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Authors: Irving Stone

Tags: #Biografía, Drama

Lujuria de vivir (20 page)

BOOK: Lujuria de vivir
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—¿Y qué hace su hermano?

—Tiene una mujer en casa y le busca candidatos.

—No es un ambiente muy bueno para los niños.

—Bah, ellos harán lo mismo cuando sean grandes. No hay por qué afligirse. ¿Puedo pedir otra ginebra? ¿Qué se hizo en la mano? Tiene una herida horrible.

—La quemé.

—Debió ser dolorosísimo —dijo la mujer tomándole suavemente la mano.

—No, Cristina; lo hice porque quise.

—¿Por qué está usted aquí solo? ¿No tiene amigos?

—No. Sólo a mi hermano que está en París.

— Debe sentirse muy solitario. —Sí, Cristina, horriblemente solitario. —Yo también a veces me siento así. A pesar de los chicos, de mi madre y mi hermano y de mis compañeros eventuales. Toda esa gente no cuenta.

—¿No quiso nunca a nadie, Cristina?

—Al padre de mi primer hijo. Yo tenía dieciséis años y él era rico. No podía casarse conmigo debido a su familia. Pero se ocupó de la criatura hasta que se murió y me quedé sin un céntimo. —¿Qué edad tiene usted? —Treinta y dos años. Soy ya demasiado vieja para tener hijos, y el médico de la Asistencia dice que éste me matará. Debe usted cuidarse y todo irá bien. —¿Y qué puedo hacer? No tengo un solo céntimo ahorrado. Los médicos de la Asistencia no se interesan..., tienen demasiadas mujeres enfermas. —¿Y no puede conseguir dinero en alguna forma? —Tendría que andar correteando todas las noches por las calles, pero eso me matará aún más pronto que la criatura. Hubo un silencio de varios minutos.

—¿Dónde irá cuando me deje, Cristina?

—Estuve lavando todo el día y vine aquí a remar una copa de vino, pues estaba exhausta. Debían pagarme un franco y medio pero me dijeron de ir a cobrar el sábado.

Necesito dos francos para dar de comer a mis hijos. Tendré que buscar algún hombre...

—¿Quiere que la acompañe, Cristina? Yo me siento tan solitario.

—Ya lo creo. Así me ahorro el trabajo de buscar. Además usted es más bien simpático. —Y usted también. Cuando me tomó mi mano quemada... ¡hace tanto que una mujer no ha tenido un gesto afectuoso para mí!

—Es extraño. Usted no es mal parecido...

—Pero soy desgraciado en el amor.

—¿Sí? ¿Pedimos otra ginebra?

—No, Cristina. No es necesario que nos emborrachemos para que nos sintamos atraídos el uno hacia el otro. Tome este dinero, es lo único que puedo darle. Siento que no sea más.

—Parece usted necesitarlo más que yo. Acompáñeme si quiere y cuando se vaya buscaré a otro para ganarme los dos francos.

—No, Tome el dinero. Acabo de pedir prestados veinticinco francos a un amigo.

—Bien. Entonces vayamos.

Mientras caminaban uno al lado del otro por la calle, charlaban amigablemente, como si hubiesen sido viejos amigos. Ella le contó su vida, sin quejarse de su suerte.

—¿Ha posado alguna vez como modelo? —inquirió Vincent.

—Cuando era joven,

—¿Quiere posar para mí? Apenas podré pagarle más de un franco, pero en cuanto empiece a vender mis cuadros le pagaré dos. Siempre será mejor que lavar ropa.

—Estaría encantada. Traeré a mi muchacho y podrá pintarlo por nada. Y cuando se canse de mí podrá pintar a mi madre. Le agradará poder ganarse uno que otro franco extra. Ella trabaja como criada.

Por fin llegaron a la casa donde vivía la mujer.

—Pase, mi cuarto queda al frente. No necesitamos molestar a nadie.

Era una habitación sencilla y modesta, empapelada de gris. Sobre el piso de madera había un pedazo de carpeta roja. En un rincón estaba una estufa y en otro una cómoda con varios cajones. En el centro se hallaba la amplia cama. Era una verdadera habitación de mujer trabajadora.

Al día siguiente, cuando Vincent se despertó y vio a su lado la forma de la mujer, le pareció que el mundo no era tan hosco, y el profundo dolor de la soledad se desvaneció siendo reemplazado por un sentimiento de paz y tranquilidad.

EL TRABAJO PROGRESA

Por el correo de la mañana recibió una carta de Theo con los cien francos adjuntos. Su hermano le explicaba que no había podido enviárselos antes. Salió a la calle y encontró a una anciana que estaba carpiendo su jardincito a pocos pasos de su casa. Le pidió que posara para él por cincuenta céntimos, y la mujer accedió gustosa.

Instaló a la mujer al lado de la chimenea de su estudio y comenzó a dibujar y a pintar con su acuarela. Desde hacía algún tiempo su trabajo era duro y áspero; ahora parecía haberse suavizado de pronto, y lograba expresar bien su idea. Estaba agradecido por ello a Cristina. La falta de amor en su vida le traería infinito dolor pero no molestaría su trabajo, en cambio la falta de relaciones sexuales secarían la fuente de su arte, matándolo.

—El sexo lubrica —se dijo satisfecho mientras trabajaba con facilidad—. Qué extraño que el padre Michelet no lo mencione en sus libros.

Llamaron a la puerta y el joven fue a abrir encontrándose frente a Tersteeg elegantemente vestido como siempre.

El comerciante en obras de arte se sintió complacido al encontrar a Vincent enfrascado en su trabajo. Le agradaba que sus jóvenes artistas se labrasen su propio triunfo. Pero insistía en que ese triunfo debía llegar recorriendo caminos preestablecidos, y prefería verlos fracasar que triunfar por medios que él no admitía. Tersteeg era un hombre sumamente honorable, y exigía que todo el mundo lo fuera. No admitía que el mal pudiese convertirse en bien ni que el pecado se transformase en salvación. Los pintores que vendían sus telas en lo de Goupil sabían que debían respetar sus reglas estrictas. Si violaban los dictados de la decencia, Tersteeg se rehusaría a vender sus obras, aunque se tratase de obras maestras.

—Y bien, Vincent —dijo—, me alegro de sorprenderte en plena tarea. Es así como me gusta ver a mis artistas.

—Ha sido muy amable de venir a verme, Mijnherr Tersteeg.

—Nada de eso. Hacía tiempo que deseaba venir a tu estudio.

Vincent echó una mirada circular a la pobre habitación.

—Es aún bastante pobre —dijo.

—No te aflijas. Continúa trabajando y pronto podrás pagarte algo mejor. Mauve me dice que empezaste la pintura a la acuarela. Hay buen mercado para esa clase de trabajo. Espero pronto poder vender algunas.

—Así lo espero yo también, Mijnherr.

—Pareces mejor dispuesto que anoche cuando te vi.

—Sí... Ayer estaba enfermo, pero me repuse bien.

Vincent recordó el vino, la ginebra y Cristina, y se estremeció pensando en lo que diría Tersteeg si lo supiera.

—¿Desea usted ver algunos de mis dibujos, Mijnherr? Su opinión es muy valiosa para mí.

Tersteeg estudió durante algunos minutos los diversos dibujos y pinturas que Vincent le presentó.

—Sí, sí —dijo por fin—. Estás en el buen camino. Mauve hará un buen acuarelista de ti. Falta aún, pero llegará. Debes apurarte, Vincent, a fin de poder ganarte la vida. Eres una pesada carga para Theo y debes tratar de aliviarla lo antes posible. Dentro de poco creo poder vender algunas de tus cosas.

—Gracias, gracias Mijnherr.

—Quiero que triunfes, Vincent, no sólo por ti sino por Goupil. En cuanto comiences a vender algo, podrás tomar otro Estudio, comprarte ropa y frecuentar algo la sociedad. Eso es absolutamente necesario si quieres vender más tarde tus óleos. Bien, ahora te dejo. Tengo que ir a lo de Mauve. Quiero echar un vistazo a su trabajo para el Salón.

—¿Volverá otro día, Mijnherr?

—Sí, por supuesto. Dentro de una o dos semanas. Y trata de haber hecho progresos para entonces.

Se estrecharon las manos y el caballero partió mientras Vincent volvía a su trabajo. Ah, si pudiera ganarse pronto la vida. No pretendía mucho, sólo el dinero suficiente para vivir simplemente y dejar de ser una carga para su hermano. Entonces podría trabajar tranquilo, perfeccionarse despacio y conseguir la plenitud de su arte.

Por el correo de la tarde recibió la siguiente esquela de De Bock:

Apreciado Van Gogh

Mañana por la mañana llevaré una modelo a su estudio, y así podremos trabajar juntos. De B.

La modelo era una preciosa joven que pedía un franco cincuenta para posar. Vincent estaba encantado, pues él nunca hubiera podido pagarla. Ardía un hermoso fuego en la chimenea, y la modelo se desvistió a su lado. En La Haya únicamente las modelos profesionales consentían en posar desnudas, lo que exasperaba a Vincent, pues los cuerpos que él deseaba dibujar eran los de hombres y mujeres de edad, cuerpos con carácter.

—He traído mi tabaquera —dijo De Bock— y un pequeño almuerzo que me preparó mi ama de llaves. Pensé que sería más cómodo que salir afuera a comer.

—Estoy lista —dijo la modelo—. ¿Quieren colocarme?

—¿La dibujamos sentada o de pie? ¿Qué le parece, De Bock?

—De pie para empezar —repuso éste—. Tengo algunas figuras así en mi paisaje.

Dibujaron por espacio de hora y media, hasta que la modelo se cansó.

—Ahora hagámosla sentada —propuso Vincent.

Volvieron a trabajar hasta medio día, sin cruzar palabra y fumando continuamente. Por fin De Bock desempaquetó el almuerzo y los tres se instalaron cerca de la estufa para comer. Mientras así lo hacían observaban mutuamente el trabajo del otro.

De Bock se había esmerado en dibujar el rostro de la joven pero su cuerpo, a pesar de estar perfectamente dibujado, no tenía carácter.

—Hola —exclamó el artista mirando el trabajo de Vincent—. ¿Qué has hecho con la cara de esta mujer? ¡No tiene ninguna! ¿A eso llamas poner pasión en la pintura?

—No estábamos haciendo un retrato sino una figura —repuso Vincent.

—¡Es la primera vez que oigo decir que el rostro no pertenece a la figura!

—¡Y fíjate tú como le has hecho el vientre. Parecería que estuviese lleno de aire. No se le nota para nada el intestino.

—¿Y por qué se le notaría? ¿Acaso la muchacha lo tiene colgando?

La modelo siguió comiendo sin siquiera sonreír. Para ella todos los artistas estaban locos. Vincent colocó su dibujo al lado del de De Bock.

—Mira el vientre mío —dijo—, puedes ver perfectamente que está lleno de tripas... Y casi se puede decir cuánto ha comido la muchacha.

—¿Y qué tiene que ver eso con la pintura? —inquirió De Bock—. Nosotros no somos especialistas en vísceras. Cuando la gente mira mis telas quiero que vean la niebla entre los árboles y los rayos de sol detrás de las nubes, pero no quiero que vean intestinos o tripas.

Todas las mañanas, Vincent salía temprano en busca de un modelo. A veces era un deshollinador, otras una anciana del asilo de dementes de Geest, o bien algún hombre del mercado o una abuela con sus nietos del Paddemoes o del barrio judío. Gastaba mucho dinero en modelos a pesar de que sabía que debía ahorrar para su comida para fin del mes. Pero ¿de qué le serviría estar en La Haya y estudiar con Mauve si no podía trabajar intensamente? Ya tendría tiempo de comer más tarde.

Mauve continuaba enseñándole pacientemente. Todas las noches Vincent iba a trabajar al confortable estudio. A veces se sentía desalentado debido a que no podía rendir lo que sentía con su acuarela, pero Mauve se reía.

—Tu trabajo es oscuro aún —decíale—. Pero si fuese transparente desde un principio, se convertiría pesado más adelante. Persevera y vencerás.

—Eso es muy bonito, primo Mauve, pero, ¿qué debe hacer un hombre cuando necesita ganarse la vida con sus dibujos?

—Créeme, Vincent, si triunfas demasiado pronto, sólo conseguirás matar al artista que hay en ti. El hombre del día, generalmente es el hombre de un día. En cuestión de arte, el viejo dicho es cierto: «La probabilidad es la mejor política». Es mejor empeñarse en un estudio serio que tratar de complacer al público.

—Yo quiero ser fiel a mí mismo, primo Mauve y expresar cosas verdaderas a mi modo. Pero cuando hay necesidad de ganarse la vida... He hecho algunas cosas que pensé que tal vez Tersteeg...

—Enséñamelas —dijo su primo.

Echó una mirada a las acuarelas que Vincent le tendió y sin ningún miramiento las rompió en mil pedazos.

—Sigue siendo tú mismo, Vincent —dijo—, y no corras tras los compradores. Deja que aquellos a quien tu pintura agrada, vengan hacia ti.

Vincent miró a sus acuarelas destrozadas y dijo:

—Gracias, primo Mauve. Necesitaba esa lección.

Esa noche, Mauve tenía una pequeña reunión, y no tardaron en llegar algunos artistas. Primero llegó Weissenbruch, llamado «la espada despiadada» debido a su acerba crítica de la obra ajena; luego vinieron Breitner, Dé Bock, Jules Bakhuyzen y Neuhuys, el amigo de Vos.

Weissenbruch era un hombrecito de muchos bríos. Nada le detenía, y lo que le desagradaba —y eso era casi todo— lo destruía con un solo sarcasmo. Pintaba lo que le agradaba y como le agradaba, y obligaba al público a gustarlo. Una vez Tersteeg objetó algo de una de sus telas, y desde entonces jamás quiso tener nada que ver con la Casa Goupil. No obstante vendía todo lo que pintaba. Su semblante era tan duro como su lengua. Se había hecho popular debido al sencillo expediente de despreciar todo. Tomó a parte a Vincent y le dijo:

—He oído que usted es un Van Gogh. ¿Pinta con tanto éxito como sus tíos venden cuadros?

—No; no tengo éxito en nada.

—¡Magnífico! Todo artista debería morirse de hambre hasta los sesenta años. Tal vez entonces llegaría a producir algunas telas buenas.

—¡Diablos! Pero usted no tiene mucho más de cuarenta años y hace buen trabajo.

—Si usted se cree que mi trabajo es bueno, haría bien en abandonar la pintura y trabajar de criado. ¿Por qué cree usted que vendo mis telas? ¡Porque no sirven! Si fuesen buenas las guardaría para mí. No, no, muchacho, sólo estoy estudiando. Cuando tenga sesenta años empezaré a pintar. Todo lo que haga después de esa edad, no lo venderé, y cuando me muera quiero que lo entierren conmigo. Ningún artista se desprende de una obra que él cree realmente buena. Sólo vende al público lo que no sirve.

Desde el otro extremo de la habitación De Bock guiño el ojo a Vincent, y éste sonriente dijo:

—Usted ha errado su profesión, Weissenbruch, hubiera debido ser crítico de arte.

E1 artista dejó oír una carcajada y exclamó dirigiéndose al dueño de casa:

—Este primo suyo no es tan malo como parece, Mauve. Tiene lengua y sabe emplearla.

Y volviéndose otra vez hacia el joven le preguntó cruelmente:

—¿Por qué anda vestido con esos trapos sucios? ¿Por qué no se compra ropa decente?

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