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Authors: Irving Stone

Tags: #Biografía, Drama

Lujuria de vivir (51 page)

BOOK: Lujuria de vivir
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Después de tres semanas regresó a la casa amarilla. Los artesianos estaban irritados contra él; el asunto de la oreja cortada y del plato de sopa los había convencido de que estaba loco. Y estaban firmemente convencidos que era la pintura que enloquecía a los hombres. Cuando el artista pasaba lo miraban de mala manera y algunos se atrevían a insultarlo mientras otros, temerosos, cruzaban a la vereda de enfrente para no encontrarse con él. Ningún restaurante de la ciudad le permitía la entrada a sus salones, y los niños de Arles se reunían ante su casa mofándose de él.

—¡Fou-rou! ¡Fou-rou! —gritaban—. ¡Córtate la otra oreja!

Vincent cerró todas sus ventanas, pero los gritos burlones de los muchachos lo perseguían.

—¡Fou-rou! ¡Fou-rou!

Hasta inventaron una canción cuyo estribillo cantaban sin cesar debajo de sus ventanas o cuando el artista se dirigía al campo a trabajar.

Día tras día seguían atormentándolo. Vincent ya no sabía qué hacer para librarse de ellos y decidió ponerse algodón en los oídos y no salir de su casa, ocupándose en hacer su retrato mirándose al espejo.

A medida que el tiempo transcurría los muchachos se tornaban más atrevidos. Llegaron hasta subir por los caños como monos para alcanzar las ventanas del artista y burlarse de él.

—¡Fou-rou! ¡Córtate la otra oreja y dánosla ¡ —gritaban riendo.

En la Place Lamartine se había reunido una cantidad de gente y los muchachos, enardecidos, arrojaron unas piedras contra las ventanas rompiéndolas, a lo cual la gente prorrumpió en vivas.

—¡Danos tu otra oreja!

—¡Fou-rou! ¡Fou-rou! ¿Quieres un poco de sopa envenenada?

Gritaban cada vez más desaforadamente, instigados por la gente reunida abajo.

—¡Fou-rou¡ ¡danos tu oreja!

Vincent, exasperado, se levantó del banco frente a su caballete y corrió hacia la ventana amenazante, pero los muchachos lograron escapar mientras los espectadores reían a voz en cuello. Vincent se encaramó sobre el marco de la ventana.

— Váyanse! —gritó—. ¡Canallas! ¡Por amor de Dios, déjenme en paz!

—¡ Fou-rou! ¡danos tu oreja!

—¡Déjenme! ¡Déjenme!

Fuera de sí, tomó la palangana y la arrojó por la ventana, y sin poderse contener más, poco a poco fue arrojando a la plaza todo lo que había en la habitación: sus sillas, su caballete, su espejo, su mesa, sus frazadas, sus cuadros, todo aquello que había comprado a fuerza de tanto sacrificio y que formaban parte de la casa en la que había pensado pasar el resto de su vida.

Cuando no tuvo nada más para arrojar por la ventana, permaneció temblando espasmódicamente y terminó por caerse de bruces contra el alféizar, semiinconsciente.

EN LA SOCIEDAD ACTUAL EL PINTOR SE ASEMEJA A UN BARCO ZOZOBRADO

Más de noventa arlesianos, hombres y mujeres, firmaron una petición concebida en estos términos:

Al Intendente Tardieu:

«Nosotros, los abajo firmantes, ciudadanos de Arles, estamos firmemente convencidos de que Vincent Van Gogh, que vive en la Place Lamartine No 2, es un demente peligroso y que no debe dejársele en libertad».

«Por lo tanto, pedimos al señor Intendente que haga encarcelar a este loco».

Como las elecciones se aproximaban, el Intendente no creyó conveniente desagradar a tantos votantes y ordenó a la policía el arresto de Vincent.

Los agentes lo encontraron caído al pie de la ventana y lo llevaron a la cárcel, encerrándolo bajo llave en una celda y con un centinela a la vista.

Cuando Vincent recobró los sentidos, pidió por el doctor Rey, pero no se lo permitieron ver. Pidió un lápiz y papel para escribir a su hermano, mas también se lo rehusaron.

Finalmente el Dr. Rey consiguió que le franquearan la entrada.

—Trate de refrenar su indignación, Vincent —le aconsejó—, de lo contrario los convencerá que usted es peligroso. Además las emociones fuertes únicamente agravarán su caso. Escribiré a su hermano y entre ambos lo sacaremos de aquí. No se aflija.

—Le ruego, doctor, que no permita a Theo venir hasta aquí. Está por casarse y le arruinaría toda su felicidad.

—Le diré de no venir. He pensado en algo para usted que creo le convendrá.

Dos días más tarde el Dr. Rey regresó. Aún había un centinela a la puerta de Vincent.

—Escúcheme con tranquilidad, amigo mío —le dijo—. Recién acabo de ver cómo lo han desalojado de la casa amarilla. Han guardado sus muebles y sus pinturas en el sótano de un café bajo llave, y el dueño dice que no se las entregará hasta que pague lo que le debe.

Vincent permaneció silencioso.

—Ya que usted no puede regresar allí —prosiguió el médico—, es mejor que pongamos mi plan en ejecución. No puedo decir cuán a menudo se producirán estos ataques epilépticos, pero creo que con calma y tranquilidad usted se repondrá por completo. Por otra parte..., pueden reproducirse cada dos o tres meses. Así que, para protegerlo a usted y a los que lo rodean he pensado..., que sería conveniente... que fuese a...

—¿A una Casa de Salud?

—Eso mismo, Vincent.

—¿Entonces usted cree que estoy...?

—Nada de eso, mi querido Vincent. Usted tiene todo su juicio como lo tengo yo. Pero esos ataques epilépticos hacen perder los estribos y cuando llega la crisis naturalmente se hacen cosas irracionales. Es por ello que debe usted permanecer en un lugar donde pueda estar bajo constante vigilancia.

—Comprendo.

—Conozco un lugar apropiado en St. Remy, a unos 25 kilómetros de aquí. Se llama St. Paul de Mausole. Existen allí tres categorías de enfermos, de primera, segunda y tercera clase. La tercera clase cuesta ciento cincuenta francos mensuales y creo que le convendría. Esa casa ha sido un antiguo monasterio y es muy hermosa y tranquila. Tendrá un médico

para aconsejarle y Hermanitas para cuidarlo. La atención es buena y sencilla y se repondrá en poco tiempo.

—¿Me permitirán pintar?

—Por supuesto. Podrá hacer usted todo lo que desee, siempre que no haga daño, se entiende. Creo que sí se decide a vivir tranquilamente allí por un año se curará del todo.

—Pero, ¿y cómo salir de aquí?

—Ya hablé con el comisario. Consiente en dejarlo ir a St. Paul de Mausole. Siempre que yo lo acompañe hasta allí.

—¿Y es verdaderamente un lindo lugar?

—Encantador, Vincent. Encontrará paisajes espléndidos para pintar.

—Ciento cincuenta francos mensuales no es mucho... Tal vez sea lo que necesite... Un año de completa tranquilidad.

—Naturalmente. Ya he escrito a su hermano haciéndole parte de mi proyecto, y sugiriéndole que en la actualidad no le conviene a usted viajar muy lejos y que París no es el lugar indicado para usted.

—Si a Theo le parece bien... ¡Lo único que deseo es no causarle molestias!

—Espero su contestación de un momento a otro. En cuanto la tenga le avisaré.

A Theo no le quedaba otra alternativa que aceptar, y así lo hizo. Envió dinero para pagar las cuentas de su hermano y el Dr. Rey pudo llevarse a Vincent de la prisión. Fueron en coche hasta la estación de Tarascón y allí tomaron el tren para St. Remy. Para llegar a St. Paul de Mausole había que atravesar la ciudad y andar unos dos kilómetros más en las sierras. Alquilaron un carruaje y por fin llegaron al pie del antiguo monasterio. A un lado del camino veíase un Templo de Vesta y un Arco del triunfo.

—¿Qué diablos hacen estos monumentos en medio de las sierras? —preguntó Vincent.

—Antiguamente aquí hubo una población romana. El río que usted ve allí inundaba todo el valle. Poco a poco se fue retirando y la ciudad también bajó la ladera de la colina. Hoy, de las primitivas construcciones, sólo existen estos monumentos y el monasterio.

—Es muy interesante.

—Pero entremos, Vincent. El Dr. Peyron nos espera.

Se adelantaron por una alameda de pinos hasta el monasterio y al llegar, el Dr. Rey llamó con una pesada campana. Pocos minutos después aparecía el Dr. Peyron para darles la bienvenida.

—¿Cómo está, Dr. Peyron? —dijo el Dr. Rey—. Le he traído a mi amigo, Vincent Van Gogh, según le anunciaba en mi carta. Sé que lo cuidará usted muy bien.

—Lo mejor posible, doctor Rey.

—¿Me disculpa si parto en seguida? Quisiera volver a tomar el tren para Tarascón. —Por supuesto, doctor Rey. —Adiós, Vincent. Le deseo mucha felicidad. Vendré a verlo a menudo. —Gracias, doctor, es usted muy bueno; adiós. —Adiós, Vincent —dijo una última vez antes de alejarse por la alameda de pinos. —¿Quiere seguirme, Vincent? —le dijo el Dr. Peyron invitándolo a pasar. El joven traspuso el umbral y la pesada reja del asilo de dementes se cerró tras de él.

LIBRO SÉPTIMO

St. REMY

PABELLÓN DE TERCERA CLASE

La sala en la cual los internados dormían se asemejaba a una sala de espera de algún pueblo de difuntos vivientes. Los lunáticos siempre llevaban puesto sus sombreros y sus abrigos y empuñaban sus bastones como si estuviesen listos para emprender algún viaje.

La Hermana Dechanel condujo a Vincent; por la larga habitación y le indicó una cama vacía.

—Usted dormirá aquí, señor. A la noche puede correr las cortinitas para estar más cómodo. El Dr. Peyron desea verlo en su oficina en cuanto se haya instalado.

Y partió con su delantal y cofia almidonados sin hacer el menor ruido.

Los once hombres que se hallaban sentados en torno de la estufa apagada ni siquiera parecieron notar la llegada de Vincent. Este, dejó su valija sobre la cama y miró a su alrededor. A ambos lados de la sala se alineaban las camas ligeramente inclinadas hacia los pies y separadas con unas cortinitas color crema que se corrían de noche. En el techo se veían las gruesas vigas de madera y los muros estaban pintados a la cal. En el centro encontrábase la estufa encima de la cual pendía la única lámpara de la habitación.

Vincent se preguntaba por qué aquellos hombres estaban tan tranquilos. Ni siquiera hablaban entre sí. Apoyados contra sus bastones miraban a la estufa sin preocuparse de lo que los rodeaba.

A la cabecera de la cama había un estante, pero Vincent prefirió dejar sus cosas en su valija que ubicó debajo del lecho. En el estante puso su pipa, su tabaco y un libro. Una vez que hubo hecho esos someros preparativos salió al jardín, que estaba desierto. Se dirigió hacia la izquierda donde se hallaba la casa particular del doctor Peyron y su familia.

El doctor Peyron había sido un «médico de Marina» en Marsella, y luego oculista, hasta que finalmente un serio ataque de gota le obligó a buscar un puesto en una Casa de Salud.

—Antes cuidaba la salud del cuerpo —le dijo a Vincent—, y ahora me dedico a cuidar la del alma... Es siempre el mismo oficio.

—Usted que tiene experiencia sobre enfermedades nerviosas, ¿puede explicarme por qué me corté la oreja, doctor? — inquirió Vincent.

—Eso suele suceder a los epilépticos —repuso el médico—. Ya he tenido dos casos similares. Los nervios auditivos se tornan extremadamente sensitivos y el paciente cree que podrá hacer cesar las alucinaciones cortando su auricular.

—...Ah... ¿Y qué tratamiento debo seguir?

—¿Tratamiento? Ah... sí, deberá tomar por lo menos dos baños calientes por semana. Insisto sobre ello... Y permanecerá en el agua unas dos horas. Eso lo tranquilizará.

—¿Y qué más, doctor?

—Tiene que permanecer completamente tranquilo. No excitarse, no trabajar, no leer ni discutir.

—Sí... Estoy demasiado débil para trabajar.

—Si usted no desea participar de la vida religiosa de St. Remy, avisaré a las Hermanas de no insistir. Cualquier cosa que necesite, venga a mí,

—Gracias, doctor.

—La cena se sirve a las cinco. Ya oirá usted el gong anunciándola. Trate de acomodarse cuanto antes a la vida del hospital, así se repondrá más pronto.

Vincent volvió a salir al jardín semiabandonado y se dirigió hacia el edificio de la tercera clase, pasando por una larga hilera de celdas oscuras y desiertas. Se sentó sobre su cama y permaneció mirando a sus compañeros que aún se hallaban en torno de la estufa siempre silenciosa.

Después de un tiempo oyóse ruido en la habitación adjunta y los once hombres se pusieron de pie dirigiéndose atropelladamente hacia ella. Vincent los siguió.

La pieza en la cual comían tenía piso de tierra y carecía de ventana. En el centro había una rústica mesa de madera con bancos alrededor. Las Hermanas servían la comida que resultó bastante desabrida. Primero sirvieron una sopa con pan negro, luego un plato de porotos, garbanzos y lentejas. Sus compañeros comían desaforadamente, limpiando sus platos con la miga del pan negro.

Cuando termino la comida, los hombres regresaron a sus sillas cerca de la estufa y después de un rato comenzaron a levantarse uno por uno y a desvestirse y tirar las cortinitas para la noche. Vincent no los había oído aún pronunciar una sola palabra.

El sol se estaba poniendo. De pie contra la ventana, el artista contemplaba el valle verde. El cielo tenía un espléndido tono limón pálido contra el cual se dibujaban los pinos como un encaje oscuro. El espectáculo no conmovió a Vincent, ni siquiera sintió el menor deseo de pintarlo.

Permaneció allí hasta que llegó la oscuridad. Nadie vino a encender la lámpara. Vincent se desvistió y se metió en la cama. Permaneció largo tiempo con los ojos abiertos. Había traído consigo el libro de Delacroix. Buscó en el estante y lo tomó, apoyando la cubierta de cuero contra su pecho en la oscuridad. Esto pareció tranquilizarlo. El no pertenecía al grupo de lunáticos que lo rodeaban sino al gran maestro cuyas palabras de sabiduría y consuelo parecían fluir a través de las cubiertas de cuero hacia su corazón.

Después de un tiempo se durmió. Un suave quejido proveniente de la cama contigua a la suya lo despertó. Los quejidos fueron en aumento hasta que se convirtieron en gritos y en un torrente de palabras vehementes.

—¡Váyanse! ¡Váyanse! ¡No me persigan ¡ ¡Yo no lo maté! ¡No traten de engañarme! ¡Ustedes son de la policía secreta! ¡Regístrenme si quieren, yo no robé ese dinero! ¡Fue él que se suicidó! ¡Por amor de Dios, déjenme!

Vincent se levantó de un salto y descorrió su cortinita, viendo a un joven rubio de unos veintitantos años destrozándose la camisa de dormir con los dientes. Cuando el muchacho vio a Vincent corrió a arrodillarte delante de él y le tomó las manos entre las suyas:

—¡Señor Mounet Sully, no me arreste le aseguro que no fui yo! ¡No soy sodomita! ¡Soy abogado! ¡Prometo defenderle todos sus casos, señor Mounet Sully, pero no me arreste! ¡Yo no lo maté, yo no robé el dinero! ¡Mire, no lo tengo!

BOOK: Lujuria de vivir
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