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Authors: Steve Perry Michael Reaves

Medstar I: Médicos de guerra (4 page)

BOOK: Medstar I: Médicos de guerra
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Sí, era arriesgado. Ir a lo grande siempre lo era. Pero él había cazado tigres de cola de cuchilla en las Fosas de Polvo de Yur, había luchado con lyniks que habían probado su sangre y, por tanto, conocían por anticipado sus movimientos, hasta había capturado en cierta ocasión un nexu, una de las bestias más feroces de toda la galaxia.

Era más que capaz de superar hasta a una bestia de muchas cabezas como Sol Negro.

Su androide secretario apareció en la puerta.

—Almirante, me pidió que le recordara la hora.

Bleyd miró con desprecio al androide, disgustado por verse apartado de sus sueños de gloria.

—Sí, sí. Vale, ya me lo has recordado. Sigue con tus asuntos.

El androide, una unidad de protocolo estándar, se alejó rápidamente. Sabía que no le convenía rezagarse cuando Bleyd le decía que se marchara.

El almirante contempló su escritorio y la montaña de papeles y datapad que reposaban allí, y puso manos a la obra. Más le valía tener la mente despejada, alejada de cuestiones triviales, para concentrarse en sus planes. Tenía que conseguir que todo fuera como la seda. En ese momento había demasiado en juego como para cometer errores. Bleyd pensó en los miles de millones de créditos que sacaría del plan del hutt.

Esos miles de millones le servirían de pasaporte a un ático en una de las monadas del prestigioso cinturón ecuatorial de Coruscant, además de sirvientes que atendieran a cada uno de sus caprichos. Allí tenía los medios para conseguirlo; sólo debía ser lo bastante valiente para aprovechar la oportunidad.

~

Den Dhur entró bamboleándose en la cantina.

No era un movimiento pronunciado, pero era un sullustano que llegaba al pecho a la mayoría de los clientes del lugar y sólo pesaba la mitad que ellos. Era comprensible que las conversaciones no se interrumpieran por él, y que nadie notara su presencia. Tampoco le quitaba el sueño.

Lo que sí le costaba soportar eran las luces y el ruido. Había globos fluorescentes en cada mesa, y una unidad cuadrofónica cerca de la puerta que emitía un sonido demasiado alto, retumbante y sincopado que algunos daban por llamar música en esos días. Pero qué sorpresa, se dijo. Una cantina ruidosa. ¿Quién iba a suponerlo? Pero que el hecho no fuera algo extraordinario no lo hacía menos desagradable.

Además del estruendo procedente de los altavoces estaban los parroquianos. Casi todos eran militares y hablaban a gritos, lo que sólo aumentaba la cacofonía. Como todos los sullustanos, que habían evolucionado a partir de una vida subterránea, Den tenía los ojos relativamente grandes y unos oídos muy sensibles comparados con los del resto de los seres. Llevaba unas gafas reductoras polarizadas y unos amortiguadores sónicos, pero, aun así, acabaría con un galopante dolor de cabeza si se quedaba allí demasiado tiempo. Pero era periodista, y en sitios como aquél era donde uno podía enterarse de las noticias más interesantes. Siempre que uno pudiera escuchar algo en aquel antro...

Se dirigió hacia la barra, subiendo por la rampa diseñada para especies de menor estatura o carentes de piernas, consiguiendo así ponerse a la altura del barman, al que indicó que se acercara.

El camarero, un flemático ortolano, se aproximó. Miró a Den sin hablar, al menos sin decir nada que Den pudiera oír. La mayoría de los ortolanos hablaban en frecuencias demasiado elevadas o demasiado bajas. Ni siquiera los oídos del sullustano, tan sensibles, eran tan agudos como los oídos de pelusilla azul que lucía el ortolano. Den estaba seguro de que el grueso alienígena de morro largo llevaba amortiguadores sónicos como él, puede que hasta mejores que los suyos.

Afortunadamente, los amortiguadores realizaban un bloqueo selectivo. O eso o el ortolano era muy bueno leyendo los labios, porque cuando Den dijo: “reventador bantha”, el barman se puso a verter líquidos en un vaso, mezclando una sustancia arremolinada de color naranja azulado. Den se dio cuenta de que era un profesional. En cuestión de momentos, el ortolano acercaba la bebida a Den.

—Te lo anoto —dijo el barman con una voz grave y profunda.

Den asintió. Dio un trago largo y lento. Ahh...

La primera bebida del día era la mejor. Después de unas cuantas, ya no se saborean.

Dio los tragos suficientes como para apagar la luz ambiente, y echó un vistazo a su alrededor. Lo primero que hacía un buen reportero al llegar a un nuevo planeta era irse a los garitos de mala muerte. En las cantinas se encontraba más información que en cualquier otro sitio. Ésta no era gran cosa, apenas una maltrecha construcción de espuma moldeada en medio de un pantano —casi todo el planeta parecía selva o pantano, según pudo apreciar desde la nave—, montada para servir a las tropas clon, a los soldados y al personal de apoyo. Este último compuesto en su mayoría por médicos, dado que estaba en un Uquemer.

Un rayo parpadeó en el exterior, dejando en sus ojos un efímero resplandor azulado. El trueno resonó casi al momento, dañándole en los oídos hasta con los amortiguadores. Si el clima allí se asemejaba al de los planetas que Den conocía, el estruendo que atravesaba el cielo significaba lluvia inminente. Observó cómo la mayoría de los ocupantes de la cantina cambiaban de sitio. Vaya. Hay goteras. Los parroquianos sin duda estaban familiarizados con los sitios por donde se filtraría el agua. Vio cómo se abrían claros entre la gente, que se movió de un lado a otro de forma casi inconsciente. Va a llover, no te quedes ahí, que te vas a empapar. Exceptuando, claro está, las especies acuáticas, en cuyo caso, los puntos húmedos eran muy disputados. Lo que uno no quiere, otro lo desea...

Se oyó otro trueno, un sonido fácilmente distinguible del de la artillería, sobre todo cuando se lleva tanto tiempo como Den entrando y saliendo de las zonas de guerra. En el momentáneo y estruendoso silencio que vino después, las primeras gotas de la tormenta anunciaron su llegada en el tejado de espuma moldeada. El cielo se abrió en cuestión de segundos, y el tamborileo de la lluvia se convirtió en un repiqueteo constante.

Y tal y como había supuesto, las gotearas empezaron a chorrear.

El agua encharcó gran parte del suelo sin dar a nadie al caer. De vez en cuando, algún novato se veía sorprendido y tenía que soportar las risas de sus camaradas por haberse empapado. Al final de la barra, una ishi tib mecánica se quitó el mono que llevaba y se meneó bajo una corriente constante, moviendo las antenas y chasqueando el pico al ritmo de la música.

Den negó con a cabeza. Menuda vida. Arrastrarse por una cantina en otro agujero perdido, todo por servir a la necesidad de saber del público.

Sintió una bofetada de calor cuando el viento húmedo se arremolinó a su alrededor, mientras el sello de la puerta se abría. Den supo quién había entrado sin tener que volverse. Lo adivinó por el olor a hutt mojado que se extendió de repente por toda la estancia.

El hutt se meneó, ignorando las miradas de asco y las exclamaciones de la gente a la que salpicaba, y se arrastró hacia la barra. Se detuvo junto a Den.

El sullustano apuró su bebida y se tomó un momento para calmarse antes de mirar al hutt.

—Filba —dijo—. ¿Qué te cuentas?

El hutt no parecía sorprendido de verlo allí. Sin duda le habían notificado la llegada del periodista. Apenas se dignó mirar a Den.

—Dhur. Qué raro que no andes por ahí inventándote mentiras sobre gente honrada y trabajadora.

Den sonrío.

—También me las puedo inventar en una cantina cómoda y seca. Bueno, relativamente seca.

Gente honrada y trabajadora, hay que fastidiarse, pensó. Si Filba se veía alguna vez mínimamente cerca de un trabajo honrado, el enorme gastrópodo acabaría marchitándose y muriendo como sus antepasados remotos cuando los cubrían de sal.

El barman se acercó.

—Dopa boga noga —gruñó Filba en lengua hutt, alzando dos dedos.

El barman asintió y sirvió dos tazas de algo amarillo y burbujeante que colocó frente al hutt. Filba se las bebió de un trago, sin apenas respirar entre una y otra.

—Ya veo que no eres de los que saborean la bebida —dijo Den.

Filba giró un enorme ojo bilioso en su dirección.

—La cerveza hutt hay que beberla rápido —explicó—. Si no, corroe la jarra.

Den asintió con expresión sabia. El barman le rellenó el vaso, y el periodista lo alzó.

—Por la guerra y los impuestos —dijo, y bebió.

—Koochoo —murmuró Filba.

Den no conocía lo bastante bien la lengua hutt para reconocer la palabra, pero por el tono de Filba sonaba a insulto. Por supuesto, casi todo lo que decía Filba sonaba a insulto. El sullustano se encogió de hombros. O Filba seguía teniendo un problema con él o sólo se estaba desahogando. En cualquier caso, eso a Den le preocupaba más bien poco. La experiencia le decía que había muy pocos problemas en la galaxia que no pudieran curarse, o al menos verse can la perspectiva adecuada, con una buena dosis de alcohol o de sus muchos equivalentes.

La lluvia se detuvo tan rápido como se había desatado. Den contempló los charcos del suelo, sabiendo que en aquel ambiente tan húmedo tardarían días en evaporarse. Y antes de que lo hicieran, ya habría vuelto a llover. Preguntó a un bothano que estaba apoyado en la barra, a unos pocos metros.

—¿Por qué no le ponéis un campo al techo de este sitio, para que al menos esté seco?

El bothano le miró.

—Mira, si puedes conseguir uno de la Central o encontrar alguno por aquí que no utilice nadie, yo lo pongo encantado. Y no me sugieras que lo arregle al modo tradicional, se hace constantemente. En cuanto conseguimos parchear un agujero, las esporas abren otro a bocados.

Den se encogió otra vez de hombros, con la sensación de que lo haría a menudo en Drongar, y volvió a concentrarse en la bebida. Pero antes de poder dedicarle la atención que se merecía, vio a unos metros un grupo sentado en una mesa. Eran cuatro: dos machos y dos hembras. Uno de los machos era un zabrak, los demás eran humanos. Den puso una mueca de desagrado. Pese a que intentaba ser tolerante y abierto de mente, debía admitir que no le agradaban mucho los humanos. Tendían a ser más ruidosos que las demás especies, y siempre había un humano enredado cuando se desataba una pelea en un sitio así. Recordaba una ocasión, en Rudrig, en la que...

Pestañeó.

Una de las hembras humanas llevaba el atuendo propio de un Jedi.

No cabía duda. El hábito oscuro con capucha, el sable láser colgando del cinto y, sobre todo, algo tan indefinible como innegable en su forma de comportarse: todas esas cosas la identificaban, como si tuviera un holoneón sobre la cabeza, con la palabra “Jedi”. La Orden había estado muy presente en las holonoticias de los últimos días, pensó Den. Sintió cómo se le aceleraba el pulso mientras pensaba en las posibles implicaciones de su presencia en Drongar. Quizá tuviera algo que ver con la bota. O con algo más secreto, más clandestino...

No podía ahogar su curiosidad de periodista. Den cogió la bebida y se acercó a la mesa.

Después de todo, el público se merecía saber.

4

E
Jos no reconoció al sullustano pero tampoco era de extrañar. Aunque Uquemer-7 no era precisamente un espaciopuerto de Coruscant, tenía cierta cantidad de tráfico. Casi todos los recién llegados eran observadores u oficiales de paso, y, por supuesto, había un desfile interminable de clones. Pero de vez en cuando se veía algún civil: supervisores de aprovisionamiento o material, recolectores de bota y algunos trabajadores contratados. Incluso había oído rumores de que la base podría estar incluida en un tour de HoloRed Ocio. Gran parte de las tareas de la base eran realizadas por androides, pero ninguno duraba mucho en Drongar. Los WED Treadwells tenían constantes roturas en sus numerosas y delicadas piezas, y la humedad y elevado nivel de oxígeno hacía que los androides médicos —los MDs, los 2-1Bs y los FXs— necesitaran un mantenimiento constante. Hacía meses que Jos tenía pedidos pendientes de recibir de Cybot, Medtech y otras fábricas, pero no esperaba ninguna alegría a corto plazo.

Por eso, cuando el sullustano se acercó con su bebida en la mano y la expresión amigable, los cuatro hicieron sitio para otra silla. Él se presentó, añadiendo que era reportero de Onda Galáctica, una agencia menor de holonoticias.

—Me han pedido varias veces que me una a HoloRed —dijo, cogiendo un puñado de patasetas del cuenco que había en el centro de la mesa—, pero son demasiado generalistas, demasiado populares para mí. A mí me gusta tocar temas más radicales.

—¿No estás de acuerdo con la política de la República en lo referente a Dooku y sus Separatistas? —preguntó Barriss Offee.

Los enormes ojos de Dhur contemplaron a la Jedi unos segundos mientras daba un trago.

—Es bastante inusual ver a una Jedi por aquí —dijo él.

—Todavía no soy Jedi. Mientras no termine mi formación, seguiré siendo una padawan —dijo Barriss—. Y no has respondido a mi pregunta.

—Tienes razón, no lo he hecho —Dhur miró fijamente a la Jedi a los ojos—. Digamos que desapruebo algunos de los métodos de Dooku.

El silencio que vino a continuación amenazó con convertirse en tensión. Zan añadió rápidamente:

—Acabamos de ofrecer a nuestra nueva curandera el paseo de los cinco decicréditos. ¿Te quieres venir?

Dhur apuró su bebida.

—No me lo perdería por nada.

~

Cinco decicréditos por este paseo es un robo, pensó Jos mientras los cuatro caminaban por la base. Tampoco había mucho que ver. Varias construcciones de espuma moldeada, la mayor de las cuales contenía salas de pre y postoperatorio, además de la Sala de Operaciones. Luego estaban los barracones de los oficiales, en su mayoría cubículos pequeños, la cantina, el comedor, la pista de aterrizaje, los aseos y las duchas. Y todo ello en un pequeño valle a la sombra de excrecencias elevadas semejantes a árboles, cubiertas casi por completo con algo parecido al musgo de los pantanos de Naboo.

La tormenta había escampado tan rápidamente como había empezado. Jos rompió a sudar al cabo de diez pasos. El aire era denso y pesado, sin la más mínima brisa. Contempló a Barriss Offee, preguntándose cómo podía aguantar aquel bochorno con el pesado hábito. Ni siquiera parecía sudar. Se preguntó cómo sería la chica sin aquella túnica...

—Allí es donde hacemos el diagnóstico, donde descienden las aeroambulancias —le dijo Zan, señalando hacia el Oeste—. Tenemos una pista distinta para los transbordadores. Allí es donde aterrizasteis vosotros dos, cerca de los barracones de los recolectores —señaló al Sur—. El frente está a unos setenta kilómetros. Los vientos hacen que las aeroambulancias se aproximen desde el Este.

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