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Authors: Steve Perry Michael Reaves

Medstar I: Médicos de guerra (2 page)

BOOK: Medstar I: Médicos de guerra
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Pero con los clones era distinto o, mejor dicho, no lo era. Todos se habían destilado de la misma fuente genética: un cazarrecompensas humano llamado Jango Fett. Y todos eran más idénticos que los gemelos monocigóticos. “Estudia uno, opera uno, enseña cómo se hace” era el mantra en Coruscant durante el período de formación de Jos. Los instructores solían bromear con que, una vez conocida la disposición de los órganos, se podía operar a un clon con los ojos vendados. Y era casi cierto. Normalmente, a Jos no le tocaba operar a los soldados de primera línea, pero con dos de los androides quirúrgicos averiados, la otra opción era dejar que el herido muriera en la sala de las unidades móviles. Y, clones o no, no podía permitir que pasara. Se había hecho médico para salvar vidas, no para juzgar quién podía vivir y quién no.

Las luces parpadearon violentamente. Todos se quedaron inmóviles por un momento.

—Será posible —dijo Jos—. ¿Y ahora qué?

En la distancia se oyeron unas explosiones. Podría tratarse de un trueno, pensó Jos nervioso. Esperaba de todo corazón que fuera un trueno. Todos los días llovía muchísimo, y casi todas las noches. Eran enormes tormentas tropicales que llegaban con el aullido del viento y el resplandor de los rayos, arrastrando a su paso árboles, edificios y seres vivos. En ocasiones, los generadores de escudos dejaban de funcionar, y entonces lo único que quedaba para proteger al campamento eran los guardias. Más de unos cuantos soldados se habían quedado fritos en el sitio, ennegrecidos como el carbón en un abrir y cerrar de ojos por el potente voltaje. En cierta ocasión, tras una virulenta tormenta, Jos vio un par de botas vacías con el duro plastoide echando humo, situadas a cinco cuerpos de distancia de la forma ennegrecida del soldado que había sido su portador. Todo lo que merecía la pena salvar en el campamento llevaba aislantes hundidos en el cenagoso suelo, pero a veces ni eso era suficiente.

Pese a estar sumido en esos pensamientos, era consciente del tamborileo de la lluvia que volvía a caer sobre el tejado de la sala de operaciones.

Jos Vondar se había criado en una pequeña granja de Corellia, en una zona cálida donde el clima era agradable casi todo el año, donde la temperatura era suave hasta en la estación de las lluvias. A la edad de veinte años, partió hacia Coruscant, capital planetaria de la República, una ciudad planeta donde el clima estaba cuidadosamente calibrado y orquestado. Siempre se sabía cuándo llovería, cuánto y durante cuánto tiempo. Nada en su vida hasta aquel momento le había preparado para las tormentas apocalípticas y la fecundidad casi vil de las formas de vida nativas de Drongar. Se decía que había sitios en el Gran Pantano Jasserak en los que, si cometías la imprudencia de tumbarte y dormir, los hongos podían cubrirte con una segunda piel antes de que despertaras. Jos no sabía si eso era cierto, pero no era difícil de creer.

—¡Vaya! —dijo Zan.

—¿Qué?

—Tengo un pedazo de metralla obstruyendo la arteria coronaria. Si la saco, esto se pondrá muy feo.

—Creí que habías dicho que tenías a este firmado, sellado y enviado —Jos hizo un gesto a la enfermera de apoyo de Zan, que abrió un paquete de guantes para que metiera las manos en ellos. Movió los dedos para ajustárselos y se colocó junto a su amigo—. Quita, cabeza hueca, deja trabajar a un médico de verdad.

Zan miró a su alrededor.

—¿Un médico de verdad? ¿Dónde? ¿Conoces uno?

Jos observó al paciente, las entrañas iluminadas por los focos y el campo de esterilidad. Bajó las manos hasta meterlas en el campo, sintiendo el ligero cosquilleo que siempre acompañaba al gesto. Zan señaló con las pinzas el pedazo de metal rasgado causante del problema. En efecto, estaba incrustado en un vaso sanguíneo, bloqueándolo. Jos negó con la cabeza.

—¿Por qué nunca nos enseñaron estas cosas en la facultad?

—Cuando llegues a jefe de cirugía del hospital universitario de Coruscant, asegúrate de que la siguiente generación de inocentes aspirantes a cirujano tenga una educación mejor. Serás el viejo doc Vondar, contando batallitas de las Grandiosas Guerras Clon y lo fácil que lo tienen los jóvenes hoy en día.

—Recordaré eso cuando te traigan como caso clínico, Zan.

—¿A mí? Sí, yo bailaré en tu funeral, escoria corelliana. Puede que hasta toque alguna bonita pieza seloniana, alguna de las Variaciones de Vissëncant.

—Por favor —dijo Jos mientras apartaba tejido con cautela para ver mejor—. Al menos podrías tocar algo que merezca la pena oír. Algo de saltobrinco o de isótopo pesado.

Zan negó tristemente con la cabeza.

—Un gungan sordo tiene mejor gusto que tú.

—Sé lo que me gusta.

—Sí, vale, a mí lo que me gusta es mantener a estos tíos con vida, así que deja de ponerte en ridículo en público y ayúdame a reanimar este hígado.

—Sí, será lo mejor —Jos cogió unas pinzas y una esponja—. Parece que la única oportunidad de volver a la lucha que tendrá éste es contigo de cirujano —sonrió a su amigo tras la mascarilla.

Trabajando codo con codo, consiguieron extraer la metralla de la arteria. Cuando terminaron, Jos miró a su alrededor con un suspiro de alivio.

—Bueno, chicos, esto ha sido un récord perfecto. No hemos perdido ni un solo paciente. Yo invito a una ronda en la cantina.

Los otros sonrieron cansados..., inmovilizándose de pronto, escuchando. Otro sonido se oía por encima del repiqueteo de la lluvia en el tejado de espuma moldeada, uno que conocían muy bien: el creciente zumbido de las aeroambulancias acercándose.

La pausa había terminado, como casi siempre, antes de empezar.

2

E
l descenso de la órbita al planeta era más veloz de lo normal debido a la gran cantidad de esporas, le explicaba el piloto.

—Se pegan a toas partes —dijo, en un Básico con mucho acento.

Era un kubaz de color gris verdoso y cabeza puntiaguda, miembro de esa especie de morro largo a la que sus enemigos llamaban “espías comebichos”. En su calidad de padawan y curandera, Barriss Offee había aprendido muy pronto a no juzgar a una especie por su aspecto, pero sabía que la galaxia estaba llena de mentalidades menos abiertas que la suya.

—Sobre to a los ventilaores —continuó diciendo—. Se comen los mejoes filtros en una hora y a veces en menos, y hay que cambiarlos pa cá vuelo. Si no lo haces, la enfermedad de las esporas se te mete en la nave y luego en ti. Y eso no es ná agradable, créame; toses sangre y te cueces en tu propia salsa.

Barriss parpadeó al escuchar aquella definición tan gráfica. Miró por el ventanal más cercano del pequeño transbordador. Las esporas sólo eran visibles como manchas rojas, verdes y de otros colores que flotaban en el aire, que de vez en cuando colisionaban con la nave, aplastándose contra el transpariacero, pero sus restos desaparecían antes de que tuviera tiempo de fijarse. Intentó sentirlas con la Fuerza, pero, por supuesto, no obtuvo la clásica respuesta de un ser vivo, sólo una impresión caótica de movimiento, una mutabilidad furiosa.

—Las esporas éstas son adepto... ¿cómo se dice...?

—Adaptogénicas —dijo ella.

—Sí, eso, eso. Cada vez que los mecánicos y los médicos consiguen un tratamiento nuevo, las esporas van y cambian, ¿me entiende? Y entonces los tratamientos ya no rulan. Lo raro es que no dan problemas en el suelo, sólo cuando subes por encima de los árboles, ¿me entiende?

Barriss asintió. Aquello no sonaba muy agradable. De hecho, había muy pocas cosas agradables en aquel planeta, por muy básica que fuera la información que tenía sobre él. Según la rápida reunión informativa que había tenido en el Templo en Coruscant, las fuerzas de la República y las de los Separatistas estaban más o menos equilibradas en Drongar. La guerra en aquel lugar se limitaba a encuentros terrestres. Apenas había enfrentamientos en el aire, por el problema de las esporas. Pero, en algunos aspectos, las cosas eran todavía mucho peores en el suelo. Entre los problemas que encontraban ambos bandos estaban los monzones con sus devastadoras tormentas eléctricas, las elevadas temperaturas y una humedad que superaba el 90 por ciento. Por si eso fuera poco, el nivel de oxígeno en la atmósfera era más alto del que se encontraba en otros planetas habitados por humanos y humanoides, lo cual provocaba mareos e hiperoxigenación en las formas de vida exógenas, y oxidaba los androides de combate de los Separatistas. Resultaba difícil de creer, pensó Barriss, pero hasta la increíblemente resistente aleación de duracero con la que se fabricaban los androides podía oxidarse si las condiciones eran lo bastante extremas. El alto contenido en oxigeno también limitaba los combates, en su mayor parte, a armas de fuego de poco calibre. Pistolas sónicas, pequeños láser, lanzacartuchos, y cosas así, por el alto riesgo de incendio que implicaban la artillería pesada láser y la de rayos de partículas.

Lo que mantenía a ambos bandos luchando por el control de aquel cenagal pestilente de planeta era la bota, una planta a medio camino entre el moho y el hongo, que hasta la fecha no se había encontrado en ningún otro lugar de la galaxia. Crecía abundantemente en aquel planeta perdido, y todos los intentos de trasladarla a otros entornos habían fracasado. La planta era muy valiosa para ambos bandos, porque, al igual que las esporas y demás flora y fauna de Drongar, la bota tenía efectos adaptogénicos. Muchas especies podían beneficiarse de ella. Los humanos la podían emplear como potente antibiótico, los neimoidianos como analgésico narcótico, los hutt como una clase de alucinógeno casi tan potente como la especia brilloestimulante, y muchas otras especies la encontraban útil para diversas funciones. Además, apenas tenía efectos secundarios, lo que la convertía en una sustancia realmente milagrosa.

Una vez procesado, el producto podía transportarse fácilmente por hipercongelado. El único inconveniente era que, una vez recogido, debía procesarse de inmediato o degeneraba en una masa viscosa inservible. Y, para colmo, la planta era extremadamente delicada. Si se producía una explosión demasiado cerca, el trauma le producía la muerte, y se quemaba como el combustible de una nave al inflamarse, al margen de la humedad del entorno. Y dado que la bota era el motivo por el que ambos bandos estaban allí, también era otro factor que limitaba los enfrentamientos: luchar en un campo de bota sería absurdo, ya que acabaría quemándose, muriendo o pudriéndose antes de ser recogida.

La bota también era una de las razones principales por las que Barriss se había trasladado hasta allí. Si bien su prioridad era auxiliar a los médicos y cirujanos que velaban por los soldados de la República, empleando su talento de curandera, también debía supervisar el trabajo de los recolectores y asegurarse de que la bota se empaquetaba y enviaba de forma adecuada a los puertos de la República. Las operaciones de recogida se habían combinado con los procedimientos de ahorro de Uquemer a la hora de acelerar los envíos. Ni ella ni sus superiores veían ningún problema en ello. Cualquier ventaja que la República pudiera obtener sobre la Confederación era apreciada y deseada. Los Jedi no sentían ningún cariño por el malvado Conde Dooku, que, dos años estándar atrás, había causado la muerte de muchos de ellos en Geonosis.

Barriss tenía razones para sospechar que había, además, otra razón para estar allí: la misión era, parcial o totalmente, su examen. Su Maestra Jedi, Luminara Unduli, no le había confirmado ese dato, pero no todos los padawan eran avisados de que se les iba a examinar. La naturaleza de la prueba, y si el padawan debía conocerla previamente o no, quedaba a la entera discreción del Maestro Jedi.

En cierta ocasión, seis meses antes, había preguntado a la Maestra Unduli cuándo empezarían sus exámenes para ser Jedi. Su mentora sonrió al oír la pregunta.

—En cualquier momento. En todo momento. En ningún momento.

Bien. Si su estancia en aquel planeta era su prueba de fuego, probablemente reconocería la tarea que determinaría si tenía o no lo que había que tener para ser un Jedi antes de que fuera demasiado...

El vehículo se inclinó de repente en un giro brusco, y la inercia clavó a Barriss al asiento. Era evidente que el campo de gravedad interno de la nave había sido desactivado.

—Perdón —dijo el piloto—. Hay una panda de separatistas en este sector, y de vez en cuando les da por atacarnos pa ver si nos derriban. El procedimiento estándar es realizar maniobras de evasión en el descenso. ¡Kanushka!

La exclamación de sorpresa en el idioma nativo del kubaz llamó la atención de Barriss.

—¿Qué pasa?

—Hay una buena batalla a estribor. Hay unidades mecánicas y soldados en plena farra, ¿lo ve? Voy a pasarme por encima; estamos bastante altos, no nos alcanzarán con armas de mano. Agárrese.

El piloto describió una curva cerrada a la izquierda, y Barriss contempló la escena que transcurría en el suelo. Se encontraban, calculó ella, a unos mil metros de altura, y el aire estaba razonablemente despejado. Estaban debajo del principal estrato de esporas, y no había ni nubes ni niebla que impidieran la visibilidad.

Como padawan Jedi, la guerra no le era ajena. Y estaba entrenada para el combate singular con sable láser desde su tierna infancia, por lo que su visión podía ser más crítica que la de la mayoría.

Las unidades de soldados se movían por un campo de plantas cortas y rechonchas, con el sol a sus espaldas; una buena táctica de avance en el enfrentamiento con oponentes biológicos, pero de poca utilidad cuando el enemigo eran androides de combate cuyos fotorreceptores podían ajustarse fácilmente a la luz. Debían de ser unos doscientos soldados, y gozaban de una ligera ventaja numérica sobre los androides, que eran unos setenta u ochenta, según calculó Barriss. Desde aquella altura resultaba aparente la formación de ataque en media luna de la tropa de la República, destinada a rodear a los androides y obtener superioridad en el intercambio de disparos.

Por lo que podía advertir, los androides de combate pertenecían en su mayoría a la serie Baktoid B1. También había varios súper androides de combate B2, que consistían básicamente en añadir una cobertura blindada y más armamento al modelo estándar. Se habían dividido en grupos de cuatro, y se estaban separando para contrarrestar la táctica envolvente, concentrando todo el fuego en la misma sección de soldados.

Ella sabía que eran formaciones típicas de batalla en campo abierto, como sabía que el resultado lo decidiría el bando que hiciera más disparos precisos a la mayor velocidad posible. Casi podía oír la voz de su Maestra resonando en su memoria: “No importa lo rápida que seas si fallas el blanco. Quien acierte más veces será quien obtenga la victoria...”.

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