Lujuria de vivir (49 page)

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Authors: Irving Stone

Tags: #Biografía, Drama

BOOK: Lujuria de vivir
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—Arte decorativo —se burló Vincent—. Si eso es lo único que logras de tu naturaleza, puedes regresar a la Bolsa de Valores.

—Si lo hago, iré todos los domingos a oírte predicar... Pero dime ¿qué lograrás tú de la naturaleza?

—La emoción y el ritmo de la vida. Cuando pinto el sol, quiero hacer sentir a la gente su enorme potencia, sus raudales de luz, sus olas de calor y su tremendo poder. Cuando represento un trigal quiero que se advierta en él hasta los átomos que forman los granos de trigo y que pugnan por crecer y desarrollarse. Cuando dibujo una manzana, quiero que todos puedan sentir el jugo de esa fruta contra su piel, las semillas de su corazón que a su vez se desarrollarán y fructificarán.

—Vincent, Vincent, ¿cuántas veces te he dicho que un pintor no debe tener teorías?

—Fíjate en ese viñedo, Gauguin —prosiguió su amigo— parece como si las uvas quisieran estallar bajo la presión de su jugo. Mira esta garganta, quiero hacer sentir todos los millones de toneladas de agua que ha pasado por ella. Cuando pinto el retrato de un hombre quiero que se refleje en él toda su vida, todo lo que ha vino luchado y sufrido.

—¿A dónde diablos quieres llegar?

—A esto, Gauguin, los campos en que crece el trigo, el agua que corre torrentosa por las gargantas, el jugo de la fruta y la vida que se desliza del hombre son todos la misma cosa. La única unidad en la vida es la unidad de ritmo. Un ritmo al son del cual todos bailamos, hombres, manzanas, agua, campos, casas, caballos y sol. La pasta de que estás hecho, Gauguin, es la misma que forma a la que está hecha la uva, pues tú y la uva no son más que uno. Cuando pinto a un labrador en su campo, quiero hacer sentir la unidad que existe entre el uno y el otro. Quiero que se sienta el sol que vivifica al campesino, a su campo, al trigo y a los caballos por igual. Recién cuando sientas ese ritmo universal en medio del cual se mueve todo el mundo, recién entonces comenzarás a comprender la vida. Eso es Dios.

—Maestro: ¡tienes razón¡ —exclamó Gauguin alegremente.

Esas palabras pronunciadas en semejante tono fueron cono un balde de agua fría para Vincent que se hallaba en un estado de excitación superlativo. Permaneció con la boca tontamente abierta durante unos instantes mirando a su amigo.

—¿Que quieres decir? —pronunció por fin.

—Que es hora que vayamos al café a tomar un ajenjo.

Al fin de la semana, Gauguin dijo una noche.

—¿Qué te parece si vamos esta noche a la casa aquella... Tal vez encuentre alguna mujer gorda que me agrade.

—Bien, pero te prevengo que Raquel me pertenece. No te metas con ella.

Caminaron por el laberinto de calles sinuosas y llegaron frente a la Casa de Tolerancia. Cuando Raquel oyó la voz de Vincent bajó corriendo al hall y le echó los brazos al cuello. Vincent presentó a Gauguin al dueño.

—Señor Gauguin —dijo Luis— usted que es artista ¿no se dignaría darme su opinión sobre dos cuadros que compré el año pasado en París?

—Estaría encantado. ¿Dónde los compró?

—En la Galería Goupil de la Place de l'Opera. Están en la sala del frente ¿quiere pasar?

Raquel condujo a Vincent a la habitación de la izquierda y haciéndolo sentar sobre un silla se instaló en sus rodillas.

—Hace seis meses que vengo por aquí —gruñó Vincent— y Luis jamás me pidió mi opinión sobre sus cuadros.

—No te cree un verdadero artista, Fon-rou.

—Tal vez tenga razón... —¿No me quieres más, Fou-rou? —preguntó Raquel haciendo un mohín. —¿Por qué dices eso, Pichón ? Hace varias semanas que no te he visto... —Es que estuve muy ocupado arreglando

la casa para mi amigo.

—¿Entonces me quieres aunque no vengas a verme? —Sí, pichoncito.

La joven jugueteó con las orejas del artista y luego las besó.

—Para probármelo, Fou-rou, ¿serías capaz de regalarme una de tus orejitas?

Recuerda que me lo prometiste.

—Si me la puedes quitar, son tuyas.

En ese momento oyóse un grito agudo que tanto podía ser un estallido de risa como de dolor. Vincent quitó a Raquel de su falda y corrió hacia la sala de la derecha de donde provenía el grito. En medio de la habitación advirtió a Gauguin que se retorcía de risa mientras Luis lo miraba azorado.

—¿Qué sucede, Paul? —inquirió alarmado.

Este quiso hablar pero no pudo. Cuando se hubo calmado algo logró decir:

—¡Vincent!... por fin... estamos justificados... mira... ¡los cuadros que Luis compró para su casa pública son dos... Bouguereau !

Volvió el verano con terrorífico calor y con su vibrante gama de colores. Llegó con él el Mistral que azotó a su paso según su costumbre. No obstante, ambos pintores salían todas las mañanas cada cual para su lado regresando al caer la tarde. A la noche estaban demasiado agotados para dormir y demasiado nerviosos para permanecer tranquilos, y gastaban su sobreexcitación discutiendo ferozmente entre ellos, exacerbándose mutuamente.

— Es extraño que no puedas pintar, Vincent. Fíjate en el desorden de este estudio. Se parece al desorden de tu caja de pinturas... Si tu mente holandesa no estuviese desvariada por Daudet y Monticelli tal vez podrías poner un poco de orden tanto en este estudio como en tu vida.

—¿Qué te importa cómo está mi estudio? ¡Arregla el tuyo como quieras!

—Ya que estamos con este tema, aprovecho para decirte que tu cerebro está tan caótico como tu caja de pinturas. Admiras cualquier pintorzuelo de Europa, acaso eres capaz de comprender que Degas...

—¡Degas? ¿Pretendes acaso compararlo a Millet?...

—Bah. ¡Ese no era más que un sentimentalista! ¡Un...

—Pero Vincent no lo dejó terminar. Corrió hacia él con gesto amenazante, no pudiendo soportar que nadie hablara mal de quien consideraba su Maestro y su padre espiritual. Gauguin huyó de la habitación pero su amigo lo corrió por toda la casa amenazándolo con los puños cerrados, ciego de ira.

Día tras día se renovaban estas escenas. Durante el día luchaban cada cual por su lado para vencer a la naturaleza tratando de volcar en sus telas toda su exuberancia, y noche tras noche discutían entre ellos y reñían como si hubiesen sido los peores enemigos. Cuando llegaba el dinero de Theo lo gastaban inmediatamente en tabaco y ajenjo. Hacía tanto calor, que casi no se alimentaban y creían que el ajenjo les aplacaba los nervios, mientras que al contrario, los excitaba más y más.

Una vez, comenzó a soplar insistentemente el Mistral, a tal punto que ambos amigos tuvieron que permanecer confinados en la casa amarilla. Gauguin no podía trabajar, y se divertía hostigando a Vincent, divirtiéndose ante la vehemencia con que éste defendía sus ideas.

Al final del quinto día del Mistral, le dijo, después de haberlo estado molestando sin cesar:

—Sería mejor que te serenaras, amigo mío.

—Me parece que quien debe serenarse eres tú —repuso Vincent provocativo.

—Te digo eso porque varias personas que se atrevieron a discutir conmigo se han vuelto locas...

—¿Debo interpretar tus palabras como una amenaza?

—No; únicamente como un aviso.

—|Guarda tus avisos para ti! —repuso de mal modo el artista.

—Perfectamente, pero si te sucede algo no me lo reproches.

—Paul, Paul déjate de discutir. Ya sé que eres mejor pintor que yo. Ya sé que me puedes enseñar mucho. Pero ¡no puedo permitir que me desprecies! ¡Hace nueve largos años que trabajo como un bruto y te aseguro que tengo algo que decir con mis pinturas! ¡Admítelo! ¡Habla!

—¡Maestro, tienes razón!

Esas palabras pronunciadas con un tono especial, tenían el don de irritar sobre manera a Vincent, y Gauguin lo sabía y las decía con un placer perverso.

—Por fin el Mistral amenguó y los arlesianos pudieron salir de nuevo de sus casas, pero una incontenible excitación parecía haberse apoderado de la ciudad y sus habitantes. La policía se vio obligada a refrenar muchos abusos y actos de violencia y hasta se cometieron varios crímenes. Todos tenían una expresión extraviada en la mirada, por cualquier futesa se trenzaban en riña. E1 valle del Ródano parecía pronto a estallar, y Vincent recordó al periodista parisino que había conocido el día de su llegada.

—¿Qué sucederá? —se preguntaba— ¿Un terremoto o una revolución?

A pesar de todo esto, seguía pintando en los campos sin cubrirse siquiera la cabeza. Parecía como si necesitara de aquel calor y aquel sol enceguecedor para trabajar.

Subconcientemente comprendía que su trabajo mejoraba y que sus nueve años de ruda labor no estarían perdidos. En efecto, fue durante ese verano que produjo sus mejores obras expresando la esencia misma de la naturaleza y de sí mismo.

Pintaba sin descanso desde las 4 de la madrugada hasta que la oscuridad le impedía ver lo que tenía delante de sí. Producía dos y hasta tres cuadros diarios, en cada uno de los cuales dejaba parte de su vida misma. Sentía una necesidad imperiosa de no malgastar su tiempo, de crear constantemente, de dar a luz todos aquellos cuadros que se gestaban en su alma.

El trabajo continuo, las eternas reyertas, la falta de sueño y de alimento y el exceso de ajenjo y tabaco lo había conducido a un paroxismo de excitación rayando a la locura.

Un día que se hallaba pintando una naturaleza muerta, Gauguin aprovechó para hacerle el retrato. Cuando Vincent vio la tela recién terminada de su amigo le dijo:

—No cabe duda que soy yo... Pero soy yo loco.

Esa noche, cuando fueron al café Vincent pidió un ajenjo liviano, y de pronto, sin motivo alguno, arrojó su vaso contra la cabeza de su amigo que por suerte lo evadió. Gauguin que era muy fuerte, tomó a su compañero en los brazos y cruzando la Place Lamartine lo llevó hasta la cama donde no tardó en quedarse profundamente dormido.

—Mi querido Gauguin —dijo a la mañana siguiente—: tengo una vaga idea de haberte ofendido anoche.

—Ya te he perdonado de todo corazón —repuso éste— pero lo de anoche puede volverse a repetir y encontrarme atravesado, por lo tanto creo conveniente escribir a tu hermano que parto de aquí...

—No. No, Paul. Te lo ruego. ¡No me abandones! ¿Qué haría yo sin ti?

Durante todo el día Vincent, insistió para persuadir a su amigo que desistiera de la idea de alejarse. Le rogó, le suplicó, le amenazó y hasta lloró. Finalmente, Gauguin, prometió quedarse.

La casa amarilla parecía estar cargada de extraña tensión eléctrica. Gauguin , y solo al amanecer pudo cerrar los ojos. Se despertó con una sensación extraña, y vio a Vincent de pie al lado de su cama mirándolo en la penumbra.

—¿Qué te sucede, Vincent? —inquirió.

Este, sin contestar se alejó y arrojándote sobre su lecho se quedó profundamente dormido.

A la mañana siguiente, Gauguin volvió a despertarse sobresaltado, y de nuevo advirtió la presencia de su amigo a su lado, mirándolo.

—¡Vincent! ¡Vete a la camal —le ordenó.

Silenciosamente el artista partió.

Durante la cena del dia siguiente tuvieron una breve disputa motivada por la sopa.

—¡Le has echado pintura adentro para que no pudiera comerla! —exclamó Gauguin exasperado.

Su amigo dejó oír una extraña carcajada, y acercándose a la pared escribió con tiza:

Je suis Saint Esprit Je suis sain d'esprit
[Soy el Espíritu Santo Estoy sano de espíritu].

Durante varios días estuvo bastante tranquilo, y hasta parecía deprimido. Casi no dirigía la palabra a Gauguin, y ni siquiera tomó sus pinceles una sola vez. Permanecía sentado en una silla mirando fijamente en el espacio. Al cuarto día, a pesar de que soplaba un desagradable Mistral, pidió a Gauguin que lo acompañara al parque.

—Tengo algo que decirte —le dijo.

—¿Acaso no estamos bien aquí para hablar? —inquirió Gauguin.

—No, necesito caminar para poder hablar con claridad.

—Bien, vayamos entonces.

Tomaron la ruta qué circundaba la ciudad hacia la izquierda y llegaron hasta el

Parque. El Mistral soplaba tan fuerte que los cipreses del jardín se inclinaban casi hasta barrer el suelo.

—¿Qué querías decirme? —inquirió por fin Gauguin.

Tenía que hablar a gritos en medio de ese viento terrible para que su amigo lo oyese.

—Paul, estuve pensando mucho estos últimos días y tuve una idea maravillosa.

—Perdóname si soy un poco escéptico acerca de tus ideas maravillosas.

—Hemos fracasado todos como pintores y ¿sabes por qué?

—¿Qué dices? ¡No te oigo una palabra! ¡Habla más fuerte!

—¿Sabes por qué hemos fracasado como pintores? —gritó Vincent.

—No. ¿Por qué?

—¡Porque pintamos solos!

—¿Qué diablos estás diciendo?

—Algunas cosas las pintamos bien y otras mal, y nos empecinamos en pintarlas todas en el mismo cuadro.

—¡Maestro, estoy pendiente de sus palabras!

—¿Recuerdas a los Dos Hermanos? ¿Los pintores holandeses? Uno hacía bien los paisajes y otro las figuras. Pintaban cada cual su parte y sus cuadros tuvieron gran éxito.

—¿Y a qué quieres llegar con estos circunloquios?

—Que eso es a lo que debemos llegar nosotros, Paul. Tu, yo, Seurat, Cézanne, Lautrec, Rousseau... ¡todos debemos trabajar en el mismo cuadro! Eso sería el verdadero comunismo entre los pintores. Cada cual haría lo que mejor supiera. Tú el paisaje, Lautrec las figuras, yo el sol, la luna y las estrellas... Juntos seríamos un solo gran artista. ¿Qué me dices de mi idea?

—Ta-ra-ta-ta! ¡Ta-ra-ta-ta! —exclamó Gauguin burlándose y estallando en una risa formidable—. ¡Maestro! —exclamó cuando se lo permitieron sus incontenibles carcajadas—. ¡Esa es la idea más grande del mundo! ¡Permíteme que la festeje!

Y seguía riéndose sosteniéndose el vientre con ambas manos.

Vincent, tieso, no decía una palabra ni hacía un movimiento en medio del terrible vendaval que soplaba.

—¡Vamos, Vincent! —dijo por fin Gauguin—. Vayamos a lo de Luis. ¡Siento la necesidad de festejar tu luminosa idea!

Vincent lo siguió a la Rue des Ricolettes en silencio. Gauguin subió al primer piso con una de las muchachas mientras Vincent permanecía en la sala con Raquel sobre sus piernas.

—¿No quieres subir conmigo, Fou-rou? —preguntó la joven.

—No.

—¿Y por qué?

—Porque no tengo los cinco francos.

—¿Entonces me darás tu orejita esta vez?

—Sí.

Después de algún tiempo Gauguin regresó y ambos amigos se dirigieron hacia la casa amarilla. Luego de engullir su cena Gauguin se dirigió hacia la puerta de calle sin pronunciar palabra. Ya casi había cruzado la Place Lamartine cuando oyó que alguien corría detrás suyo. Se volvió precipitadamente y advirtió que era Vincent que llegaba amenazante con una navaja de afeitar abierta en la mano. Gauguin lo miró fijamente y su amigo bajó la cabeza y se volvió hacia su casa.

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