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Authors: Irving Stone

Tags: #Biografía, Drama

Lujuria de vivir (8 page)

BOOK: Lujuria de vivir
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Cuando llegó a la panadería, los Denis ya se habían acostado. Sacó un balde de agua del pozo y lo llevó a su pieza para lavarse. Tomó su jabón y se miró en el pequeño espejo que poseía; vio que su rostro estaba aún lleno de carbón, como lo había sospechado, y sonrió pensando que había predicado el sermón inaugural de la iglesia, con la cara sucia. ¡Qué horrorizados hubieran estado su padre y su tío Stricker!

Introdujo sus manos en el agua fría y tomando el jabón que había traído de Bruselas comenzó a fregarlas para hacer abundante espuma, y se disponía a llevárselas a la cara cuando se detuvo de pronto. Miró de nuevo a su rostro reflejado en el espejo, lleno de polvo de carbón.

—¡Ahora comprendo! —exclamó en alta voz—. ¡Es por eso que me han aceptado! ¡Ahora soy uno de ellos!

Enjuagó sus manos y se metió en la cama sin lavarse la cara. Todos los días, durante el tiempo en que permaneció en el Borinage, se frotaba un poco de polvo de carbón sobre la cara a fin de parecerse a todos los demás.

MARCASSE

A la mañana siguiente, Vincent se levantó a las dos y media; comió un pedazo de pan y esperó a Jacques frente a la puerta de los Denis.

Había nevado abundantemente aquella noche y el camino que conducía a Marcasse estaba obstruido. Mientras cruzaban por el campo en dirección a las chimeneas negras, Vincent, observó a los mineros que de todos lados salían de sus chozas y se dirigían, como sombras negras, a su trabajo. Hacía un frío intenso y la noche estaba oscurísima.

Jacques lo llevó primero a una especie de galpón donde había gran cantidad de lámparas de kerosene colgadas de las paredes en perfecto orden. Cada una de ellas tenía un número.

—Cuando ocurre un accidente allí abajo —explicó Jacques— sabemos cuáles son los hombres que han sido atrapados por las lámparas que faltan.

Los mineros tomaban cada cual su lámpara y luego cruzaban hacia otro edificio de material donde estaba el ascensor con el cual descendían. Vincent y Jacques también se dirigieron hacia allí. Aquel ascensor era una especie de jaula con seis compartimientos uno encima del otro y que, además de servir para el transporte de los mineros, servía para subir el carbón a la superficie. En cada compartimiento iban cinco hombres, aunque apenas si había lugar para dos.

Como Jacques era capataz, dejaron uno de los compartimientos para él, Vincent y un asistente.

—Cuidado con sus manos, señor Vincent —díjole Jacques—. Si usted tiene la desgracia de tocar la pared con una de ellas, la perderá.

La jaula comenzó a descender a vertiginosa velocidad, y un involuntario estremecimiento recorrió el cuerpo de Vincent, al recordar que aquel estrecho agujero por el cual se deslizaban tenía una profundidad de media milla. Se serenó algo pensando que en realidad no debía haber tanto peligro, puesto que desde los dos meses que se hallaba allí nunca había sucedido accidente alguno.

Comunicó a Jacques aquel instintivo temblor que lo molestaba y éste, sonriendo con simpatía, le dijo:

—No se aflija, todo minero lo experimenta igual.

—Pero seguramente se acostumbrarán.

—No, jamás. Hasta el día de su muerte conserva esa especie de terror para esta jaula.

—¿Y usted, señor...?

—Estaba temblando lo mismo que usted, y sin embargo hace treinta y tres años que estoy bajando por este aparato.

A mitad de camino, es decir, después de haber recorrido trescientos cincuenta metros, la jaula se detuvo un instante, para luego reanudar su descenso. Vincent notó que pequeños filetes de agua brotaban de las paredes y de nuevo se estremeció. Como estaban en el último compartimiento, miró hacia arriba y vio la luz de afuera del tamaño de una estrella.

A los seiscientos cincuenta metros, Jacques y él bajaron, pero los mineros continuaron descendiendo. Vincent, se encontró en un túnel ancho zurcado de rieles. Había supuesto que allí haría un calor infernal, en cambio hacía una temperatura bastante agradable.

—No se está mal aquí, señor Verney —exclamó gratamente sorprendido.

—No; pero a este nivel no hay ningún hombre que trabaje. Hace tiempo que las vetas están agotadas. Aquí tenemos ventilación desde arriba, pero eso no ayuda gran cosa a los mineros de abajo.

Caminaron por el túnel unos doscientos cincuenta metros, y luego Jacques dobló hacia un lado.

—Sígame, señor Vincent —dijo— pero despacio, muy despacio. Si usted resbala se matará.

Desapareció en un pozo y Vincent lo siguió, bajando por rudimentaria escalera. El agujero era apenas suficiente para que pasase un hombre delgado. Los primeros cinco metros fueron bastante regulares, pero luego comenzó a filtrarse agua de las paredes y la escalera se hallaba cada vez más cubierta de barro pegajoso. Vincent sentía el agua que le goteaba encima. Por fin llegaron al fondo. Tuvieron que ponerse a cuatro patas y gatear por un largo pasaje para llegar al lugar donde trabajaban los mineros. Había largas hileras de celdas cuyos techos estaban rústicamente apuntalados por maderas. Allí trabajaban cuadrillas de cinco hombres. Dos de ellos extraían el carbón con sus picos, el tercero lo juntaba, el cuarto cargaba las vagonetas y el quinto las empujaba hacia los angostos rieles. Los que trabajaban coa los picos estaban vestidos con ropa tosca, sucia y negra; el que amontonaba el carbón era generalmente un muchachito, desnudo hasta la cintura y con el cuerpo renegrido, y quien se encargaba de empujar la vagoneta era casi siempre una niña de pocos años. La única luz que había allí adentro era la de las lamparillas de los trabajadores, cuyas mechas mantenían bajas a fin de economizar combustible. El ambiente pesado y cargado de polvo de carbón resultaba casi irrespirable, pues no había ventilación alguna. E1 calor natural de la tierra hacía transpirar a los mineros, y negro suror les corría por el cuerpo. En las primeras celdas Vincent vio que los trabajadores podían trabajar de pie, pero a medida que avanzaban las celdas se tornaban cada vez más bajas y los mineros estaban obligados a acostarse en el suelo para trabajar con sus picos. A medida que transcurrían las horas, el calor del cuerpo de los hombres elevaba la temperatura y el polvo de carbón levantado por su trabajo tornaba el ambiente insoportable.

—Estos hombres ganan dos francos y medio por día —dijo Jacques— y eso siempre que el inspector considere aceptable la calidad del carbón que extraen. Hace cinco años ganaban tres francos, pero los jornales han sido disminuidos año tras año.

Jacques inspeccionó las maderas que apuntalaban el techo y que protegían a los trabajadores de la muerte.

—Estos puntales están mal —díjoles—. En cuanto se descuiden el techo se les caerá encima.

—¡Cuando nos paguen para apuntalar los arreglaremos! —exclamó uno de los hombres de mala manera—. Si perdemos nuestro tiempo ¿quién extraerá el carbón? ¡Después de todo, lo mismo da morir aplastados aquí que de hambre en casa!

Al final de las últimas celdas encontraron otro agujero en el suelo por el cual Jacques comenzó a descender. Allí ni siquiera había escalera y había que arreglárselas como mejor se pudiera para bajar. Jacques tomó la lámpara de Vincent y se la colgó de la cintura.

—Despacito, señor Vincent —recomendó—. Vaya muy despacio que es muy peligroso...

Bajaron cinco metros en aquel agujero negro, lentamente, con sumo cuidado. Por fin llegaron a otra veta, pero aquí no había celdas y el carbón debía ser extraído directamente del muro. Los hombres trabajaban arrodillados, en posición sumamente incómoda. Hacía un calor infernal y la temperatura de las celdas de arriba parecía fresca y agradable comparada con la que reinaba aquí. Los hombres, anhelantes, con sus cuerpos desnudos y mugrientos, parecían prontos a desfallecer. Vincent, a pesar de no estar trabajando, temió no poder soportar el calor y el polvo por más tiempo. ¡Cómo debían sufrir aquellos hombres en su rudo trabajo! Y no lo podían interrumpir un solo instante para descansar, de lo contrario no conseguirían extraer la cantidad de vagonetas de carbón por las que les pagaban cincuenta céntimos. Las criaturas que empujaban aquí las vagonetas eran niñas de menos de diez años, y debían trabajar con todas sus fuerzas para empujar esas pesadas vagonetas.

Al final del pasaje había una especie de ascensor sostenido por cables.

—Venga, señor Vincent —dijo Jacques—, lo voy a llevar al último nivel, a setecientos metros de profundidad, ¡y verá algo que no se puede ver en ningún otro lugar del mundo!

Bajaron unos treinta metros por aquella especie de ascensor, y luego tuvieron que caminar más de media milla por un túnel negro. Llegaron a un agujero recién abierto y se deslizaron por él.

—Esta es una veta nueva —explicó Jacques—, es el lugar más terrible de una mina para trabajar.

Cuando llegaron abajo, el túnel era tan estrecho que Vincent casi no tenía lugar para pasar sus anchas espaldas. Comenzaron a gatear por él. Ese pasaje sólo tenía cuarenta y cinco centímetros de alto por sesenta y cinco de ancho. Llegaron por fin a una excavación más ensanchada. Al principio Vincent no distinguía nada, pero poco a poco notó cuatro puntitos de luz azul sobre una de las paredes. El suror le corría por todo el cuerpo y le entraba en los ojos mezclado con polvo de carbón, haciéndoselos arder dolorosamente. Se puso de pie y trató de respirar profundamente, pero aquel aire parecía fuego líquido. Estaban en el peor lugar de la mina Marcasse, y parecía un cuarto de torturas de la Edad Media.

—Aja.
..
aquí está el señor Vincent —dijo la voz familiar de Decrucq —. ¿Vino usted a ver cómo nos ganamos nuestros cincuenta centavos diarios?

Jacques se acercó vivamente a las lámparas de llama azul.

—No hubiera debido bajar aquí —dijo Decrucq al oído de Vincent refiriéndose a Jacques—, seguramente le vendrá una hemorragia.

—Decrucq —llamó Jacques—, ¿estuvieron estas lámparas alumbrando de este modo toda la mañana?

—Sí —repuso éste con despreocupación— es el grisú que aumenta día a día. Cuando explote terminarán nuestras penurias.

—Pero estas celdas han sido limpiadas el domingo —dijo Jacques.

—Sí, pero ha vuelto el gas.

—Entonces deberán dejar de trabajar un día de esta semana para volver a limpiarlas.

Todos los mineros comenzaron a protestar en coro.

—¡No tenemos suficiente pan para nuestros hijos! ¿Cómo vamos a dejar de trabajar un día entero? ¡Qué limpien cuando no estamos aquí! ¡Necesitamos comer como los demás!

—Bah, está bien —dijo Decrucq riendo—. La mina no podrá matarme... moriré en mi cama de vejez... Pero hablando de comer ¿qué hora tienes, Verney?

Jacques miró su reloj a la luz de la llama azul.

—Las nueve —dijo.

—¡Bien! Es hora de comer.

Los mineros dejaron sus picos, instalándose para comer allí mismo, pues ni siquiera podían ir a un lugar más fresco, ya que hubieran perdido demasiado tiempo. Sólo se permitían quince minutos para su comida, la que consistía en pan, queso agrio y un poco de café. ¡Para eso trabajaban trece horas diarias!

Hacía seis horas que Vincent estaba allí abajo; le parecía que no resistiría mucho más y sintió verdadero alivio cuando Jacques le dijo que era tiempo de subir.

— Ten cuidado con ese grisú, Decrucq —recomendó Jacques antes de partir. Si ves que aumenta, no continúen trabajando aquí.

—¿Y acaso nos pagarán si no trabajamos? —repuso riendo el otro.

Jacques no contestó y se introdujo en el angosto túnel por el cual habían venido, seguido por Vincent. Cuando estuvieron en el ascensor, el capataz comenzó a toser y escupir flemas negras.

—¿Por qué sigue esta gente trabajando en las minas? —preguntó Vincent—. ¿Por qué no se van a otro lugar a ganarse la vida?

—¡Ah, mi querido señor Vincent! No podemos ir a otro lado porque no tenemos dinero. No hay una sola familia de minero en todo el Borinage que tenga ahorrados diez francos. Y aún si pudiéramos irnos, señor, no nos iríamos. El marinero conoce los peligros que corre sobre su barco, sin embargo sigue navegando. Y lo mismo sucede con nosotros, amamos a nuestras minas y preferimos trabajar allí abajo que arriba. Todo lo que pedimos es que nuestros jornales nos permitan vivir y que se nos proteja contra los peligros.

Por fin llegaron a la luz del día que deslumbre a Vincent después de las profundas tinieblas del interior. Cruzó el campo semi inconsciente, preguntándose si no estaría atacado por la «fiebre estúpida», si no sufría alucinaciones. ¿Cómo era posible que Dios permitiese que sus hijos sufriesen semejantes penurias? ¡Debía haber soñado aquellas cosas terribles!

Pasó de largo por la casa de los Denis y, sin pensar en lo que hacía, continuó hasta la choza de los Decrucq. Atendió su llamado el mayor de los niños, criatura de seis años, pálido y anémico v que dentro de dos años bajaría también a las minas.

—Mamá ha ido al terril —dijo—. ¿Quiere esperar, señor Vincent? Yo estoy cuidando a los chicos.

Jugando en el suelo de la choza estaban las dos criaturitas más pequeñas de Decrucq. Tenían solamente una camisita encima y estaban moradas de frío.

A pesar de que el mayor de los niños ponía terril en la cocina, ésta no daba calor. Vincent se estremeció. Metió a las dos criaturitas en la cama y las cubrió hasta el cuello con la frazada. No sabía con exactitud qué era lo que lo había inducido a venir hasta esa choza miserable. Sentía vagamente la necesidad de demostrar a los Decrucq su simpatía y decirles que comprendía toda la extensión de su miseria.

Cuando llegó la señora de Decrucq con su cara y manos negras, en el primer momento no reconoció a Vincent debido a su suciedad. Se dirigió hacia el cajón donde guardaba sus provisiones y tomando un poco de café lo calentó sobre la cocina y se lo ofreció. El café estaba frío y amargo, pero Vincent bebió para complacer a la buena mujer.

—El
terril
está imposible estos días —se lamentó—. La Compañía no deja pasar un solo pedacito de carbón. ¿Qué puedo hacer para que mis chicos no tengan frío? No tengo más ropas para ellos que esas camisitas. La arpillera los lastima... y si los dejo todo el día en la cama ¿cómo van a desarrollarse?

Vincent estaba tan emocionado que no pudo contestar. Jamás había visto miseria tan grande.

Por primera vez pensó que de poco servirían las oraciones y la citas del evangelio a aquella mujer cuyos hijos se morían de frío. ¿Dónde estaba Dios en todo esto? Tenía unos francos en el bolsillo, los tomó y se los tendió a la señora.

BOOK: Lujuria de vivir
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