sus primeros recuerdos de infancia. Uno de esos recuerdos era especialmente intenso, y por alguna razón, siempre acudía a su mente cuando estaba a punto de invocar el poder. No debía de tener más de tres o cuatro años, y jugaba a la pelota en una de las antesalas del Templo. Se le había escapado, rodando a través de una arcada que no había cruzado nunca. Barriss siguió a la pelota, y de repente se encontró en una de las gigantescas salas principales. En las alturas se alzaba el techo en cúpula, y los enormes pilares se elevaban del suelo de mosaico. Su pelota seguía rodando por el suelo, pero Barriss, boquiabierta ante el tamaño y la magnificencia de lo que la rodeaba, no fue a cogerla.

En lugar de eso, hizo que regresara a ella.

No sabía que era capaz de eso. Simplemente la llamó, y la bola se detuvo, dudó un momento y rodó obediente hacia atrás.

Cuando se agachó para recuperarla, sintió a alguien detrás de ella. Se giro y vio al Maestro Yoda parado en la antesala. El anciano sonrió y asintió, evidentemente impresionado con lo que acababa de ver.

Eso fue todo. No recordaba nada después de eso, ni si el Maestro Yoda había seguido su camino y ella había seguido jugando, ni si había hablado con ella, o si pasó algo totalmente diferente. Podría parecer que semejante encuentro con uno de los Jedi más legendarios que existían debía haberse grabado en su cerebro con mucha más precisión que lo de estar jugando con una pelota. Pero así era. Incluso recordaba de qué color era la pelota: azul.

Y ese recuerdo acudió a su mente en ese momento, como solía hacerlo en ocasiones, a veces de forma fugaz, otras con gran detalle, casi todas las veces que se preparaba para invocar a la Fuerza.

Barriss sintió que las palmas de sus manos se hacían más cálidas sobre el vientre del soldado. No tenía que visualizar el proceso: sabía que la energía curativa manaba desde ella hasta él. No, no desde ella. A través de ella. Ella sólo era el recipiente, el conducto a través del cual actuaba la Fuerza.

Y un tiempo desconocido después, que, en lo que a ella respectaba podía ser tanto un minuto como una hora, abrió los ojos y alzó las manos.

—Vaya —murmuró Zan tras ella.

Estaba observando el monitor de signos vitales. Vio que el soldado se estabilizaba. Y la decoloración desaparecía de su piel, que comenzaba a adquirir un buen color.

—Seguro que fuiste la mejor de tu clase. ¿Cómo has hecho eso? —preguntó Zan sin apartar la vista del monitor.

—No he sido yo —respondió Barriss—. En muchas ocasiones, la Fuerza puede sanar heridas.

—Pues ha funcionado con él —Zan señaló al monitor—. El patrón de sus ondas cerebrales ha vuelto a la normalidad, y casi todas las contusiones secundarias parecen haber desaparecido. Es impresionante, padawan.

El FX-7 sacó la camilla. Cuando Zan terminó de cambiarse de guantes, ya tenía otro cuerpo delante.

—Quédate por aquí —dijo a Barriss—. Hay muchos más en camino.

~

Sentado en un taburete de la barra, con el pie izquierdo apoyado en un peldaño, Zan ajustó los mecanismos de su quetarra, afinando las cuerdas. El instrumento tenía ocho hebras de distintos grosores y texturas, por lo que había tres más que los dedos que Zan tenía en las manos. La primera vez que vio a su amigo tocando, Jos se quedó impresionado. Los dedos del zabrak subían y bajaban por el mástil, danzando ágilmente, y de vez en cuando, él se agachaba y apoyaba la barbilla en el instrumento para tensar las cuerdas. La quetarra era una caja hueca, decorada y veteada de pleekmadera, pulida en un tono mate, con varios agujeros y una silueta que recordaba a un ocho. De la caja salía una tabla plana, y las cuerdas se tensaban con ocho tornillos en un cabezal tallado.

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