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Authors: Irving Stone

Tags: #Biografía, Drama

Lujuria de vivir (27 page)

BOOK: Lujuria de vivir
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—¿Me quieres vender éstos? —inquirió—. Me agradaría comprarlos.

—¿Es otra de tus malhadadas bromas?

—Nunca bromeo cuando se trata de pintura. Estos estudios son magníficos. ¿Cuánto pides por ellos? —Dime tú lo qué quieres pagar —repuso Vincent temeroso de que su amigo lo ridiculizara.

—Bien... ¿qué dices de cinco francos por cada uno? Veinticinco francos por todos.

El joven se quedó atónito.

—¡Es demasiado! Tío Cor sólo me pagó dos francos y medio.

—Pues te estafó. Todos los comerciantes hacen lo mismo. ¡Algún día valdrán cinco mil francos! Pero, ¿qué dices? ¿Aceptas?

—¡Weissenbruch..., a veces eres un ángel y otras un demonio!

—Eso es para variar y que mis amigos no se cansen de mí.

Sacó su cartera y tendió al joven los veinticinco francos.

—Ahora ven conmigo a lo de
Pulchri.
Necesitas un poco de diversión. Se va a representar una farsa y te hará bien un poco de risa.

El joven lo acompañó. El hall del club estaba lleno de hombres que fumaban y charlaban. El primer cuadro fue una copia del
«Establo de Belén»
de Nicolás Maes, muy bien logrado en cuanto a tono y colorido, pero falto de expresión. El otro
«La Bendición de Jacob por Isaac»
de Rembrandt, con una magnífica Rebecca que miraba ansiosa si su superchería tendría éxito. La falta de aire en el local encerrado dio dolor de cabeza a

Vincent, quien se retiró antes de la farsa. Mientras regresaba a su casa, pensaba en las frases de la carta que iba a escribir a su padre.

Le escribió contándole todo lo que consideró prudente respecto a Cristina, y le adjuntó los veinticinco francos que acababa de darle Weissenbruch, pidiéndole que viniera a La Haya a visitarlos.

Una semana más tarde llegó Theodorus. Sus ojos azules parecían más pálidos y su andar no era tan firme. La última vez que se habían visto, el padre había echado a su hijo de su casa, pero no obstante, desde entonces habían cruzado entre ellos varias cartas afectuosas. Theodorus y Ana Cornelia habían enviado a su hijo mayor varios paquetes con ropa interior de lana, cigarros y pasteles caseros, y de vez en cuando algún billete de diez francos. Vincent ignoraba cuál sería la reacción de su padre ante el asunto de Cristina. Algunas veces los hombres eran generosos y comprensivos y otras, ciegos y arrebatados.

No creía que su padre permanecería indiferente o haría serias objeciones ante una cuna. Se vería obligado a perdonar el pasado de Cristina.

Cuando llegó Theodorus traía un gran paquete bajo el brazo que contenía un tapado abrigado para Cristina. En cuanto Vincent lo vio, comprendió que todo marcharía bien. Después que la joven hubo subido al dormitorio y que Vincent y su padre se hubieron quedado solos en el estudio, éste le preguntó:

—Dime, Vincent, hay una cosa que no me has aclarado en tu carta. ¿Es tuya la criatura?

—No. Cristina ya estaba encinta cuando la conocí.

—¿Y dónde está el padre?

—La abandonó —contestó el joven creyendo innecesario explicar el anonimato del niño.

—Pero te casarás con ella, ¿verdad, Vincent? No está bien vivir así.

—Sí, padre. Nos casaremos civilmente en cuanto sea posible. Pero Theo y yo pensamos que es mejor esperar hasta que pueda ganar con mis dibujos ciento cincuenta francos mensuales.

Theodorus emitió un profundo suspiro.

—Sí, tal vez sea mejor. Tu madre y yo quisiéramos que vinieras a visitarnos de vez en cuando. Nuenen te agradará mucho, es uno de los pueblos más lindos del Brabante. La iglesia es tan pequeñita que ni siquiera caben cien personas sentadas. Alrededor de la rectoría hay un cerco de espinos y detrás de la iglesia está el cementerio, lleno de flores y de viejas cruces de madera.

—¡Cruces de madera! —exclamó Vincent—. ¿Son blancas?

—Sí. Tienen los nombres escritos en negro, pero las lluvias los están borrando.

—¿Y tiene la iglesia un lindo campanario alto, padre?

—Sí, muy alto y delicado, Vincent, parece como que quisiera llegar hasta Dios.

—¡Cómo me gustaría pintar todo eso! —exclamó el joven con ojos relucientes.

—Cerca del pueblo hay brezos y bosques de pinos, y los campesinos trabajan las tierras... Creo que todo eso te agradaría .Debes venir pronto a visitarnos, hijo mío.

—Sí, debo ir a conocer a Nuenen, con sus cruces de madera, su campanario y sus campesinos. El Brabante es algo que siempre me atraerá.

Cuando regresó Theodorus, aseguró a su mujer que las cosas no eran tan malas como se lo habían figurado. Vincent, por su parte, reanudó su trabajo con renovado ardor. Cada vez estaba más compenetrado con el sentir de Millet: «El arte es un combate; en el arte hay que poner algo de su propio pellejo».

Theo tenía esperanzas en él; su padre y su madre no repudiaban a Cristina, y nadie en La Haya lo molestaba más. Estaba completamente libre para dedicarse por entero a su trabajo.

El dueño del corralón de madera contiguo le envió uno por uno a todos sus obreros para que le sirvieran de modelos. A medida que su bolsillo se vaciaba, se llenaba su carpeta de dibujos. También dibujó al bebé en la cuna, cerca de la chimenea y en todas las posturas imaginables. Trabajaba mucho también al aire libre, y no tardó en aprender que un colorista es aquel que viendo un colorido en la naturaleza lo analiza en seguida diciendo: «Ese gris verdoso es amarillo con negro y una pizca de azul».

Ya sea que estuviese pintando una figura o un paisaje, siempre se esforzaba en expresar el dolor profundo, y no una mera melancolía sentimental. Quería que la gente pudiera decir al contemplar sus cuadros: «Este hombre siente profundamente».

Sabía que a los ojos del mundo él era un inservible, un excéntrico y un hombre desagradable, sin posición en la vida. Y quería demostrar al universo entero lo qué había en el corazón de aquel inservible. Para él, las chozas más pobres y los lugares más sucios eran magníficos motivos para cuadros. Cuanto más pintaba, menos le interesaban las demás actividades de la existencia. Su arte requería trabajo persistente y continua observación.

La única dificultad con que tropezaba era el excesivo costo de las pinturas, y su costumbre de pintar tan grueso. Pintaba con gran rapidez, y en una sentada terminaba un óleo que Mauve hubiera puesto dos meses para ejecutar. Era imposible que se propusiera pintar con poca pintura; no lo conseguía, como tampoco conseguía pintar despacio. A medida que su dinero se evaporaba, su estudio se llenaba de telas. En cuanto llegaba el dinero de Theo —que había convenido en enviarle cincuenta francos el primero, cincuenta el diez y cincuenta el veinte de cada mes—, corría a la casa de artículos de pintura a comprar grandes tubos de ocre, cobalto, azul de Prusia, y otros más pequeños de amarillo de Nápoles, tierra de Siena, y ultramarino. Trabajaba feliz mientras duraban las pinturas y el dinero, es decir, unos cinco o seis días después de la llegada del dinero de París, y luego recomenzaban sus fastidios.

Nunca había supuesto la cantidad de cosas que necesitaba un bebé. Tenía también que comprar remedios para Cristina, ropa y alimento especial para ella. Herman necesitaba libros para la escuela donde lo enviaban, y la casa era un barril sin fondo que engullía una enorme cantidad de dinero, y resultaba difícil administrar los cincuenta francos sin que sufriese su pintura ni las tres personas que dependían de él.

—Pareces un trabajador que corre a la taberna en cuanto recibe su paga —observó Cristina un día en que Vincent, que acababa de recibir los cincuenta francos, recogía presuroso sus tubos vacíos.

Le agradaba sobremanera trabajar en la playa de Scheveningen, donde trataba de rendir los diversos aspectos de la naturaleza caprichosa del cielo y del mar. A medida que avanzaba la estación, los demás pintores se abstuvieron de trabajar afuera, pero Vincent continuaba pintando en medio del viento, del frío y de la inclemencia. A veces la lluvia lo enceguecía y el frío lo helaba, pero no obstante se sentía íntimamente feliz y disfrutaba profundamente de su trabajo. Ahora, sólo la muerte sería capaz de detener su labor creadora.

Una noche, enseñó a Cristina una tela que acababa de pintar.

—Pero, Vincent —exclamó—. ¿Cómo te arreglas para que parezca tan real?

El joven se olvidó de que estaba hablando con una mujer del pueblo, y se expresó como lo hubiera hecho ante Weissenbruch o Mauve.

—No lo sé yo mismo —dijo—, me instalo con una tela en blanco delante de mí, y me propongo hacer un paisaje que me agrada. Trabajo largo rato y regreso a casa descontento de mi obra. Después de haber descansado un poco, vuelvo a mirar mi pintura con cierto temor. Aún me siento descontento, pues, está demasiado vivido en mi mente el esplendor del original, no obstante, encuentro en mi trabajo un eco de lo que me llamó la atención. Veo que la naturaleza me ha dicho algo, que me ha hablado, y que yo he puesto sobre la tela algo de lo que me ha dicho... Es posible que haya muchos errores y muchas fallas, pero sin embargo he logrado captar un poco de la naturaleza. ¿Comprendes?

—No.

EL ARTE ES UN COMBATE

Cristina comprendía muy poco el trabajo de Vincent. Consideraba su afán de pintar como a una costosa obsesión. No obstante, sabía que esa era la roca sobre la cual estaba construida su vida y no se permitía la menor oposición. Era una buena compañera para la vida doméstica, pero sólo una pequeñísima parte de la vida de Vincent era doméstica. Cuando el joven necesitaba expresarse en palabras, escribía a Theo. Casi todas las noches le enviaba cartas apasionadas, contándole todo lo que había visto y pensado durante el día. Cuando deseaba gozar de la expresión de los demás se volvía hacia las novelas, ya fueren inglesas, francesas, alemanas o flamencas. Cristina compartía con él una muy reducida porción de su vida. Pero se sentía satisfecho; no lamentaba su decisión de tomarla por esposa, así se esforzaba en interesarla en sus inquietudes intelectuales, que nunca hubiera entendido.

Todo esto anduvo bien durante los meses de verano y otoño y aún a principios de invierno cuando Vincent partía de la casa a las 5 ó 6 de la mañana y regresaba al anochecer, pero cuando las tormentas de nieve comenzaron a impedir sus salidas y tuvo que permanecer todo el día en casa, las relaciones entre el y Cristina se hicieron más difíciles.

Volvió a dedicarse al dibujo, a fin de economizar sobre los colores, pero, por otra parte los modelos le costaban un ojo de la cara. Personas que hubieran hecho los trabajos más bajos por unos centavos, pretendían sumas elevadas por posar. Pidió permiso para dibujar en el Asilo de Dementes, pero las autoridades se lo negaron, diciendo que no había precedentes.

Su única esperanza radicaba en Cristina; en cuanto estuvo más fuerte esperaba que posaría para él como antes del nacimiento del bebé, pero ella opinaba de distinto modo. Al principio decía:

—No me siento bastante bien aún... Espera...

Luego alegó que tenía demasiado que hacer.

—Ahora no es lo mismo que antes, Vincent —decía—, debo ocuparme del bebé, de la casa..., de la comida para cuatro personas. El joven se levantaba a las cinco de la mañana a fin de hacer todo el trabajo de la casa y que ella estuviese libre para posar durante el día.

—¡Pero yo no soy más modelo! —protestaba—. ¡Soy tu mujer!...

—Pero, Sien, debes ayudarme. No puedo pagarme modelos... Bien sabes que es uno de los motivos por el cual estás aquí...

Al oír esas palabras Cristina tuvo un arrebato de ira como los que solía tener al principio de sus relaciones con Vincent.

—¡Eso es para lo único que me quieres! ¡Para poder economizar! ¡Me consideras como tu sirvienta! ¡Y si no poso me echarás a la calle!

Vincent la escuchó en silencio y luego repuso:

—Sien, es tu madre que te ha puesto esas ideas en la cabeza... Tú sola nunca las hubieras pensado.

—¿Y qué más da que sea ella? ¿Acaso no son ciertas?

—Sien, tendrás que dejar de ir a verla.

—¿Y por qué? No me puedes impedir que quiera a mi madre.

—No, pero su influencia es perniciosa para nosotros, bien lo sabes.

—¿Acaso no eres tú el primero en decirme que vaya allí cuando no hay de qué comer acá? ¡Gana dinero y no necesitaré ir!

Cuando por fin consiguió que posara, lo hizo con tan mala gana que el joven no pudo hacer un solo dibujo, y tuvo que desistir de su intento.

Volvió a pagar modelos, y a medida que aumentaban sus gastos, también aumentaban los días sin pan, y Cristina debía ir a lo de su madre con más frecuencia. Cada vez que volvía de allí, Vincent notaba un cambio en ella. Se hallaba aprisionado en un verdadero círculo vicioso y no sabía cómo salir de él. Si empleaba su dinero para los gastos de la casa, libraba a Cristina de la influencia de su madre y sus relaciones entre ellos se mantendrían buenas, pero si procedía así, se vería obligado a abandonar su trabajo. ¿Le había salvado la vida sólo para matarse a sí mismo? Por otra parte, si Cristina no iba a lo de su madre varias veces por mes, ella y los niños se morirían de hambre, y si iba, su hogar no tardaría en ser destruido. ¿Qué hacer?

La Cristina enferma, abandonada y acechada por la muerte era una persona muy distinta de la Cristina sana, bien alimentada y considerada. La primera agradecía la más mínima palabra de simpatía y estaba dispuesta a cualquier cosa y a las resoluciones más heroicas para conseguir tranquilidad. Pero las resoluciones de la segunda estaban muy debilitadas, y cualquier pequeñez las hacía flaquear. No en vano había llevado una vida licenciosa durante catorce años. Con la fuerza y la salud habíanle vuelto el ansia de vagabundaje que un año de afecto y vida ordenada no habían logrado disipar. Al principio, Vincent no comprendía lo que sucedía, pero poco a poco tuvo que rendirse a la evidencia.

Fue más o menos para ese tiempo, es decir, para principios de año, que recibió una singular carta de Theo. El joven contaba a su hermano que había conocido últimamente en las calles de París a una pobre mujer sola, enferma y desesperada a tal punto que pensaba suicidarse. Tenía un pie enfermo y no podía trabajar. Siguiendo el ejemplo de Vincent, la había protegido y llevado a casa de unos amigos, llamando a un médico para que la cuidara y corriendo él con todos los gastos ocasionados por la enfermedad y vida de la mujer. En sus cartas la llamaba «su paciente».

¿Debo casarme con mi paciente, Vincent? —preguntaba a su hermano—. ¿Es ese el mejor medio de serle útil? Sufre mucho y es muy desgraciada. La única persona que amaba la abandoné. ¿Qué debo hacer para salvarla?

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