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Authors: Irving Stone

Tags: #Biografía, Drama

Lujuria de vivir (4 page)

BOOK: Lujuria de vivir
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Cierto martes a la tarde, durante los servicios religiosos, el pastor simuló gran fatiga e inclinándose hacia su ayudante le dijo: —Estoy cansadísimo, Vincent. Sé que usted estuvo escribiendo sermones ¿verdad? Háganos escuchar uno de ellos. Quiero darme cuenta si usted podrá hacer un buen ministro.

Vincent subió temblando al púlpito. Su rostro enrojeció violentamente y no sabía qué hacer con las manos. Buscó en su memoria las bellas frases que había escrito, pero sólo pudo articular palabras entrecortadas y hacer gestos torpes.

—Bastante bien —díjole Mr. Jones—. La semana próxima lo enviaré a Richmond.

El día que tuvo que ir a Richmond era hermoso, y magnífico el camino que debía seguir lindando al Támesis, con sus enormes castaños que se reflejaban en el agua. Los feligreses de Richmond escribieron a su pastor que les agradaba el joven predicador holandés, por lo cual Mr. Jones decidió brindar a Vincent la oportunidad de formarse una carrera.

La iglesia de Turnham Green también estaba bajo el dominio de Mr. Jones. Su congregación era importante y difícil, y si Vincent se desempeñaba satisfactoriamente allí, estaría calificado para predicar desde cualquier pulpito.

Para su sermón, Vincent eligió el Salmo 119:19 «Soy un forastero en el mundo. No ocultes Tus mandamientos de mí». Habló con fervor sencillo. Su juventud, su fuego, el poder que emanaba de su vigorosa figura y de sus penetrantes ojos, impresionaron fuertemente a la congregación.

Muchos se acercaron a felicitarlo, y él les estrechó la mano sonriendo. Y en cuanto todos se hubieron retirado, emprendió camino hacia Londres.

En el camino lo sorprendió una gran tormenta. Había olvidado su sombrero y su sobretodo, pero a pesar de estar calado hasta los huesos, continuó avanzando rápidamente.

¡Por fin había vencido! ¡Se había encontrado a sí mismo! Pondría su triunfo a los pies de Ursula para compartirlo con ella.

Continuaba lloviendo torrencialmente. A lo lejos Londres se dibujaba sombrío sobre el cielo oscuro y parecía un grabado de Dürer con sus torres y construcciones góticas. Siguió avanzando a pesar de que la lluvia le chorreaba por el rostro entrándole por el cuello. Cuando llegó frente a la casa de los Loyer ya era tarde. Del interior de la misma salían ráfagas de música y todas las ventanas estaban iluminadas. En la calle varios coches esperaban. Vincent notó que en la salita la gente bailaba. Un coche, parado frente a la puerta, esperaba pacientemente, con su cochero protegido por un enorme paraguas.

—¿Qué sucede? —preguntó el joven extrañado.

—Un casamiento —le contestaron.

Vincent se apoyó contra el carruaje mirando anonadado hacia la casa. Después de algún tiempo, se abrió la puerta del frente y apareció Ursula del brazo de un joven alto. Los invitados salieron al porch, y riendo arrojaron arroz a la pareja.

Vincent se ocultó detrás del coche en el mismo momento en que Ursula y su esposo subían a él. El cochero dio un ligero chasquido con el látigo y el vehículo comenzó a moverse. Vincent corrió detrás de él y apoyó su frente contra la ventanilla trasera. Ursula, fuertemente rodeada por los brazos de su esposo, tenía los labios unidos a los suyos.

Algo pareció quebrarse en el interior de Vincent. El hechizo estaba roto. Nunca creyó que sería tan fácil.

Regresó a Isleworth bajo la lluvia; arregló sus cosas y partió de Inglaterra para siempre.

LIBRO PRIMERO

EL BORINAGE

AMSTERDAM

El vice Almirante Johannes Van Gogh, oficial de alta graduación de la Armada Holandesa, estaba de pie en medio de la espaciosa habitación de su residencia cercana al arsenal .En honor de su sobrino, vestía su uniforme de charreteras doradas. Por encima de su poderosa mandíbula, característica de los Van Gogh, sobresalía su nariz recta y vigorosa que iba a unirse a su amplia frente convexa.

—Estoy contento de verte, Vincent; —dijo—. Mi casa es muy tranquila. Ahora que mis hijos se casaron.

Subieron un tramo de anchas escaleras y el Tío Jan abrió una puerta. Vincent entró en el cuarto y depositó su maleta en el suelo. Por la amplia ventana veíase el arsenal. Tío Jan sentóse sin ceremonia sobre el borde de la cama y dijo a su sobrino:

—Me siento feliz de que hayas decidido estudiar para el sacerdocio. Siempre hubo un miembro de la familia Van Gogh dedicado al servicio de Dios.

Vincent sacó su pipa y comenzó a llenarla de tabaco, gesto habitual en él cuando necesitaba pensar antes de contestar.

—Hubiera querido ser evangelista y poder empezar a trabajar en seguida —dijo.

—No, Vincent. Los evangelistas son gente sin educación y sólo Dios sabe la teología que predican. No, hijo mío, los ministros de la familia Van Gogh siempre han egresado de la Universidad. Pero te dejo, probablemente querrás abrir tus valijas. Cenamos a las ocho.

En cuanto se encontró solo, Vincent sintió que le invadía una suave melancolía. Miró a su alrededor. La cama era amplia y confortable, el escritorio invitaba al estudio, no obstante, se sentía incómodo, tal como le acontecía cuando se hallaba en presencia de extraños. Tomó su gorro y salió a la calle. Pasó delante del negocio de un judío que vendía libros y grabados. Entró, y después de prolongada elección apartó trece grabados, y regresó a casa de su tío satisfecho, con los grabados bajo el brazo.

Mientras se hallaba ocupado pinchando cuidadosamente los grabados sobre el empapelado de su cuarto tratando de no estropear los muros, alguien llamó a la puerta. Era el reverendo Stricker, tío también de Vincent, pero no por parte de los Van Gogh. Su esposa era hermana de la madre de Vincent. Era un clérigo muy conocido y apreciado en Amsterdam, donde lo consideraban de preclara inteligencia. Su traje negro, de buen paño, estaba bien cortado.

Después de los primeros saludos, el pastor dijo:

—He contratado a Mendes da Costa, uno de nuestros mejores maestros de idiomas muertos para que te enseñe latín y griego. Habita en el barrio judío, y deberás ir el lunes a las tres para tu primera lección. Pero no he venido a decirte eso, sino a pedirte que vengas a comer mañana domingo, con nosotros. Tu tía Wilhelmina y tu prima Kay ansian verte.

—Estaré encantado, ¿a qué hora puedo ir?

—Comemos a mediodía, después del último servicio religioso.

El reverendo Stricker tomó su sombrero negro y su cartapacio.

—Le ruego salude a su familia en mi nombre —díjole Vincent, amablemente.

KAY

La calle Keiisersgracht donde vivía la familia Stricker era una de las más aristocráticas de Amsterdam. Las construcciones que se alineaban en ella eran de puro estilo flamenco, angostas, bien construidas, muy juntas unas al lado de otras, semejantes a una hilera de tiesos soldados puritanos en un día de parada.

Al día siguiente, después de haber escuchado el sermón de su tío Stricker, Vincent se dirigió hacia la casa del reverendo. Un sol brillante pugnaba por abrirse paso por entre las nubes grises que cubren eternamente el cielo holandés, iluminándolo de tanto en tanto.

Era aún temprano y Vincent caminaba lentamente, observando los botes del canal que costeaba las calles. Eran lanchas areneras, anchas, negras y chatas, con el centro ahuecado para recibir la carga. De proa a popa largas cuerdas sostenían la ropa de toda la familia del patrón tendida al sol, mientras que los niños jugaban sobre el puente o corrían a ocultarse en la cabina que les servía de hogar.

La casa del reverendo Stricker era de arquitectura típicamente flamenca; angosta, de tres pisos, flanqueada por una torre cuadrilonga.

La tía Wilhelmina dio la bienvenida a Vincent y se introdujo en el comedor. Un retrato de Calvino, firmado por Ary Scheffer, colgaba de uno de los muros, y sobre un aparador veíase varias piezas de platería. Las paredes tenían paneles de madera oscura.

Antes de que Vincent se hubiera acostumbrado a la oscuridad de la habitación, una joven alta y flexible salió de las sombras y lo saludó amablemente.

—Naturalmente, usted no me conoce —dijo con voz bien templada—. Soy su prima Kay.

Vincent tomó la mano que le tendía. Era la primera vez desde largos meses que sentía el cálido contacto de la piel de una joven mujer.

—Nunca nos hemos visto —prosiguió la joven—, Es extraño ¿verdad? Yo ya tengo veintiséis años y usted debe tener...

Vincent la miraba en silencio, y pasaron algunos momentos antes de que se percatara que debía contestar algo. Con su voz áspera dijo

—Veinticuatro... Soy más joven que usted.

—Sí. Después de todo no es tan extraño que no nos hayamos conocido antes. Usted nunca estuvo en Amsterdam y yo nunca fui al Brabante. ¿Quiere tomar asiento?

El joven se sentó tiesamente al borde de una silla, y de pronto pareció transformarse de un rústico campesino en un caballero educado, diciendo a su prima, amablemente:

—Mamá siempre ha deseado que usted fuera a visitarnos. Creo que la campiña Brabante le agradaría... es muy agradable.

—Lo sé —repuso la joven—. Tía Anna escribió varias veces invitándome. Pronto iré a visitarla.

Vincent contemplaba embelesado la hermosura de la joven,

Con al ansia apasionada de quien estuvo privado demasiado tiempo de ella. Kay poseía las facciones fuertes de los holandeses, pero suavizadas y delicadamente proporcionadas. Su cabello no tenía ni el color del trigo ni el rojo violento del de sus compatriotas, sino que era una mezcla de ambos, lo que producía un hermoso tono poco común. Tenía el cutis blanquísimo que había sabido proteger de las inclemencias del tiempo que estaba delicadamente sonrosado, y sus ojos celestes y alegres daban vida a su hermoso semblante. La boca, ligeramente sensual, y casi siempre entreabierta, parecía ofrecerse al amor.

Notando el silencio de Vincent, le preguntó:

—¿En qué está pensando, primo? Parece usted preocupado.

—Estaba pensando en el placer que hubiera sentido Rembrandt en pintarla.

Kay dejó oír una alegre carcajada.

—A Rembrandt sólo le gustaba pintar mujeres viejas y feas. ¿No es así?

—No —repuso Vincent—. Pintaba hermosas mujeres de edad, mujeres que eran pobres o desgraciadas, pero que por eso mismo poseían un alma.

Por primera vez Kay observó detenidamente a su primo. Hasta entonces sólo le había echado una mirada indiferente, notando únicamente su pelo rojizo y sus facciones toscas; ahora advirtió su boca llena, sus ojos penetrantes y la alta frente de los Van Gogh.

—Discúlpeme por ser tan estúpida —murmuró—. Comprendo muy bien lo que quiere decir de Rembrandt. Cuando pinta aquellos rostros de ancianos marcados por el sufrimiento, llega hasta la misma esencia de la belleza.

—Hijos míos, ¿de qué están ustedes hablando tan seriamente? —inquirió el reverendo Stricker desde el vano de la puerta.

—Estábamos haciendo más amplio conocimiento —repuso Kay— ¿por qué no me dijiste que tenía un primo tan simpático?

En ese momento entró un joven con agradable sonrisa. Kay se acercó a él y lo besó.

—Primo Vincent —dijo— este es mi esposo, Mijnherr Vos.

Salió de la habitación, regresando al poco rato con un niño pelirrojo de unos dos años. Vos se acercó rodeando a ambos con los brazos.

—¿Quieres sentarte aquí a mi lado, Vincent? —díjole Tía Wilhelmina indicándole un lugar en la mesa.

Frente a Vincent estaba sentada Kay, con su marido de un lado y su hijo del otro. Ahora que su esposo estaba allí la joven parecía haber olvidado por completo a Vincent. En un momento dado, su esposo le dijo algo en voz baja y ella, con vivo movimiento se inclinó hacia él besándolo.

Las olas vibrantes de su amor parecían envolver implacablemente a Vincent, y por primera vez desde aquel fatídico domingo, el dolor de su amor por Ursula volvió a apoderarse de todo su ser. El cuadro de aquella pequeña familia tan feliz y amante le hizo comprender que hacía largos meses que estaba desesperadamente hambriento de amor, hambre que resultaba muy difícil aplacar.

UN CLÉRIGO PROVINCIANO

Todas las mañanas Vincent se levantaba antes de que amaneciese para leer su biblia. Cuando salía el sol a eso de las cinco, se reclinaba en la ventana y miraba a los obreros que en largas filas entraban al arsenal. Algo más lejos, en el Zuider Zee, navegaban algunos vaporcitos y botes a vela.

Cuando el sol terminaba por disipar la bruma del amanecer, cerraba la ventana, se desayunaba con un pedazo de pan y un vaso de cerveza, instalándose de nuevo frente a su mesa para estudiar el griego y latín durante siete horas consecutivas.

A las cuatro o cinco horas de concentración mental, su cabeza se tornaba pesada y sus ideas se confundían. No lograba comprender cómo haría para perseverar en el estudio después de los años emocionales que había vivido. Trataba de retener las reglas hasta que el sol se hallaba cerca del ocaso, hora en que debía ir a lo de Mendes da Costa para su lección.

Para dirigirse a lo de su maestro, tomaba el camino de Buitenkant por Oudezyds Chapel y la antigua iglesia del Sur, pasando por callejuelas donde había numerosos negocios de litografías y antigüedades.

Mendes le hacía recordar a Vincent del cuadro «La Imitación de Jesucristo» por Ruyperez; era un clasico tipo de judío,

Con ojos profundos y cavernosos, rostro enjuto y espiritual y larga barba puntiaguda como usaban los primeros rabinos. Cansado, después de sus siete horas de latín y de griego y casi otras tantas de historia flamenca y gramática, Vincent gustaba de hablar con Mendes de litografías y de arte, y un día llevó a su maestro el estudio de «Un bautismo» de Maris.

Mendes estudiaba detenidamente el cuadro entre sus dedos huesuros.

—Es bueno —dijo—. Tiene algo del espíritu religioso universal.

La fatiga de Vincent se desvaneció al instante, y se enfrascó en una entusiasta descripción del arte de Maris. Mendes meneó levemente la cabeza. El reverendo Stricker le pagaba buen precio para que enseñara latín y griego a su sobrino.

—Vincent —dijo con voz pausada—. Maris es muy interesante, pero el tiempo pasa y debemos dedicarnos a nuestros estudios.

Al poco tiempo, el Tío Jan tuvo que ausentarse por una semana a Helvoort. Sabiendo que Vincent, estaba solo en la gran casa detrás del arsenal, Kay y Vos fueron una noche a buscarlo para que los acompañara a cenar.

—Debes venir todas las noches mientras Tío Jan esté ausente —le dijo Kay—. Además mamá quiere que aceptes venir a almorzar con nosotros todos los domingos después del servicio religioso.

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