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Authors: Irving Stone

Tags: #Biografía, Drama

Lujuria de vivir (46 page)

BOOK: Lujuria de vivir
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Pintó, también en un solo día, un trigal inundado por el sol donde predominaba en forma extraordinaria el tono amarillo.

Vincent sabía de que los críticos de París considerarían que pintaba demasiado rápidamente, pero él no estaba de acuerdo con ellos. ¿Acaso no lo impelía su emoción y sus sentimientos hacia la naturaleza? Si a veces su emoción era tan fuerte que trabajaba sin darse cuenta, si sus pinceladas parecían regidas por una fuerza avasalladora, incontenible, ¿cómo no aprovechar esos momentos de inspiración?

Un día, con su caballete sobre la espalda, caminaba de regreso a su casa por la ruta de Montmajour. Andaba tan de prisa, que alcanzó a un hombre y un muchacho que caminaban delante de él. Reconoció al hombre; era el viejo Roulin, el cartero de Arles. A menudo había visto a Roulin sentado ante una mesita del café y siempre había deseado entablar conversación con él sin que jamás se presentara oportunidad.

—Buenos días, señor Roulin —le dijo.

—Ah, es usted, el pintor —repuso éste—. Buenos días. Vengo de llevar de paseo a mi hijo, aprovechando el domingo.

—¿Qué día hermoso ha hecho hoy ¿verdad?

—Sí, es magnífico cuando el Mistral no sopla. ¿Pintó algún cuadro hoy?

—Sí.

—Soy un ignorante, señor, y no sé nada de arte, pero me sentiría honrado si usted me enseñara su pintura.

—Con mucho placer.

El niño corría adelante jugando, y Vincent y Roulin caminaban lado a lado. Mientras Roulin miraba al cuadro, Vincent estudiaba al hombre. Llevaba su gorro azul de cartero, tenía ojos suaves y penetrantes y una barba larga, cuadrada y ondeada que le cabría completamente el cuello. Su aspecto suave le hacía recordar a Père Tanguy.

—Soy un hombre ignorante —repitió Roulin— y usted disculpará mis palabras, pero sus campos de trigo están llenos de vida como los que acabamos de pasar.

—¿Entonces le agradan?

—En realidad no lo sé. Únicamente le puedo decir que me producen una extraña sensación aquí —terminó diciendo colocando una mano sobre el pecho.

Se detuvieron un instante al pie de Montmajour. El sol se ponía detrás de la antigua abadía, y sus rayos se filtraban a través del follaje de pinos dándoles un tinte anaranjado mientras otros árboles, a la distancia, se destacaban en azul prusiano contra el cielo suave de un color cerúleo azul verdoso.

—Esto tiene vida también, ¿verdad, señor? —dijo Roulin.

—Y seguirá teniéndola aunque nos vayamos, Roulin.

Siguieron caminando, charlando como dos antiguos amigos. La mentalidad del cartero era a la vez sencilla y profunda. Vivía con su mujer y sus cuatro hijos, con ciento treinta y cinco francos mensuales. Hacía 25 años que era cartero sin haber sido jamás ascendido.

—Cuando era joven, señor —dijo— pensaba mucho en Dios, pero poco a poco se ha hecho más distante Sin embargo, se nota su presencia en el trigal que usted ha pintado así como en la puesta de sol de Montmajour, pero cuando empiezo a pensar en los hombres... y en el mundo que han hecho...

—Comprendo, Roulin, pero cada vez estoy más convencido de que no debemos juzgar a Dios por el mundo que ha creado. Es como si se tratase de un estudio que ha salido mal. Pero ¿qué le vamos a hacer si el autor del estudio nos es querido? Es más conveniente no criticar, a pesar de tener derecho a pedir algo mejor.

—Sí, eso es —exclamó Roulin— aunque sea un poquit
o
mejor.

—Antes de juzgar tendríamos que ver algunas otras de sus obras. Este mundo evidentemente ha sido hecho de prisa en uno de sus días malos, cuando el artista no estaba inspirado.

El crepúsculo había caído en el camino tortuoso. Aparecieron las primeras estrellas. Los suaves e inocentes ojos de Roulin buscaron los de Vincent.

—¿Entonces cree usted que existen otros mundos además de éste, señor?

—No lo sé, Roulin. He dejado de pensar en esas cosas por que me he dedicado a mi trabajo. Pero esta vida parece tan incompleta. A veces pienso que así como los trenes y los coches son medios de locomoción para llevarnos de un lado a otro de este mundo, la tifoidea y la tisis son los medios de locomoción que nos llevan de un mundo a otro.

—¡Cuántas cosas piensan ustedes los artistas!

—Roulin, ¿quiere hacer un favor? Permítame hacerle su retrato. La gente de Arles no quiere posar para mí.

—Me sentiría muy honrado, señor. Pero ¿por qué me quiere pintar? Soy un hombre feo.

—Si hubiera un Dios, Roulin, creo que tendría barba y ojos como los suyos.

—Usted se burla de mí, señor.

—De ningún modo; hablo en serio.

—¿Acepta compartir nuestra cena mañana a la noche? Somos muy humildes pero nos sentiremos felices de recibirlo.

La señora de Roulin era una campesina que le recordaba algo a la señora de Denis. La mesa estaba tendida con un mantel a cuadros rojos y blancos encima del cual se veía un guiso de papas, pan casero y una botella de vino. Después de la cena Vincent dibujó a la mujer, charlando con el marido, mientras trabajaba.

—Durante la revolución era republicano — dijo Roulin— pero ahora veo que no hemos ganada nada. Que seamos gobernados por reyes o por ministros, nosotros los pobres, tenemos tan poco como antes. Creí que cuando estuviésemos en república todo se repartiría por igual.

—Ah no, Roulin.

—Toda mi vida he tratado de comprender por qué un hombre posee más que su prójimo y por qué otro tiene que matarse trabajando mientras que su vecino haraganea. Tal vez sea yo demasiado ignorante para comprenderlo. ¿Cree usted que si fuese más educado lo comprendería mejor?

Vincent echó un vistazo al cartero para cerciorarse si el hombre hablaba cínicamente, pero advirtió la misma mirada inocente e ingenua en sus ojos.

—Sí, amigo mío —le contestó—. La gente educada parece comprender mejor estas cosas, mucho mejor. Pero yo soy tan ignorante como usted y jamás podré comprenderlas ni aceptarlas.

LA CASA AMARILLA

Se levantaba a las cuatro de la mañana, caminaba tres o cuatro horas hasta encontrar el punto que le agradaba pintar y luego se instalaba ante su caballete hasta que oscureciera. E1 regreso se le hacía pesado en la ruta solitaria pero sentía una satisfacción indecible de llevar bajo su brazo un cuadro terminado.

En siete días pintó siete grandes telas, quedándose exhausto al fin de la semana. Había sido un verano glorioso y lo había sabido aprovechar. Se levantó un violento mistral, viéndose obligado Vincent a permanecer adentro. Durmió dieciséis horas de un tirón.

Siempre sufría de dificultades económicas. Su dinero se le había terminado el jueves de esa semana y la carta con los cincuenta francos de Theo no debía llegar hasta el lunes. No era la culpa de su hermano, pues éste siempre seguía enviándole los cincuenta francos cada diez días además de todos los implementos de pintura, pero Vincent, deseoso de ver sus últimos cuadros en marcos, había ordenado más de los que podía pagar. Durante esos cuatro días se alimentó solamente con veintitrés tazas de café y un pan que le fió el panadero.

Una intensa reacción se apoderó de él. No creía que sus pinturas valían todas las bondades que recibía de Theo y deseaba ganar dinero para devolvérselo a su hermano. Miró sus cuadros uno por uno, reprochándose que ni siquiera valieran lo que habían costado. Le pareció que todo lo que había pintado ese verano era malo, muy malo.

Sin embargo, estaba convencido que si permanecía en Arles llegaría a liberar su individualidad. La vida era cara, y ya que su oficio era la pintura, tenía que seguir pintando.

Anotó una larga lista de colores para enviarle a Theo, y de pronto se percató de que ninguno de esos colores se encontrarían en una paleta holandesa, tal como las de Mauve, Maris o Weissenbruch. Arles le había obligado a romper totalmente con la tradición holandesa.

Cuando llegó el lunes su dinero, se dirigió a un lugar donde podía comer por un franco. Era un restaurante extraño. Todo en él era gris. E1 techo, las paredes, el suelo, las cortinas, todo. Un rayo de sol deslumbrante se filtraba por una rendija de la puerta semicerrada.

Después de haber descansado durante una semana decidió hacer algunas pinturas nocturnas. Pintó el interior del restaurante gris mientras los clientes comían. Hizo luego un estudio de un camino de cipreses bajo la luz de la luna. Pintó el café de Nuit, que permanecía abierto toda la noche y donde los vagos podían pasar la noche cuando no tenían dinero para pagarse alojamiento o cuando estaban demasiado ebrios para retirarse.

Una noche representó el interior del café y la otra el exterior. Trató de expresar las terribles expresiones de la humanidad, empleando rojos y verdes. El interior lo realizó en rojo sangre y amarillo, con la mesa verde del billar en el centro. Destacó en amarillo las cuatro lámparas circundadas por un lado anaranjado. En todos lados reinaba un fuerte contraste de colores. Trataba de expresar la idea de que el café era un lugar donde uno se podía arruinar, volverse loco y criminal.

Los habitantes de Arles sonreían al encontrar a su fou-rou pintando en sus calles todas las noches.

Cuando llegó el primero del mes, el hotelero no sólo le aumentó el alquiler del cuarto sino que quiso cobrarle por una alacena en la que guardaba sus cuadros. Vincent, que ya aborrecía el hotel, se indignó por la codicia de su dueño. En el restaurante comía pasablemente, pero sólo tenía dinero para ir allí dos o tres veces durante diez días. El invierno se aproximaba y no disponía de estudio donde trabajar, pues en su pieza de hotel no había espacio suficiente. Por lo tanto, decidió buscarse otro alojamiento

Una tarde en que cruzaba la Place Lamartine con el viejo Roulin notó un cartel de alquiler en una casa amarilla, frente a la plaza.

La casa se componía de dos alas y un patio central.

—Es una lástima que sea tan grande —dijo Vincent mirándola con tristeza—. Me agradaría tanto tener una casa así.

—No necesita alquilar la casa entera, señor —le dijo Roulin—. ¿Por qué no toma el ala derecha solamente?

—¿Le parece que se puede hacer eso? ¿Cuántas piezas cree usted que tendrá? ¿Y cuánto pedirán por ella?

—Debe tener unas tres o cuatro piezas, y le costará muchísimo menos que el hotel. Si quiere, mañana a la hora de la comida vendré a verla con usted. Tal vez pueda conseguírsela barata.

A la mañana siguiente Vincent estaba tan nervioso que no podía hacer otra cosa que pasearse por la Place Lamartine observando la casa amarilla por todos los costados. Estaba bien construida y recibía sol por todos los lados. Observándola con más detenimiento, Vincent advirtió que poseía dos entradas independientes y que el ala izquierda estaba ocupada.

Después del almuerzo llegó Roulin y ambos entraron juntos en la casa. Se entraba por un zaguán que llevaba a una gran habitación que tenía otra más pequeña contigua. Las paredes estaban blanqueadas simplemente. Una escalera conducía al piso de arriba donde se encontraba otra habitación amplia y un gabinete. Los pisos eran de ladrillos colorados y las paredes blancas.

Roulin había avisado al propietario, que los esperaba en el primer piso El cartero entabló con él una animada conversación en dialecto provenzal que Vincent casi no comprendía.

—Quiere saber por cuánto tiempo la alquilará —dijo Roulin al joven.

—Indefinidamente.

—¿Puedo decirle que por lo menos durante seis meses?

—Oh, sí, sí.

—Entonces dice que se la dejará por quince francos mensuales.

¡Quince francos por toda una casa! ¡Una tercera parte de lo que pagaba por su cuartucho de hotel! ¡Era aun más barato que su estudio en La Haya! Sacó el dinero de su bolsillo y dijo apresuradamente:

—Tome, déselos en seguida. La casa está alquilada.

—Quiere saber cuándo se va usted a mudar —dijo Roulin,—Hoy, ahora mismo.

—Pero, señor, usted no tiene muebles. ¿Cómo se va a mudar?

—Compraré un colchón y una silla. Roulin, usted no sabe lo que es vivir en un hotel miserable. ¡Tengo que venir aquí inmediatamente!

—Como guste, señor.

El propietario partió y Roulin regresó a su trabajo. Vincent anduvo de un cuarto para otro, arriba y abajo, inspeccionando hasta el último rinconcito de su nuevo domicilio. Los cincuenta francos de Theo habían llegado el día anterior, por lo tanto aún tenía unos pocos francos en el bolsillo. Corrió a comprar un colchón barato y una silla y los llevó él mismo a la casa amarilla. Decidió que la pieza del piso bajo le serviría de dormitorio y la del piso alto de estudio arrojó el colchón sobre las baldosas rojas, subió la silla a su estudio y fue al hotel por última vez.

El hotelero se arregló de modo de cargar la cuenta de Vincent de 40 francos de más, y se negó a dejarle llevar sus cuadros hasta recibir el último franco. El artista tuvo que ir a la policía para recuperar sus pinturas, y aún así debió pagar más de la mitad de lo que le habían cargado de más.

Luego encontró un comerciante que le fió una cocinita de kerosene, dos jarros y una lámpara. El joven sólo tenía tres francos en el bolsillo. Con ellos compró café, pan, papas y un poco de carne
,
quedándose sin un céntimo. Instaló su cocinita en el cuartito del piso bajo, y cuando llegó la noche comenzó a preparar su cena
,
instituida por una sopa y una taza de café. Como no tenía mesa extendió un papel sobre el colchón y sirvió la comida, sentándote en el suelo, con las piernas cruzadas, y como se había olvidado de comprar tenedor y cuchillo, utilizó el cabo de su pincel para sacar la carne y las papas del jarro.

Cuando terminó de comer, tomó la lámpara de kerosene y subió al piso de arriba. La habitación estaba desnuda, teniendo en ella sólo el caballete y la silla. Por la ventana abierta se veía la oscuridad del jardín de la Place Lamartine.

Se acostó a dormir sobre el colchón y cuando se despertó a la mañana siguiente abrió las ventanas y vio ante sí el jardín verde, el levante y la ruta tortuosa que llevaba al centro de la ciudad. Observó con satisfacción el piso de ladrillos rojos de su habitación, y las paredes cuidadosamente blanqueadas. Se preparó una taza de café y mientras la bebía, andaba de un lado para otro planeando cómo amueblaría su casa y cuáles cuadros colgaría de las paredes, sintiéndose feliz de poseer un hogar propio.

Al día siguiente recibió una carta de su amigo Paul Gauguin quien le decía que estaba prisionero, enfermo y pobre en un miserable café en Pont Aven en Bretaña. «No puedo salir de este agujero —escribía— porque no puedo pagar mi cuenta y el dueño tiene todos mis cuadros bajo llave. De todas las desgracias que afligen a la humanidad, nada me pone más fuera de mí que la falta de dinero. Y sin embargo siento que estoy destinado a sufrir siempre de miseria».

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