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Authors: Irving Stone

Tags: #Biografía, Drama

Lujuria de vivir (48 page)

BOOK: Lujuria de vivir
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—Si no sintiera el sabor de tu boca sobre la mía, diría que estoy soñando o que me he vuelto loco.

—Ven, siéntate a mi lado, Vincent. Coloca tu mano en la mía.

El sol estaba en el cenit, e inundaba la colina y el valle. Vincent se recostó junto a la mujer en el campo. Hacía seis largos meses que no hablaba a nadie más que a Raquel o a Roulin. Sentía una necesidad imperiosa de expresarse en palabras. La mujer lo miraba profundamente en los ojos y él comenzó a hablar. Le contó su amor por Ursula y los días en que era empleado de Goupil. Le habló de sus luchas y decepciones, de su amor por Kay y de la vida que había tratado de formarse con Cristina. Le habló de las esperanzas que había abrigado en su pintura, de los golpes que había recibido, y de lo que deseaba realizar en bien de su arte y de los pintores; de cómo su cuerpo estaba arruinado por el agotamiento y la enfermedad.

Cuanto más hablaba más se agitaba. Gesticulaba sin cesar para dar fuerza a sus palabras. La mujer lo escuchaba en silencio, sin perder una sola de sus palabras, deseosa de comprenderlo y compenetrarse con su pensamiento.

De pronto se detuvo bruscamente. Sus ojos y su rostro estaban rojos y su cuerpo temblaba espasmódicamente.

—Bésame, Vincent —dijo Maya.

El la besó en la boca y ella le devolvió las caricias cubriéndole todo el rostro con sus besos apasionados. Vincent sintió un deseo carnal que no podía ser satisfecho por la carne sola. Nunca jamás una mujer se había entregado a él con los besos del amor. Estrechó contra él su cuerpo vibrante.

—Un momento —dijo Maya, y desprendiéndose el broche de plata de su túnica se la quitó con un gesto. Su cuerpo tenía el mismo tinte dorado que su rostro, era virgen y exquisitamente perfecto.

—Estás temblando, querido —murmuró—. Tómame contra ti... estréchame entre tus brazos como me quieres.

La emoción de Vincent iba en aumento. La mujer abrió sus brazos y se entregó por entero, con una pasión avasalladora y tumultuosa tan grande como la de él.

Agotado, Vincent se durmió en sus brazos.

Cuando se despertó estaba solo. El sol se había ido. Sobre su mejilla tenía un parche de barro seco, formado por la tierra que se había pegado contra su rostro sudoroso durante su sueño. Miró a su alrededor atontado, se colocó su chaqueta, su gorro de piel, y cargando su pesado caballete sobre sus espaldas, tomó su tela y se dirigió por el camino oscuro hasta su casa.

Una vez allí, arrojó el caballete y la tela sobre el colchón y salió a tomar una taza de café. Sentado ante la mesita de mármol colocó su cabeza entre sus manos y recapituló lo que había sucedido ese día.

—Maya —murmuró—. Maya... ¿no oí antes ese nombre? Significa... Significa... ¿qué significará?

Tomó una segunda taza de café. Después de una hora regresó a la casa amarilla. Se había levantado un viento frío y el olor a lluvia flotaba en el aire.

Encendió un fósforo y prendió la lámpara que colocó sobre la mesa. La llama amarilla iluminó la habitación. Su mirada tropezó con un parche de colores sobre la cama. Sobresaltado, se acercó a la tela que había llevado esa mañana consigo.

Allí estaba el jardín otoñal, con sus dos cipreses verde botella y tres castaños de tonos marrones y anaranjados. A un costado un arbolito con follaje color limón y tronco violeta y dos arbustos rojo sangre con hojas escarlatas y púrpuras. En el suelo un poco de arena y de pasto verde, y por encima de todo el cielo azul con un sol que parecía una bola de fuego.

Largo rato estuvo observando su cuadro y luego lo colgó a la pared, y recostándose sobre el colchón murmuró sonriente siempre a su obra:

—Es bueno... Está bien logrado.

LLEGA GAUGUIN

Vino el invierno; Vincent pasaba sus días en su estudio calientito y agradable. Theo le escribió que Gauguin había ido a París por un día, estaba en un estado de ánimo deplorable y se resistía a la idea de ir a Arles. En el pensamiento de Vincent, la casa amarilla no sólo debía ser el hogar de dos hombres, sino un estudio permanente para todos los artistas del sur. Hizo minuciosos proyectos para agrandar su alojamiento en cuanto llegara Gauguin, de modo a que cualquier pintor que lo deseara pudiese recibir allí hospitalidad, a cambio de la cual comprometería a enviar un cuadro mensual a Theo. Quería que su hermano abriese una Galería de Independientes en cuanto tuviese suficientes telas de Impresionistas entre las manos.

En sus cartas Vincent explicaba con toda claridad que Gauguin debía ser el director del estudio y el maestro de todos los pintores que trabajaran allí. Entusiasmado con su idea, seguía ahorrando todos los francos que podía a fin de amueblar su dormitorio. Pintó los muros de la habitación color violeta pálido; compró la ropa de cama color verdoso, pintó la cama de madera y las sillas de color crema, la mesa de toilet anaranjada, la palangana azul y la puerta lila. Colgó de los muros varias de sus telas, y luego hizo un cuadro del conjunto para Theo a fin de que su hermano se diera cuenta de lo apacible que resultaba ese aposento.

Con la habitación de Gauguin fue otro asunto. No quería comprar muebles tan baratos para quien debía ser el maestro del estudio. La señora de Roulin le aseguró que la cama de nogal que quería comprar para su amigo costaba arriba de trescientos cincuenta francos, suma exorbitante para él. Por lo tanto, comenzó comprando todo lo demás, privándose hasta de comer. Cuando no le quedaba dinero para alquilar modelos, se colocaba delante del espejo v hacía su retrato una y otra vez. Raquel vino a posar para él, así como la señora de Roulin, y una tarde trajo también a sus hijos. Pintó un día a la esposa del dueño del café, sentada en un sillón luciendo su traje artesiano, un zuavo de rostro enjuto y cuello de toro consintió en posar por una pequeña suma. Su uniforme azul y rojo y su vez bronceada hacían fuerte contraste con el tono verde del fondo, pero el conjunto resultó bueno y muy de acuerdo con el carácter del sujeto.

Pasaba horas enteras delante de la ventana con un papel y un lápiz en la mano tratando de dominar la técnica del dibujo para poder dibujar con escasos trazos la figura de un hombre, una mujer, un niño o un animal cualquiera. Se dedicó también a copiar muchos de sus cuadros hechos durante el verano, pues pensaba que si podía realizar cincuenta estudios a doscientos francos cada uno en un año, no habría perdido vanamente su tiempo.

Durante ese invierno aprendió muchas cosas, por ejemplo, que nunca había que hacer el cutis con azul prusiano, pues le daba mucha dureza. Que el elemento más importante en las pinturas de las regiones del Sur era el contraste del rojo y verde, del anaranjado y azul, del azufre y lila; que en un cuadro se podía expresar algo tan consolador como en la música; que quería representar a los hombres y a las mujer s con algo de divino, lo que debía lograr por su colorido radiante.

En esos días falleció uno de los tíos de Van Gogh, quien dejó a Theo un pequeño legado. Este, sabedor de lo deseoso que estaba Vincent de tener a Gauguin consigo, decidió emplear la mitad de esa suma para amueblar su dormitorio y enviarlo a Arles. Vincent estaba encantado y comenzó a planear las decoraciones para la casa amarilla. Quería hacer una docena de paneles con los magníficos girasoles arlesianos que eran una verdadera sinfonía de amarillo y azul.

Pero Gauguin no parecía muy entusiasmado con la idea de su viaje a Arles; por alguna razón oculta parecía preferir haraganear en Pont Aven. Llegó la primavera. El cerco de adelfas detrás del patio de la casa amarilla floreció deslumbrosamente, cargándose de flores rosadas.

Vincent tomó su caballete y partió en busca de los girasoles para adornar los doce paneles de la casa amarilla. Algunas veces los pintaba en medio de los campos donde los encontraba y otras llevábase las flores y las reproducía en su casa, colocadas en un jarrón verde.

Ante la gran diversión de los arlesianos, pinto el exterior de su casa con una nueva capa de amarillo.

Apenas terminó los trabajos emprendidos para embellecer su hogar, llegó el verano, con su sol rajante, su mistral furioso y su ambiente de excitación enfermiza.

Fue precisamente en ese momento en que llegó Paul Gauguin.Arribó a Arles antes del amanecer y esperó a que se levantara el sol en el pequeño café nocturno. El dueño lo miró y exclamó:

—¡Usted es su amigo! ¡Lo reconozco!

—¿De qué diablos está hablando?

—El señor Van Gogh me mostró el retrato que usted le envió, y lo he reconocido...

Gauguin partió a despertar a Vincent. Su encuentro fue jubiloso. Vincent hizo visitar a su amigo toda la casa, le ayudó a desempaquetar su valija y le pidió mil noticias de París. Hablaron animadamente por varias horas.

—¿Piensas trabajar hoy, Gauguin?

—¿Te crees acaso que soy un Carolus Duran que puedo bajar del tren, tomar mi

paleta y captar un efecto solar sin más ni más?

—Era solo una pregunta que te hacía.

—Pues entonces déjate de preguntar sandeces.

—Yo tampoco trabajaré. Ven, te mostraré la ciudad.

Condujo a Gauguin hasta la ardiente Place de la Mairie, siguiendo por la ruta que circundaba la ciudad. Los zuavos hacían sus ejercicios frente a los cuarteles y su feces rojos deslumbraban al sol. Continuaron a través del pequeño parque hasta el foro romano, cruzándose con muchas mujeres arlesianas. Vincent, que había estado hablando a su amigo tanto de esas mujeres, le preguntó:

—¿Y qué piensas de ellas Gauguin? No me refiero a la forma, sino al tono... ¿No ves el hermoso color bronceado de su cutis?

—¿Qué tal son las casas públicas aquí? —respondió su amigo.

—Solo existen casas de a cinco francos para los zuavos.

Regresaron a la casa amarilla a fin de terminar su instalación. Clavaron una caja en la pared de la cocina y colocaron en ella la mitad del dinero que poseían. Tanto para tabaco, tanto para el alquiler, y tanto para imprevistos. Encima de ella colocaron una hoja de papel y un lápiz con el propósito de marcar cada franco que retiraran de allí. En otra caja colocaron el resto de su dinero, dividido en cuatro partes, destinadas a los gastos de comida.

—Eres buen cocinero, ¿verdad Gauguin?

—Excelente. He sido marinero.

—Entonces tú serás el encargado de la cocina, pero esta noche yo prepararé la sopa

en tu honor.

Cuando la sirvió, su amigo no pudo comerla.

—¿Cómo has hecho esta porquería? Supongo que has mezclado todo del mismo modo que mezclas los colores en tus cuadros.

—¿Y qué tienen los colores de mis cuadros? —preguntó Vincent agresivo.

—Pero amigo mío ¿no te das cuenta que aún andas tropezando en el neo impresionismo? Harías bien en abandonar tu método presente. No corresponde a tu naturaleza.

Vincent, apartó de un gesto su plato de sopa.

—Ya —dijo sarcásticamente—. ¡Qué buen crítico eres! ¡Puedes decir eso al primer golpe de vista!

—No tienes más que mirar por ti mismo. No eres ciego ¿verdad? Esos amarillos rabiosos desconciertan.

—¿Eso es lo único que encuentras para decir de mis girasoles ?

—No viejo, podría decirte muchas cosas más.

—¿Por ejemplo?

—Por ejemplo que tus armonías son monótonas e incompletas.

—¡Es una mentira!

—Cálmate, Vincent. Parece como si quisieras matarme. Soy bastante mayor que tú, escúchame... Puedo darte provechosas lecciones.

—Lo siento, Paul, pero no quiero de tu ayuda.

—Pues entonces lo primero que tendrías que hacer es olvidarte de todas las pamplinas que llenan tu mente. El día entero estás hablando de Meissonier y de Monticelli. Ambos carecen de valor. Mientras admires esa clase de pintura no serás capaz de hacer nada bueno.

—Monticelli fue un gran pintor. Sabía más sobre color que cualquier hombre de tu tiempo.

—Era un idiota borracho.

Vincent se puso de pie de un brinco haciendo caer el plato de sopa que se hizo mil pedazos en el suelo.

—¡No hables de ese modo de «Fada»! ¡Lo quiero casi tanto como a mi propio hermano! Todo lo que se dice sobre su borrachera y su locura es incierto! Ningún borracho hubiera podido pintar los cuadros que pintó Monticelli. El trabajo mental que requiere equilibrar los seis colores elementales y todos los demás detalles que hay que pensar para pintar como él, no puede ser realizado más que por una mente sana y en la plenitud de sus facultades. Al repetir esas habladurías sobre «Fada» te conviertes en un ser tan vicioso como la asquerosa mujer que las inició!

—¡Tara-ta-ta! ¡Tara-ta-ta! —exclamó Gauguin con tono burlón.

La ira casi sofocó a Vincent, y no queriendo llegar a ningún extremo, se fue indignado a su dormitorio cerrando la puerta tras de sí de un golpe.

REYERTAS FURIOSAS

A la mañana siguiente ya habían olvidado su disputa. Tomaron juntos el café y luego partieron cada cual por su lado en busca de algún motivo para pintar. Cuando Vincent regresó aquella noche, agotado por el esfuerzo de lo que él llamaba «equilibrar los seis colores esenciales», encontró a Gauguin preparando la cena. Charlaron tranquilamente durante un instante y luego comenzaron a hablar de pintura y de pintores, único tema que los apasionaba a ambos. Y la batalla prosiguió.

Los pintores que Gauguin admiraba, eran despreciados por su amigo, y Gauguin no podía nombrar los ídolos de Vincent. Cuando se fritaba de su arte estaban en pleno desacuerdo; hubieran podido discutir tranquilamente sobre cualquier tema excepto sobre pintura. Cada cual luchaba por sus ideas hasta la última parcela de su energía. Gauguin era dos veces más fuerte físicamente que Vincent, pero éste poseía una fortaleza nerviosa que aparejaba las fuerzas.

—Nunca serás un artista mientras no seas capaz de volver a tu estudio fríamente después de haber estado en contacto con la naturaleza —le dijo un día Gauguin.

—¡No seas idiota! ¡No quiero pintar fríamente! ¡Quiero pintar en el calor de la excitación! ¡A eso vine a Arles!

—Todo tu trabajo no es más que una copia servil de la naturaleza debes aprender a improvisar.

—¡Improvisar! ¡Santo cielo!

—Y te diré otra cosa, viejo. Hubieras hecho bien en escuchar a Seurat. La pintura es abstracta. No hay lugar en ella para la moral que señalas.

—¿Yo señalo moral? ¡Desvarías¡

—Si quieres predicar, Vincent, vuelve al ministerio. La pintura es color, línea y forma, eso es todo. El artista puede reproducir lo decorativo de la naturaleza pero nada más.

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