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Authors: Irving Stone

Tags: #Biografía, Drama

Lujuria de vivir (6 page)

BOOK: Lujuria de vivir
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—Mi deseo es humillarme... morir en mí mismo.

Y cada vez que lo encontraban estudiando con ahinco le decían:

—¿Qué estás haciendo, Van Gogh? ¿Muriendo en ti mismo?

Pero, las mayores dificultades las tenía Vincent con su maestro Bokma. Este señor estaba empeñado en enseñarles a ser buenos predicadores, y todas las noches sus alumnos debían preparar un discurso para decirlo al dia siguiente en clase. Los dos muchachos escribían mensajes juveniles que recitaban con soltura, mientras que Vincent, que ponía todo su corazón en la elaboración de sus sermones, no lograba decir una sola palabra con claridad.

—¿Cómo puede usted esperar ser algún día un evangelista, Van Gogh? —le decía su maestro—. Usted ni siquiera sabe hablar. Nadie lo escuchará.

Tan mortificado se sentía Vincent que un día decidió leer su hermoso sermón en lugar de decirlo de memoria.

—¿Es así como les enseñan en Amsterdam? —inquirió con desprecio su maestro—. Sepa usted que ninguno de mis alumnos ha dejado mi clase sin haber aprendido a hablar y conmover a su auditorio en cualquier circunstancia.

El joven trató de complacer a su maestro y probó de nuevo, pero por más que se esforzaba, no lograba decir con naturalidad las bellas palabras que había escrito el día anterior. Sus condiscípulos se burlaban de él y el señor Bokma se unía a ellos.

—Señor Bokma —dijo un día Vincent exasperado—. Diré mis sermones como me parezca bien. ¡Mi trabajo es bueno y no quiero que se me insulte!

Bokma se indignó:

—¡Usted hará como le ordeno, de lo contrario abandonará mi clase!

Desde ese instante comenzó abiertamente la guerra entre los dos hombres. Vincent escribía cuatro veces más de lo que se le exigía, pues como no lograba conciliar el sueño, la mayor parte de la noche la pasaba trabajando. No tenía apetito y sus nervios estaban agotados.

Llegó el mes de noviembre en que debía presentarse ante el Comité para obtener un puesto. Cuando llegó a la sala de la iglesia, sus condiscípulos ya se hallaban allí.

El Reverendo de Jong felicitó a los dos muchachos entregándoles su nombramiento, para Hoogstraeten y Etiehove respectivamente, y ambos jóvenes salieron contentos de la habitación.

—Señor Van Gogh —dijo De Jong volviéndose entonces hacia Vincent—. El Comité no está persuadido de que usted está listo para llevar la palabra de Dios al pueblo, y lamento decirle que no tenemos ningún puesto para usted.

Vincent se quedó anonadado, y después de largo rato dijo:

—¿Qué encuentran ustedes de mal en mi trabajo?

—Usted ha rehusado someterse a la autoridad. Y la primera regla de nuestra Iglesia es obediencia absoluta. Además usted no ha conseguido aprender a hablar, y su maestro considera que no está en condiciones de predicar.

Vincent miró hacia el Reverendo Pietersen, pero su amigo tenía la vista fija en la ventana.

—¿Qué debo hacer entonces? —preguntó con desaliento sin dirigirse a nadie en particular.

—Siga estudiando en la escuela durante seis meses más —repuso van der Brink— tal vez entonces...

Vincent bajó la cabeza y miró la punta de sus zapatos gastados, y como no se le ocurría nada para decir, salió en silencio.

Siguió caminando por la ciudad hasta que llegó a Laecken. Pronto las casas comenzaron a escasear y se encontró en campo abierto. Notó a un caballo blanco, viejo y flaco y que parecía cansado hasta la muerte por el arduo trabajo. El lugar era triste y desolado. Sacó su pipa y la encendió, pero el tabaco le pareció extrañamente amargo. Sentóse sobre un tronco de árbol caído y comenzó a pensar en Dios.

—Jesús conservó la calma en medio de la tempestad —se dijo—. Yo no estoy solo, pues Dios no me ha abandonado. Algún día encontraré el modo de servirlo.

Cuando regresó a su cuarto encontró al Reverendo Pietersen esperándolo.

—He venido a invitarlo a cenar a casa, Vincent —le dijo.

Salieron juntos. Pietersen charlaba de cosas sin importancia, como si nada hubiese sucedido. Una vez en su casa, el reverendo lo hizo pasar a la habitación del frente que había convertido en un estudio. Había allí varias acuarelas sobre los muros y un caballete en un rincón.

—Ah —exclamó Vincent— usted pinta. No lo sabía.

Pietersen pareció molesto. —No soy más que un aficionado —repuso—, dibujo y pinto para divertirme. Pero le ruego no lo mencione a mis colegas.

Se sentaron a cenar. Pietersen tenía una hija de unos dieciséis años, tan tímida que ni una sola vez levantó los oíos de su plato. El Reverendo hablaba de generalidades, mientras que Vincent se esforzaba en comer algunos bocados, prestando un oído distraído a las palabras de su huésped. De pronto le llamó la atención lo que estaba diciendo.

El Borinage —decía Pietersen— es una región minera. Allí todos los hombres trabajan en las minas. Trabajan en medio de miles de peligros, y su jornal apenas les alcanza para no morirse de hambre. Sus hogares son chozas semiderruídas donde sus mujeres e hijos pasan el año temblando de frío, fiebre y hambre.

—¿Y dónde queda el Borinage? —inquirió mientra se preguntaba para sus adentros por qué el Reverendo le hablaba de esa región.

—En el sur de Bélgica, cerca de Mons. Hace poco estuve allí, y le aseguro Vincent que esa gente necesita de un hombre que sepa predicarles.

El joven tragó con dificultad. ¿Por qué lo torturaba Pietersen?

—Vincent —dijo el Reverendo—. ¿Por qué no va usted al Borinage? Con su fuerza y su entusiasmo hará allí una buena obra.

—Pero ¿cómo puedo ir allí? El Comité...

—Sí, sí, ya sé —le interrumpió Pietersen—. El otro día he escrito a su padre explicándole la situación, y esta tarde recibí su respuesta. Dice que está dispuesto a mantenerlo a usted en el Borinage hasta que pueda conseguir un puesto.

Vincent se puso de pie de un salto.

—¡Entonces usted va a conseguirme un puesto!

—Sí, pero necesito un poco de tiempo. Cuando el Comité vea la hermosa obra que usted hará, seguramente cederá Y si no lo hace... de Gong y van der Brink vendrán a pedirme algún favor uno de estos días, y en cambio de ese favor... ¡Los pobres de este país necesitan hombres como usted, Vincent, y sabe Dios que cualquier medio de que me valga para llevarlo a usted entre ellos será justificado!

LOS HOCICOS NEGROS

Cuando el tren se acercó al sur, apareció un grupo de montañas en el horizonte. Vincent las miró con placer después de la monótona llanura de Flandes. Había estado observándolas sólo pocos minutos cuando se percató de que eran montañas curiosas. Cada una estaba aislada de las demás y se erguía solitaria y abrupta en medio del terreno llano.

—Egipto negro —murmuró para sí mirando hacia la larga hilera de fantásticas pirámides, y dirigiéndose a la persona que se hallaba sentada a su lado, preguntó:

—¿Puede decirme qué son esas montañas?

—No son verdaderas montañas —repuso su vecino—. Están compuestas de
terril
que es un producto de desecho que suben de las minas con el carbón. ¿Ve usted la vagoneta que está por llegar a aquella montaña? Obsérvela por un momento.

Al poco rato la vagoneta en cuestión que había llegado a la montaña, se tumbó dejando caer su negro contenido sobre la ladera de la misma.

—¿Ve usted? —dijo el hombre—. Así crecen, poco a poco. Hace 50 años que día a día las estoy viendo crecer...

El tren se detuvo en Wasmes y Vincent bajó de él. La ciudad estaba situada en el fondo de un valle en que flotaba una espesa nube negra de polvo de carbón. Se extendía por la ladera en dos calles sucias bordeadas de edificios de material, pero pronto terminaron esas construcciones y apareció el pueblito de Petit Wasmes.

Mientras Vincent avanzaba, se preguntaba por qué no se veía un solo hombre, y apenas de tanto en tanto a alguna mujer en la puerta de su choza con expresión triste e impasible en el semblante.

Petit Wasmes era el pueblito de los mineros. Sólo tenía una construcción de material; era la casa de Juan Bautista Denis, el panadero, y que estaba situada en la parte más alta del pueblo. Allí se dirigió Vincent, pues Denis había escrito al Reverendo Pietersen ofreciendo su casa al próximo evangelista que enviaran al pueblo.

La señora de Denis recibió afectuosamente al joven y lo condujo a su habitación, atravesando la panadería de cuyos hornos calientes se despedía agradable olor a pan. La piecita que le habían destinado tenía una ventana que daba a la calle, y había sido perfectamente limpiada por las vigorosas manos de Madame Denis. Vincent la encontró espléndida, y estaba tan agitado, que sin deshacer su valija, volvió a bajar a la cocina a decir a la señora de Denis que iba a salir.

—¿No se olvidará de volver para la cena? Comemos a las cinco.

—Estaré de regreso para esa hora, señora —díjole—. Sólo quiero ver un poco el pueblo.

—Esta noche vendrá a vernos un amigo que me agradaría usted conociese. Es el capataz de Marcasse, y podrá contarle muchas cosas interesantes para su trabajo.

Había estado nevando abundantemente. Al bajar por el camino, Vincent observó los setos de los jardines y los campos, ennegrecidos por el humo de las chimeneas de las minas. Al este de la casa de los Denis veíase una pendiente al fondo de la cual se hallaban la mayoría de las chozas de los mineros; del otro lado se extendía un gran campo abierto con una gran montaña de terril y las chimeneas de la hullera de Marcasse donde trabajaban todos los mineros de Petit Wasmcs.

Marcasse era una de las siete minas pertenecientes al «Charbonnage de Belgique». Era la más antigua y peligrosa del Borinage. Tenía mala fama, pues muchos hombres habían perecido en ella, ya sea debido al gas, a las inundaciones o a los desmoronamientos de los túneles. Dos construcciones de material servían para proteger las maquinarias que se empleaban para subir el carbón a la superficie y para clasificarlo. Las altas chimeneas, primitivamente de color ladrillo, estaban ahora completamente negras y esparcían un espeso humo oscuro durante las 24 horas del día. Alrededor de la mina estaban diseminadas las pobres chozas de los trabajadores; los pocos árboles que aún se erguían estaban secos y negros debido al humo. Era un lugar verdaderamente lúgubre.

—No es de extrañar que llamen a esto «el país negro» —se dijo Vincent.

Al poco rato de haber estado mirando todo aquello, los mineros comenzaron a salir. Estaban vestidos con ropa ordinaria y sucia y llevaban gorros de cuero. Las mujeres estaban vestidas del mismo modo que los hombres. Todos estaban completamente negros, y el blanco de sus ojos contrastaba en forma extraña con el resto de sus rostros. No era sin razón que se les llamaba «gueules noires» (hocicos negros). La tenue claridad del crepúsculo parecía lastimar aquellos ojos que habían estado en las tinieblas de la tierra desde antes del amanecer. Su físico era enjuto y débil y hablaban entre ellos un dialecto ininteligible.

LA CHOZA DE UN MINERO

—Jacques Verncy es un hombre que ha llegado, gracias a su propio esfuerzo —dijo a Vincent la señora de Denis después de la cena— pero ha permanecido amigo de los mineros.

—¿Y no sucede lo mismo con los demás que mejoran su situación?

—No, señor Vincent, de ningún modo. En cuanto son trasladados de Petit Wasmes a Wasmes, comienzan a ver las cosas de un modo muy distinto. Su amor al dinero les hace olvidar que ellos han sido también esclavos de las minas, y toman la parte de los patrones. Pero Jacques es fiel y honrado. Cuando hay huelgas es el único que tiene influencia sobre los mineros. Pero el pobre hombre no tiene mucho tiempo de vida.

—¿Qué le sucede? —inquirió Vincent.

—Lo de siempre. Está enfermo de los pulmones. Todo el que trabaja allí abajo está así. Probablemente no pasará el invierno.

Jacques Verney llegó algo más tarde. Era bajo y cargado de hombros, y tenía los ojos melancólicos de los habitantes de la región. Cuando supo que Vincent era el evangelista suspiró profundamente.

—Ah, señor —dijo— tantos han tratado de ayudarnos ya... Pero la vida aquí siempre sigue igual.

—¿Le parece que las condiciones de vida son malas en el Borinage? —inquirió Vincent.

Jacques permaneció silencioso por un instante y luego dijo:

—Para mí, no. Mi madre me enseñó a leer y pude llegar a capataz. Poseo una casita de material en el camino a Wasmes y nunca nos falta comida. No, por mí no tengo ninguna queja .

Tuvo que interrumpirse debido a un violento acceso de tos que parecía iba a quebrar aquel pobre pecho hundido. Después de ir a la puerta y escupir al exterior, volvió a sentarse cerca de la cocina tibia.

—Tenía veintinueve años cuando llegué a capataz —prosiguió— pero ya era tarde y mis pulmones estaban ya atacados. No obstante estos últimos años no han sido tan malos para mí. Nosotros, los mineros... —se interrumpió y echando una mirada hacia la señora de Denis le preguntó: —¿Qué le parece? ¿La llevo a lo de Henri Decrucq?

—¿Y por qué no? No le hará mal conocer la entera verdad.

Volviéndose hacia Vincent, le dijo, como queriendo disculpara:

—Después de todo, señor, soy capataz y les debo cierta lealtad a «ellos». Pero Henri le dirá muchas cosas.

Vincent lo siguió en la noche helada y ambos se dirigieron hacia las chozas de los mineros. Esas chozas eran de madera y constaban de una sola habitación. Se hallaban diseminadas por el terreno sin ningún plan preconcebido y resultaba algo complicado reconocer una en semejante laberinto. Por fin llegaron a la choza de Decrucq por cuya ventana se filtraba un débil rayo de luz. La señora de Decrucq atendió el llamado.

Esa choza era exactamente igual a todas las demás del pueblo. Tenía el piso de tierra y el techo cubierto de musgo, y entre las tablas de las paredes habían puesto pedazos de arpillera para que el viento frío no se colara al interior. En dos de los rincones había sendas camas, una de las cuales estaba ya ocupada por tres niños dormidos. Había además una cocina, una mesa de madera con bancos, una mesa y unos estantes que soportaban los pocos utensilios de cocina y la vajilla. Los Decrucq, como la mayoría de los mineros, poseían una cabra y algunos conejos, de este modo podían comer carne de vez en cuando. La cabra dormía bajo la cama de los niños, y los conejos estaban recostados sobre un poco de paja detrás de la cocina.

La señora de Decrucq abrió la parte superior de la puerta para ver quien llamaba, y luego hizo entrar a los dos hombres. Antes de casarse había trabajado durante muchos años en los mismos filones que Decrucq, empujando las vagonetas de carbón, y luego había continuado su trabajo. Ahora estaba agotada,

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