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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

Los trabajos de Hércules (9 page)

BOOK: Los trabajos de Hércules
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Poirot rechazó la sugestión. Su arraigado sentido de la economía se sintió ofendido. ¿Alquilar un coche? Ya tenía él uno... grande... y de los caros. En este automóvil y no en ningún otro se había propuesto continuar su viaje de regreso a la ciudad. Y de cualquier modo, aunque la reparación se realizara con toda rapidez, con la nieve que caía, no podría irse, por lo menos, hasta la mañana siguiente. Pidió una habitación, fuego y comida. Dando un suspiro de desaliento, el posadero lo llevó hasta la habitación, ordenó a la criada que se cuidara del fuego y se retiró a discutir con su mujer el problema de la comida.

Una hora más tarde, con los pies extendidos hacia el agradable calor de las llamas, Poirot reflexionó indulgentemente sobre lo que acababa de comer. En realidad, la carne había sido dura y cartilaginosa; las coles de Bruselas, grandes, descoloridas e insípidas; las patatas, asimismo, tenían un corazón de piedra. Tampoco se podía alabar la ración de manzana asada con natillas que siguió. El queso estaba duro y las galletas blandas. No obstante, pensó Poirot mientras miraba con agrado las vacilantes llamas y daba delicados sorbos a una taza llena de un lodo líquido eufóricamente llamado café, mejor era tener el estómago lleno que vacío; y después de haber chapoteado por senderos cubiertos de nieve, llevando zapatos de charol, el sentarse frente a un buen fuego era como encontrarse en la gloria.

Sonó un golpecito en la puerta y apareció la criada.

—Perdone, señor; ha venido un hombre del garaje y desea hablar con usted.

Poirot replicó con amabilidad:

—Dígale que suba.

La muchacha soltó una risita y se retiró. Poirot consideró benévolamente que la descripción que de él diera la joven a sus amigos les proporcionaría diversión para muchos días.

Se oyó otro golpe dado en la puerta... un golpe diferente... y el detective invitó:

—Pase.

Levantó la vista y miró con aprobación al joven que entró y se quedó parado, con aire confuso, dando vueltas a la gorra que llevaba en las manos.

«He aquí —pensó Poirot—, uno de los más bellos ejemplares de la raza blanca que jamás vi; un joven sencillo con la apariencia externa de un dios griego.»

El muchacho habló con voz baja y ronca:

—Es acerca del coche, señor; lo hemos traído al pueblo y hemos encontrado el origen de la avería. Estará arreglado dentro de una hora o poco más.

—¿Qué es lo que se ha descompuesto? —preguntó Hércules Poirot.

El joven se lanzó ansiosamente a explicar detalles técnicos y el detective movió de cuando en cuando la cabeza, aunque sin escuchar lo que el otro le decía. La perfección física era una de las cosas que más admiraba. Opinaba que existían en el mundo demasiadas falsificaciones en aquel aspecto.

Murmuró para sí mismo: «Sí; un dios griego... un joven pastor de la Arcadia.»

El joven calló de pronto. Fue entonces cuando las cejas de Poirot se fruncieron durante un segundo. Su primera reacción había sido estética; pero la segunda fue mental. Cerró un poco los ojos con curiosidad cuando levantó la mirada.

—Comprendo —dijo—. Sí; ya comprendo —hizo una pausa y luego añadió—: Mi chófer ya me explicó todo lo que acaba usted de explicarme detalladamente.

Vio el color subir a las mejillas del muchacho y la súbita contracción de los dedos sobre la gorra que sostenían.

El mecánico tartamudeó:

—Sí... ejem... sí, señor. Ya lo sé.

Hércules Poirot prosiguió con suavidad:

—Pero pensó usted que sería mejor venir en persona a decírmelo, ¿verdad?

—Ejem... sí, señor. Pensé que sería preferible.

—Eso demuestra que es usted muy concienzudo en sus cosas. Muchas gracias.

En las últimas palabras había un ligero pero inconfundible acento de despedida; mas Poirot no esperaba que el otro se fuera, y acertó. El joven no se movió.

Movía los dedos convulsivamente, estrujando fuertemente la gorra.

Al fin dijo con voz baja y turbada:

—Ejem... perdone, señor..., ¿no es cierto que es usted detective...? ¿Es usted el señor Hércules Poirot? —pronunció el nombre con todo cuidado.

—Eso es —contestó Poirot.

El color de la cara del joven creció en intensidad.

—Leí un artículo sobre usted en un periódico.

—¿De veras?

La cara del muchacho era ahora de color escarlata. Había en sus ojos una expresión de angustia y de súplica a la vez. Hércules Poirot acudió en su ayuda.

—¿De veras? —repitió—. ¿Qué es lo que quiere de mí?

Las palabras salieron entonces como un torrente de la boca del joven.

—Temo que considerará esto como una desfachatez por mi parte, señor. Pero ya que por casualidad ha venido usted a este pueblo... bueno... es una oportunidad que no puedo desaprovechar. Y más, sabiendo quién es usted y de qué forma tan admirable resuelve los casos. De cualquier modo, me dije, creo que debo consultarle. No hay ningún inconveniente en ello, ¿verdad?

Poirot sacudió la cabeza.

—¿Necesita usted que le ayude en algo? —preguntó.

El joven asintió y con voz ronca dijo:

—Se trata... se trata de una muchacha. Quisiera saber si... si se encargaría usted de buscarla por mi cuenta.

—¿Buscarla? ¿Es que ha desaparecido?

—Eso es, señor.

Poirot se irguió en su asiento y dijo con sequedad:

—Sí; tal vez le podría ayudar. Pero a quien debe usted acudir es a la policía. Ellos se ocupan en estas cosas y tienen a su disposición más medios que yo.

El muchacho restregó los pies en el suelo y con acento indeciso, observó:

—No puedo hacer eso, señor. No se trata de una cosa así. A decir verdad, es algo extraordinario.

Poirot le miró fijamente y luego le indicó una silla.


Eh bien
; si es así, siéntese... ¿Cómo se llama usted?

—Williamson, señor. Ted Williamson.

—Siéntese, Ted. Cuénteme todo lo que ocurrió.

—Gracias, señor.

Acercó una silla y se sentó cuidadosamente en el borde de ella. Sus ojos tenían todavía aquella expresión perruna de súplica.

—Cuénteme —repitió Poirot.

Ted Williamson aspiró profundamente el aire.

—Pues verá usted, señor. Ocurrió de esta forma. Yo no la vi más que aquella vez. Y no sé nada más de ella, ni siquiera su nombre. Pero todo ha sido muy raro; la devolución de mi carta y todo lo demás...

—Empiece por el principio —interrumpió Poirot—. No se dé prisa, cuénteme las cosas tal como sucedieron, sin descuidarse nada.

—Sí, señor. Bueno..., tal vez conocerá usted Grasslawn, señor: esa gran finca de recreo que hay junto al río, una vez pasado el puente que lo cruza.

—No tengo ni la menor idea.

—Pertenece a sir George Sanderfield, quien la utiliza durante el verano para pasar los fines de semana y para organizar partidas de caza o de pesca. Acostumbra traer gente alegre y divertida; gente de teatro y cosas parecidas. Y esto ocurrió el pasado mes de junio... la radio se estropeó y me llamaron para que la arreglara.

Poirot asintió con la cabeza.

—Así es que fui a ver lo que pasaba —continuó el joven—. El dueño de la casa y los invitados estaban en el río; la cocinera había salido y el mayordomo fue a servir las bebidas en la lancha donde paseaba su señor y los demás. En la casa sólo había quedado aquella muchacha. Era la doncella de una de las invitadas. Me hizo entrar y me llevó hasta donde estaba la radio. Ella se quedó allí mientras yo trabajaba. Así es que nos pusimos a charlar... Se llamaba Nita, según me dijo, y era la doncella de una bailarina rusa que había sido invitada por sir George.

—¿De qué nacionalidad era? ¿Inglesa?

—No, señor. Debía ser francesa, según creo. Tenía un acento muy curioso, pero hablaba bien el inglés. Ella... se mostró amigable desde el principio, y por ello, al cabo de un rato, le pregunté si podría salir aquella noche para ir al cine, pero me contestó que su señora la necesitaría. Sin embargo, dijo que podría salir a primera hora de la tarde, porque los demás no regresarían del río hasta el anochecer. En resumen, aquella tarde hice fiesta sin pedir permiso, lo que por poco me cuesta el empleo, y nos fuimos a dar un paseo por la orilla del río.

Se detuvo, una ligera sonrisa distendió sus labios, mientras sus ojos, con expresión soñadora, parecían rememorar aquellos momentos.

—Era bonita, ¿verdad? —preguntó Poirot.

—Era la cosa más preciosa que pueda usted imaginar. Su pelo era como el oro... lo llevaba recogido a ambos lados, como dos alas. Y tenía una manera tan fácil y alegre de andar, que daba gloria verla. Yo... no... bueno... me enamoré de ella sin más preámbulos, señor. No tengo por qué ocultarlo.

Poirot hizo un nuevo gesto afirmativo con la cabeza y el muchacho prosiguió:

—La chica me dijo que su señora volvería dentro de una quincena y quedamos de acuerdo para vernos otra vez —hizo una pausa—. Pero no volvió nunca más. La esperé en el sitio convenido, pero no vino; hasta que decidí ir hasta la casa y preguntar por ella. Me dijeron que la bailarina rusa estaba allí y su doncella también. Fueron a buscarla, pero cuando llegó vi que no era Nita. Era una muchacha morena y de aspecto desenvuelto y descarado. Se llamaba Marie. «¿Quería usted verme?», me dijo con acento gazmoño. Debió darse cuenta de mi sorpresa. Le pregunté si era la doncella de la señora rusa y le dije algo acerca de que ella no era la que yo conocí antes. Entonces empezó a reír y me contestó que la última doncella había sido despedida súbitamente hacía pocos días. «¿Despedida?», pregunté—. «¿Y por qué?» La chica se encogió de hombros y extendió las manos. «¿Cómo quiere que lo sepa?», dijo. «No estaba yo allí.»

«Pues bien, señor: todo aquello me dejó desconcertado. De momento no supe qué decir, pero después me armé de valor y me las arreglé para ver otra vez a Marie con el fin de pedirle que me diera la dirección de Nita. No le dejé sospechar siquiera que desconocía incluso su apellido. Le prometí que le haría un regalo si me proporcionaba las señas que me interesaban, pues Marie era de las que no trabajaban en balde. Me facilitó la dirección, unas señas de North London, y escribí a Nita. Pero a los pocos días me devolvieron la carta, indicando que el destinatario no vivía ya allí.

Ted Williamson calló. Sus ojos fijos de profundo color azul se clavaron en Poirot.

—¿Se ha dado cuenta, señor? —preguntó—. No es un caso para la policía. Pero necesito encontrarla, aunque no sé ni por dónde empezar. Si... si pudiera hacerlo usted por mí... —el color de su cara subió de tono—. Tengo... tengo algo guardado. Puedo disponer de cinco libras... o de diez acaso.

—No necesitamos, de momento, discutir el aspecto monetario de la cuestión. Primero, recapacite sobre este punto... Esa muchacha, Nita..., ¿sabe su nombre de usted y dónde trabaja?

—Sí, señor.

—¿Pudo ponerse en contacto con usted, si lo hubiera deseado?

Ted respondió con lentitud.

—Sí, señor.

—¿No cree, entonces, tal vez...?

El joven le interrumpió.

—Quiere usted decir que yo me enamoré de ella, pero que ella no me corresponde, ¿verdad? Quizá sea cierto en un sentido... Pero yo le gustaba... le gustaba... aquello no fue un mero pasatiempo para ella. He recapacitado sobre todo esto y tengo la seguridad de que debe existir un motivo para lo que ha ocurrido. Ya sabe usted que estaba mezclada con una pandilla bastante divertida. Debió de encontrarse en algún apuro... ya sabe a qué me refiero.

—¿Cree usted que se vio envuelta en circunstancias deshonrosas para ella? ¿Por culpa de usted?

—Mía, no, señor —Ted enrojeció—. Entre ella y yo no hubo nada censurable.

Poirot lo miró con aspecto pensativo y murmuró:

—Y si lo que usted supone es cierto... ¿todavía desea encontrarla?

El rubor volvió a crecer de punto en la cara de Ted.

—Sí; lo deseo, y no hay más que hablar. Quiero casarme con ella, si accede. Y no me importa absolutamente nada la clase de lío en que haya podido verse envuelta. Si se decidiera usted a buscarla...

Hércules Poirot sonrió y dijo para sí mismo:

—«Cabellos como alas de oro.» Sí, creo que éste es el tercer «trabajo» de Hércules... Si la memoria no me falla, creo que aquello ocurrió en Arcadia.

2

Poirot miró con aspecto pensativo el trozo de papel en que Ted Williamson había escrito laboriosamente un nombre y una dirección.

Señorita Valetta; 17, Upper Renfrew Lane, número 15.

Dudaba de que pudiera conseguir algo en aquellas señas. Es más, estaba seguro de que no se enteraría de muchas cosas. Pero había sido la única pista que Ted le pudo ofrecer.

Upper Renfrew Lane era una calle apartada pero respetable. Una mujer corpulenta, de ojos legañosos, abrió la puerta del número 17 cuando llamó Poirot.

—¿La señorita Valetta?

—Se marchó hace mucho tiempo.

El detective avanzó un paso cuando vio que la puerta iba a cerrarse otra vez.

—¿Tal vez podría usted facilitarme su dirección actual?

—No puedo decírsela, pues no dejó ninguna.

—¿Cuándo se marchó?

—Este verano pasado.

—¿Podría decirme exactamente cuándo?

Un alegre tintineo surgió de la mano derecha de Poirot, donde dos medias coronas chocaban entre sí con buena camaradería.

La mujer de los ojos legañosos se suavizó de una forma casi mágica. Derrochó afabilidad.

—No sabe lo que me gustaría poder ayudarle, señor. Déjeme que recuerde. Agosto... no, fue antes... Julio... eso es, julio. Durante la primera semana de julio. Se marchó precipitadamente. Creo que regresó a Italia.

—Entonces, ¿era italiana?

—Eso es, señor.

—Estuvo al servicio de una bailarina rusa, ¿verdad?

—Ni más ni menos. Madame Semoulina o algo parecido. Actuaba en el Thespiam, en ese ballet que ha tenido tanto éxito. Era una de las estrellas principales.

—¿Sabe usted por qué causa perdió su empleo la señorita Valetta?

La mujer titubeó un momento antes de contestar.

—Lo siento, pero no lo sé.

—La despidieron, ¿verdad?

—Bueno... creo que hubo un poco de jaleo. Pero, de todas formas, la señorita Valetta no dejó entrever nada de lo que ocurrió. No era de las que se van de la lengua; aunque parecía estar fuera de sí por lo que le había pasado. Tenía un genio endiablado, como de buena italiana; sus ojos negros centelleaban y la miraba a una como si fuera a meterle un cuchillo entre las costillas. Yo no me hubiera atrevido a ponerme frente a ella cuando tenía uno de sus arrebatos.

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