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Authors: Irving Stone

Tags: #Biografía, Drama

Lujuria de vivir (47 page)

BOOK: Lujuria de vivir
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Vincent reflexionó la suerte de los pintores en el mundo, cansados, enfermos, desamparados, ridiculizados, hambrientos y torturados hasta el fin de sus días. ¿Y por qué? ¿Cuál era su crimen? ¿Por qué eran proscriptos y parias
?
¿Cómo podían hombres perseguidos de tal suerte hacer buen trabajo? El pintor del futuro no tendría que vivir en cafés miserables ni ir a las casas frecuentadas por los zuavos para divertirse.

¡Pobre Gauguin! Aprisionado en un inmundo agujero de la Bretaña, demasiado enfermo para trabajar, sin un amigo para ayudarle o un franco en su bolsillo para comprar comida o ir a ver un médico. Vincent lo tenía por un gran pintor y un gran hombre. ¿Y si se moría? ¿Si abandonaba la pintura? ¡Qué tragedia sería para el arte!

Metió la carta en su bolsillo y saliendo de la casa amarilla se dirigió hacia el embarcadero del Ródano. Un lanchan cargado de carbón estaba amarrado al muelle. Como había llovido, el carbón estaba brillante y renegrido. El agua tenía un tinte amarillento y grisáceo; el cielo, alilado y estriado de anaranjado, servía de fondo a la ciudad que se destacaba en violeta. Sobre el lanchón algunos trabajadores vestidos de azul iban y venían, descargándolo.

Parecía una estampa de Hokusai, y le hizo recordar a Vincent los días de París y las estampas japonesas del Père Tanguy. Recordó a Gauguin, quien de entre todos sus amigos, era el que más quería.

De pronto le vino una idea: la casa amarilla era suficientemente amplia para dos hombres. Cada cual podía tener su dormitorio y su estudio. Si comían juntos, se preparaban sus colores y tenían mucho cuidado, podrían vivir los dos con sus ciento cincuenta francos mensuales. El alquiler sería el mismo y para comer gastarían muy poco de más. ¡Y qué magnífico sería tener un amigo de nuevo, un pintor a quien hablar y que le comprendería! ¡Y cuántas cosas maravillosas Gauguin le enseñaría sobre la pintura! Hasta ese momento no se había percatado cuán solo estaba. En el supuesto caso de que no les alcanzaran los ciento cincuenta francos, tal vez Theo podría enviarles cincuenta francos mas a cambio de un cuadro mensual de Gauguin. Sí, sí, debía hacer venir a Gauguin a Arles. El ardiente sol de Provenza lo sanaría como lo había sanado a él. Pronto tendrían un estudio en plena tarea. Sería el primer estudio del Sur, y seguirían la tradición de Delacroix y Monticelli. Inundarían al mundo de cuadros llenos de sol y de colorido.

¡Había que salvar a Gauguin!

Vincent dio media vuelta y regresó casi corriendo a la Place Lamartine. Entró en la casa amarilla y comenzó a planear el arreglo de las habitaciones.

—Paul y yo tendremos cada cual nuestros dormitorios en el piso alto, y usaremos las piezas de abajo como estudios. Compraré camas y colchones y también ropa de cama. Buscaré algunas sillas y mesas y nos formaremos un verdadero hogar. Decoraré toda la casa con girasoles y huertos en flor. ¡Oh, Paul, Paul! ¡Qué magnífico sería tenerte a mi lado!

MAYA

Las cosas no sucedieron tan fácilmente como lo había supuesto. Theo consentía en agregar cincuenta francos mensuales a cambio de un cuadro de Gauguin, pero había que pensar en el costo del viaje por ferrocarril, costo que ni Theo ni Gauguin podían afrontar. El pintor se hallaba demasiado enfermo para moverse siquiera y demasiado endeudado para pensar en salir de Pont Aven. Se encontraba tan abatido que ningún proyecto lo entusiasmaba Las cartas iban y venían entre Arles, París y Pont Aven.

Vincent estaba cada día más entusiasmado con su casa amarilla. Se compró una mesa y una cómoda en cuanto recibió el dinero de su hermano.

—Para fin de año —escribía a Theo—, seré un hombre completamente distinto. Pero no creas que voy a dejar esto. Pienso pasar todo el resto de mi vida en Arles. Me convertiré en el pintor del sur. Debes considerar que posees una casa de campo en Arles, y deseo arreglar todo de modo que puedas pasar tus vacaciones aquí.

Gastaba lo menos posible en su subsistencia empleando casi todo el dinero para engalanar la casa. Todos los días debía elegir entre él y su casa. ¿Comería carne para la cena o bien compraba la jarra de mayólica? ¿Compraría un par de zapatos o bien iría a buscar la colcha verde que había visto para la cama de Gauguin?

Siempre la casa estaba en primer término.

Esa casa le daba una sensación de tranquilidad, pues trabajaba para asegurarse el futuro. Hacía demasiado tiempo que andaba rodando de un lado para otro. Ahora no pensaba moverse nunca más de allí. Cuando él ya no existiera, otro pintor ocuparía su lugar. Quería establecer una especie de estudio permanente que podría ser utilizado por varias generaciones de pintores. Lo obsesionaba la idea de adornar las habitaciones con decorados que valieran todo el dinero que su hermano había gastado en él durante todos aquellos años.

Se enfrascó en su trabajo con renovada energía. Pintaba desde las siete de la mañana hasta las seis de la tarde sin detenerse, produciendo un cuadro diario.

—Mañana hará un día bochornoso —dijo Roulin una noche al final del verano—. Y luego vendrá el invierno.

Estaban sentados frente a unos vasos de cerveza en el café Lamartine.

—¿Y qué tal el invierno en Arles? —inquirió Vincent.

—Malo. Lleve muchísimo, hay un viento espantoso y un frío terrible. Pero por suerte es corto. No dura más de un par de meses.

—Entonces mañana será nuestro último día bueno, según dice usted. Si es así, ya sé el lugar donde iré a pintar. Imagínese un jardín otoñal, Roulin, con dos cipreses verde botella y tres castaños de tonos marrones y anaranjados. A un costado un arbolito con follaje color limón y tronco violeta y dos arbustos rojo sangre con hojas escarlatas y púrpuras. En el suelo un poco de arena y de pasto verde, con el cielo azul encima de todo.

A la mañana siguiente Vincent se levantó con el sol. Estaba animadísimo. Se arregló la barba con un par de tijeras, se alisó el poco pelo que el sol arlesiano le había dejado, vistió su único traje completo y con un gesto gracioso de adiós al sol, se encasquetó su gorro de piel.

La predicción de Roulin resultó cierta. El sol se levantó como una bola amarilla ardiente. El jardín otoñal quedaba a dos horas de marcha sobre la ruta de Arles a Tarascón. Vincent plantó su caballete frente al jardín, arrojó su gorro al suelo, se quitó el gabán y colocó la tela sobre el caballete. A pesar de que era muy temprano, el sol le quemaba la cima de la cabeza y le daba la impresión que tenía una cortina de fuego ante los ojos.

Estudió la escena cuidadosamente, analizó los colores y bosquejó en su mente el cuadro. Cuando se convenció de que había comprendido la escena, empezó a suavizar sus pinceles, destornilló las tapas de los tubos de sus pinturas y limpió el cuchillo con el cual

acostumbraba esparcir la pintura sobre la tela. Volvió a mirar el jardín y comenzó a mezclar los colores. Iba a colocar la primera pincelada cuan lo oyó una voz que le decía detrás suyo:

—¿Tienes que empezar tan temprano, Vincent?

El joven se volvió repentinamente.

—Es muy temprano, querido. Tienes todo el día para trabajar.

Vincent permaneció boquiabierto de asombro ante la mujer que le hablaba. Era muy joven, tenía los ojos tan azules como el cielo cobalto de una noche arlesiana, y su cabello, que flotaba en su espalda, era del mismo color que el sol. Tenía facciones aun más delicadas que las de Kay Vos, pero con la madurez de las mujeres del sur. Vestía una larga túnica blanca que dibujaba !as curvas de su cuerpo, sujeta únicamente por un broche cuadrado de plata a un lado. Calzaba un sencillo par de sandalias.

—Hace tanto tiempo que estoy lejos, Vincent —dijo.

Se colocó entre Vincent y el caballete, reclinándose contra la tela virgen y obstruyéndole la vista del jardín. El sol iluminó su cabello lanzando destellos de oro. La joven sonrió cariñosamente y Vincent se pasó la mano sobre los ojos para cerciorarse de que no estaba dormido.

—No comprendes, querido mío —dijo la mujer—. Pero ¿cómo comprenderías?

¡Hace tanto tiempo que estoy lejos!

—¿Quién eres?

Tu amiga, Vincent. La mejor amiga que tienes en el mundo.

—¿Y cómo sabes mi nombre? Yo nunca te he visto antes.

—No, pero yo sí que te he visto.

—¿Y cómo te llamas?

—Maya.

—¿Y por qué me seguiste hasta aquí?

—Por la sencilla razón de que te he seguido por toda Europa... Para estar cerca tuyo.

—Debes confundirme por otra persona. No soy el hombre que buscas.

La mujer colocó su mano blanca y fresca sobre la cabeza ardiente del artista. —Sólo hay un Vincent Van Gogh. No puedo equivocarme.

—¿Cuánto hace que crees conocerme?

—Ocho años.

—Pero hace ocho años estaba en...

—...en el Borinage, sí, querido.

—¿Y me conocías entonces?

—Te vi por primera vez una tarde que estabas sentado en una rueda herrumbrosa frente a Marcasse...

—... ¡mirando cómo salían de la mina los mineros!

—Sí. Fue allí que te vi por primera vez. Me disponía a pasar cuando sacaste un viejo sobre y un lápiz de tu bolsillo y comenzaste a dibujar. Miré por encima de tu hombro, y cuando vi lo que habías hecho me enamoré de ti.

—¿Te enamoraste? ¿Te enamoraste de mí?

—Sí, querido, mi buen Vincent.

—Tu voz, Maya .. me suena extraña... Sólo una mujer me ha hablado antes con esa

voz...

—Sí, Margot. Ella te quería, como yo te quiero.

—¿Conociste a Margot?

—Estuve en el Brabante dos años. Te seguí diariamente a los campos. Te observé mientras trabajabas en tu pequeño estudio del fondo del jardín. Y me sentía feliz de que Margot te amara.

—¿Entonces tú no me amabas?

—Sí, y mucho —repuso sonriendo—. Nunca he cesado de quererte un solo instante.

—¿Y no estuviste celosa de Margot?

—No; su amor era bueno para ti. Lo que no me agradaba era tu amor por Kay... te perjudicada.

—¿Y me conocías cuando estaba enamorado de Ursula?

—No. Eso fue antes de mi tiempo.

—No te hubiera gustado entonces. Era un tonto.

—A veces hay que ser tonto para comenzar, y convertirse luego en sabio.

—Pero, ya que me amabas cuando estábamos en el Brabante ¿por qué no viniste a mí?

—Aún no había llegado el momento.

—¿Y llegó ahora?

—Sí.

—¿Me amas aún? ¿En este momento?

—Ahora, en este momento y para la eternidad.

—¿Cómo puedes amarme? Estoy casi calvo, tengo los ojos tan rojos como los de un sifilítico, todos mis dientes son falsos. No se ven más que huesos en mi rostro... ¡Soy feo! El hombre más feo que existe. Mis nervios están a la miseria y mi cuerpo agotado. ¿Cómo puedes amar a un hombre así?

—¿Quieres sentarte, Vincent?

El artista tomó asiento sobre su banco y la mujer se arrodilló a su lado sobre la tierra.

—Te vas a ensuciar toda —exclamó Vincent—. Déjame extender mi chaqueta sobre el suelo.

La mujer lo detuvo con un gesto suave.

—Muchas gracias he ensuciado la blancura de mi traje por seguirte, Vincent, pero siempre se ha blanqueado de nuevo.

Le acarició el rostro con sus delicados dedos y prosiguió.

—No eres feo, Vincent, al contrario, eres hermoso. Has torturado y atormentado tu pobre cuerpo en el cual está envuelta tu alma, pero no has podido dañar a ésta. Es tu alma la que amo. Y cuando tu cuerpo esté destruido por tu trabajo apasionado tu alma seguirá existiendo...

El sol se tornaba cada vez más ardiente y sus rayos caían despiadados sobre Vincent y la mujer.

—Deja que te lleve donde haga más fresco —dijo Vincent —. Un poco más adelante hay unos cipreses... estarás más cómoda a la sombra.

—Me siento feliz aquí contigo. No me molesta el sol, estoy acostumbrada a él.

—¿Hace mucho que estás en Arles?

—Vine contigo de París.

Vincent tuvo un gesto de ira y dio un puntapié a su banco.

—¡Me engañas! ¡Alguien te ha mandado aquí para ridiculizarme! ¡Vete! ¡No quiero dirigirte una sola palabra más!

La mujer hizo frente a su enojo con una sonrisa suave.

—No te engaño, querido. Soy lo más real que existe en tu vida. Jamás podrás destruir mi amor por ti.

—¡Mientes! ¡No me amas! ¡Te burlas de mí! ¡Te lo voy a demostrar!

La tomó bruscamente en sus brazos, pero la mujer no hizo un gesto para apartarse.

—¡Te voy a lastimar si no terminas de torturarme! — dijo.

—Lastímame si quieres, Vincent. Ya me has lastimado muchas veces. Eso forma parte del amor.

—¡Perfectamente, entonces!

La apretó ferozmente contra sí, y buscando sus labios la besó hasta lastimarla. Ella abrió sus suaves labios ofreciéndoselos, dándose por entero a él, en un abandono completo.

De pronto Vincent la arrojó de su lado y cayó pesadamente sobre su banco la mujer se deslizó sobre el suelo y colocando su brazo sobre el muslo del artista descansó sobre él la cabeza. Vincent le acarició lentamente el hermoso cabello dorado.

—¿Te has convencido? —preguntó Maya.

Después de un largo rato Vincent dijo:

—Ya que estás en Arles desde que yo vine ¿estás enterada de lo de Pichón?

—Raquel es una criatura muy dulce...

—¿Y no tienes nada que objetar?

—Eres hombre, Vincent, y necesitas mujeres. Ya que aún no había llegado el momento de que yo me entregara a ti, tenías que saciar tu ansia en otro lado. Pero ahora... Ahora ya no necesitas...

—¿ Quieres decir que tú...?

—Sí, querido. Te amo.

—¿Y por qué me amas? Las mujeres siempre me han despreciado.

—No has sido hecho para el amor. Tenías que trabajar.

—¿Trabajar? Bah, he sido un tonto. ¿De qué sirven esos cientos de cuadros que hice? ¿Quién los quiere? ¿Quién los comprará? ¿Quién dirá que he comprendido la naturaleza o fijado su belleza?

—El mundo entero lo dirá algún día, Vincent.

—¡Algún día! ¡Qué ilusión! Como la ilusión de pensar que algún día seré un hombre sano, con un hogar y una familia y que ganaré suficiente dinero con mis pinturas como para vivir. Hace ocho largos años que pinto, y jamás nadie ha deseado comprar uno solo de mis cuadros. ¡He sido un tonto!

—Tal vez, pero un tonto magnífico. Después que no existas más, Vincent, el mundo comprenderá lo que has tratado de decir. Los cuadros que hoy no puedes vender por cien francos, se venderán algún día por un millón. Sí, sonríes, pero lo que te digo es la verdad. Tus cuadros colgarán en los museos de Amsterdam y de La Haya, de París y de Dresde, de Munich y de Berlín, de Moscú y de Nueva York. No tendrán precio porque nadie los querrá vender. Libros enteros se escribirán sobre tu arte, Vincent. Tu vida servirá de tema para novelas y piezas de teatro. Cuando se encuentren dos hombres que amen la pintura, pronunciarán el nombre de Vincent Van Gogh como algo sagrado.

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