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Authors: Irving Stone

Tags: #Biografía, Drama

Lujuria de vivir (23 page)

BOOK: Lujuria de vivir
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—No he sido imprevisor. La mayoría de mi dinero lo gasté en modelos.

—¿Y por qué los alquilas? Trabaja sin ellos.

—Trabajar sin modelo es la ruina del pintor de figuras.

—No pintes figuras. Haz vacas y carneros. No necesitarás pagarlos.

—No puedo dibujar vacas o carneros, Mijnherr. No me atraen.

—De todos modos no deberías dibujar gente; esos dibujos no se venden. Tendrías que dedicarte a la acuarela y nada más.

—No siento la acuarela.

—Creo que tu dibujo es una especie de narcótico que empleas para no sentir el dolor que te produce no ser capaz de pintar en acuarela.

Hubo un silencio entre los dos hombres. Vincent no supo qué contestar a eso.

—De Bock no emplea modelos y es rico. Y supongo que convendrás conmigo que sus telas son espléndidas. Sus precios siguen subiendo. Tenía la esperanza de que tú lograras un poco de su encanto en tus trabajos, pero no pareces conseguirlo. Estoy decepcionado contigo, Vincent; tu trabajo continúa tosco... De una cosa estoy seguro, y es que no eres artista.

El joven, debilitado por sus cinco días de dieta, se sintió desfallecer. Sentóse fatigado sobre una magnífica silla tallada y por fin preguntó débilmente:

—¿Por qué me dice eso, Mijnherr?

Tersteeg sacó del bolsillo un pañuelo inmaculado y después de pasárselo sobre la nariz y los labios repuso:

—Porque lo debo tanto a ti como a tu familia. Debes conocer la verdad, Vincent. Aún tienes tiempo de salvarte si obras con rapidez. No estás hecho para ser artista; deberías dedicarte a otra cosa. Yo nunca me equivoco respecto a los pintores.

—Lo sé —repuso Vincent.

—Creo que has comenzado demasiado tarde, si hubieras empezado de muchacho posiblemente hubieras llegado a algo. Pero tienes treinta años, Vincent, ya deberías haber triunfado. Yo a tu edad tenía mi situación floreciente. ¿Cómo quieres tener éxito si careces de talento? Y sobre todo ¿cómo puedes encontrar justificación para aceptar la caridad de Theo?

—Mauve me dijo una vez: «Vincent, cuando dibujas eres un verdadero pintor...» —murmuró el joven.

—Bah, tu primo ha querido ser bondadoso. Yo soy tu amigo, y mi bondad es mejor que la suya. Olvídate de la pintura antes de que hayas perdido inútilmente toda tu vida. Algún día, cuando triunfes en otra cosa, vendrás a agradecérmelo.

—Mijnheer Tersteeg, hace cinco días que no tengo un solo céntimo en mi bolsillo para comprar un pedazo de pan, pero no le pediría dinero si fuese para mí solo. Tengo una modelo, pobre y enferma. Le debo unos francos y no puedo pagárselos. Ella los necesita Le ruego me preste diez florines hasta que reciba el dinero de Theo. Se los devolveré.

Tersteeg se puso de pie y se acercó a la ventana y miró hacia el estanque de la plaza donde se veían unos inmaculados gansos blancos. ¿Por qué Vincent habría venido a instalarse en La Haya cuando los negocios de sus tíos estaban en Amsterdam, Rotterdam, Bruselas y París?

—Crees que te haría un favor prestándote diez florines —dijo sin volverse quiera— pero a mí me parece que te lo haría mayor si te los rehusara.

El joven sabía cómo había ganado Sien el dinero para las papas y porotos que él había comido, y no podía tolerar que siguiera manteniéndolo.

—Mijnheer Tersteeg, probablemente usted tenga razón. Yo no poseo talento, y sería mal que usted me estimulara con dinero Debo comenzar a ganarme la vida sin dilación. Pero en nombre de nuestra antigua amistad le pido que me preste esos diez florines.

Testeeg sacó una cartera de su bolsillo y tomando un billete de diez florines lo entregó al joven sin decir una palabra.

—Gracias —dijo éste—, usted es muy bueno.

Mientras regresaba a su casa por las calles bien cuidadas con sus agradables construcciones de ladrillo rojo, le invadió una sensación de confort y seguridad y murmuró para sus adentros:

—No siempre se puede ser amigo; a veces es necesario reñir ... No volveré a ver a Tersteeg hasta de aquí seis meses, ni le enseñaré mi trabajo.

Entró en lo de De Bock deseoso de ver qué era ese «encanto», esa cosa que hacía «vendibles» sus cuadros y que los suyos no poseían. Encontró al joven sentado en un sillón, con los pies sobre una silla y leyendo una novela inglesa.

—Hola —díjole al verlo entrar—. Estoy de malas y no puedo trazar una línea. Acerca una silla y siéntate. ¿Quieres un cigarro? ¿Has oído últimamente algún chiste bueno?

—¿Me permites ver de nuevo algunos de tus cuadros, De Bock? Quiero saber por qué tus obras se venden y las mías no.

—Talento, amigo mío, talento —dijo el joven irguiéndose perezosamente—. Es un don del Cielo, que, o bien s posee o no se posee...

Le enseñó algunas de sus más recientes telas y Vincent permaneció largo rato estudiándolas con avidez.

—Las mías son mejores —se dijo para sí—. Son más verdaderas, más profundas. Yo expreso más con un simple lápiz que él con toda una caja de pintura. Lo que él expresa es obvio, y cuando ha terminado de expresarlo no dice nada. ¿Por qué no le escatiman elogios ni dinero y a mí me rehúsan los miserables centavos necesarios para comprarme pan negro y café
?

Cuando salió del estudio de De Bock, el joven murmuró para sus adentros:

—En esa casa hay una atmósfera perniciosa, algo hipócrita, que me oprime. Millet tenía razón cuando decía: «Preferiría no hacer nada que expresarme débilmente». De Bock puede guardarse su encanto y su dinero. Yo prefiero seguir viviendo en la realidad y en la pobreza.

Encontró a Cristina lavando el piso de su estudio. Se había atado la cabeza con un pañuelo negro y su rostro picado de viruela brillaba de sudor.

—¿Conseguiste dinero? —preguntó levantando la cabeza hacia él.

— Sí, diez francos. —¡Qué magnífico es tener amigos ricos! —Sí. Aquí están los seis francos que te debo. Sien se enjugó la cara con su delantal negro. —No puedes darme nada ahora —dijo—. Espera a que tu hermano te envíe algo.

¿Qué harías tú con cuatro francos?

—Ya me arreglaré. Tú necesitas ese dinero, Sien.

—Y tú también. Si quieres haremos lo siguiente: me quedaré aquí hasta que venga

el dinero de tu hermano. Viviremos los dos con esos diez francos como si nos pertenecieran a ambos. Yo sabré hacerlos durar más que tú. —Pero no podré pagarte para que poses. —Me darás casa y comida, ¿te parece poco? Estoy contenta de poder quedarme aquí al calor y no tener necesidad de salir a trabajar hasta enfermarme. Vincent la tomó en sus brazos y le acarició suavemente su cabello negro. —Sien, ¡a veces casi me haces creer que hay un Dios!

SABER SUFRIR SIN QUEJARSE

Más o menos una semana más tarde, el joven fue a visitar a Mauve. Su primo lo hizo pasar al estudio, pero ocultó la tela del Scheverningen con un lienzo antes de que Vincent pudiera verla.

¿A qué vienes? —le preguntó, como si no lo supiera.

—He traído algunas acuarelas... pensé que podrías dedicarme unos minutos...

Mauve estaba limpiando nerviosamente algunos pinceles. Hacía tres noches que no se acostaba, descansando apenas un par de horas sobre el diván de su estudio.

—No siempre estoy dispuesto a enseñarte, Vincent. A veces estoy demasiado cansado y entonces es mejor que aguardes el momento propicio.

—Lo siento, primo Mauve —repuso el joven dirigiéndose hada la puerta—. No deseo molestarte. ¿Podré volver mañana a la noche?

Pero Mauve ya no lo oía. De pie delante de su caballete descubierto, había reanudado su trabajo.

Cuando Vincent volvió a la noche siguiente, encontró allí a Weissenbruch. Al verlo llegar Mauve comenzó a divertirse a su costa. Con unos cuantos trazos se maquilló la cara para que se pareciese a la de su primo, imitando luego su modo de andar y de hablar, con gran regocijo de Weissenbruch.

—¡Magnífico! ¡Magnífico! —exclamó riendo Weissenbruch—. ¿Ves, Van Gogh? ¡Nunca supiste que los demás te veían así! ¡Qué magnífico animal eres! ¡Vamos, Mauve, avanza tu mandíbula un poco más y ráscate la barba... Así, así... ¡eso es!

Vincent, estaba atónito. Sentóse en un rincón y dijo con amargura:

—Si ustedes hubieran pasado como yo noche tras noche bajo la lluvia en Londres o días de hambre y de fiebre en el Borinage, también tendrían huellas de sufrimiento en sus rostros y serían hoscos como yo.

Después de unos momentos Weissenbruch partió. En cuanto hubo salido de la habitación, Mauve se dejó caer exhausto sobre un sillón. Vincent no hizo un solo movimiento. Finalmente Mauve se percató de su presencia.

—¿Cómo, estás aún ahí?

—Primo Mauve —repuso el joven con energía—. ¿Qué ha sucedido entre nosotros? ¡Dime lo que he hecho! ¿Por qué me tratas así?

Mauve se puso de pie fatigado y apartó de su frente un mechón de pelo que le molestaba.

—No apruebo tu modo de ser, Vincent —dijo— deberías ganarte la vida y no deberías deshonrar el nombre de Van Gogh pidiendo dinero a todo el mundo.

El joven permaneció un momento silencioso y luego dijo:

—¿Estuvo Tersteeg a verte?

—No.

—¿Entonces no quieres enseñarme más?

—No.

—Bien. Estrechémonos las manos y olvidemos el asunto. Nada podrá alterar la gratitud que siento hacia ti por lo que has hecho por mí.

Esta vez fue Mauve quien permaneció silencioso.

—No lo tomes tan a pecho, Vincent —dijo por fin—. Estoy cansado y enfermo. Te ayudaré todo lo que pueda. ¿Tienes algún dibujo contigo?

—Sí, pero me parece que no es la hora...

—Enséñamelos.

Los estudió breve rato diciendo luego:

—Tu dibujo está completamente equivocado. ¿Cómo es posible que no lo hayas visto antes?

—En una oportunidad me dijiste que cuando dibujaba era un pintor.

—Confundí tu rusticidad por fuerza. Si quieres aprender, tendrás que empezar todo desde el principio. Allí, cerca de la estufa tienes unos moldes de yeso, siéntate y trabaja un poco con ellos.

Vincent se acercó a los moldes de yeso y tomando uno que representaba un pie lo colocó delante de sí. Largo rato estuvo mirándolo antes de decidirse a dibujarlo. ¡Se sentía tan mortificado! Miró a Mauve que trabajaba delante de su caballete y le preguntó:

—¿Cómo adelanta tu obra, primo Mauve?

El pintor se arrojó sobre un diván y cerrando los ojos exclamó satisfecho:

—¡Tersteeg me dijo hoy que es lo mejor que he hecho!

El joven no contestó en seguida, pero tras reflexión murmuró:

—¡Entonces fue Tersteeg!...

Mauve no lo oyó, se había dormido.

Cuando se sosegó un poco el dolor que lo embargaba, Vincent comenzó a dibujar el pie de yeso, y algunas horas después, cuando su primo se despertó, tenía siete dibujos terminados. Mauve se acercó a su lado con vivacidad, como si no hubiese estado durmiendo.

—Déjame ver, déjame ver.

Miró a los siete croquis exclamando: ¡No! ¡No! ¡No!

Los estrujó y los arrojó al suelo.

—¡Siempre la misma crudeza, siempre la misma rusticidad! ¿No puedes hacer una copia decente en tu vida?

—Te pareces a un viejo profesor de academia, primo Mauve.

—¡Más te hubiera valido concurrir a las Academias! ¡Al menos a esta hora sabrías dibujar! ¡Vuelve a copiar ese pie, y esfuérzate para que se parezca a un pie!

Mauve cruzó el jardín hasta la cocina para buscar algo de comer, y cuando regresó se instaló de nuevo ante su tela, trabajando durante largas horas a la luz de la lámpara. Vincent dibujaba pie tras pie, cuanto más dibujaba, más odiaba ese pedazo de yeso que tenía ante los ojos. Al amanecer había acabado gran cantidad de dibujos. Fatigado y desalentado, se levantó. Una vez más Mauve estudió sus croquis y una vez más los estrujó en sus manos.

—¡No sirven para nada! ¡Violas hasta la más elemental regla de dibujo! Vete a tu casa y llévate ese molde, dibújalo hasta conseguir reproducirlo bien.

—¡Al diablo con tu molde! —exclamó Vincent exasperado.

Y arrojó el pie al suelo haciéndolo añicos.

—¡No me vuelvas a hablar más de moldes de yeso. Solamente dibujaré de yesos cuando no haya un solo ser viviente sobre la tierra!

—Haz como quieras —repuso Mauve con frialdad.

—¡No puedo permitir imposiciones absurdas, primo Mauve! Debo expresar las cosas según mi temperamento y mi carácter. Debo dibujar tal cual las veo y no tal cual las ves tú o cualquier otra persona.

—Perfectamente. Pero de hoy en adelante, yo no tengo nada que ver contigo — repuso su primo con sequedad.

Cuando Vincent se despertó a medio día, Cristina y su hijo mayor Herman estaban en el estudio. El niño era un muchachito pálido de unos diez años con ojos asustados y semblante insignificante. A fin de mantenerlo tranquilo, Cristina le había dado un pedazo de papel y un lápiz.

No sabía ni leer ni escribir, y se acercó al joven tímidamente. Este le enseñó a sostener el lápiz y a dibujar una vaca, y pronto fueron grandes amigos. Cristina sirvió un poco de pan y queso y los tres comieron juntos.

Vincent recordó a Kay y a su hermoso pequeño Jan, y sintió un nudo en la garganta.

—No me siento muy bien hoy, por eso traje a Herman, para que lo dibujes en lugar mío.

—¿Qué te sucede Sien?

—No sé. Me siento muy rara por dentro.

—¿Te sentiste así para los demás niños?

—No. Este es peor que cualquier otro.

—Debes ver un médico.

—No vale la pena que vaya a la Asistencia, pues no me hacen nada.

—Deberías ir al hospital de Leyden.

—...si eso es lo que debería hacer.

—En tren queda a poca distancia. Te acompañaré mañana temprano. Allí va la gente de toda Holanda.

—Dicen que es muy bueno.

La mujer permaneció recostada todo el día, mientras Vincent dibujaba al muchachito. Después de la cena acompañó a Herman a casa de su abuela y a la mañana temprano él y Cristina tomaron el tren para Leyden.

—Naturalmente que usted debe sentirse mal —dijo el médico después de haberla examinado—. Esa criatura está en mala posición.

—¿Puede hacerse algo, doctor? —inquirió Vincent.

—Sí, se puede operar.

—¿Será grave?

—Por el momento, no. Habrá que dar vuelta a la criatura con el forceps. La operación es gratuita, pero hay que abonar los pequeños gastos del hospital. ¿Tiene usted algún dinero? —inquirió volviéndose hacia Cristina.

—Ni un solo franco.

—¿Cuánto costaría, doctor? —preguntó Vincent.

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