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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

Los trabajos de Hércules (35 page)

BOOK: Los trabajos de Hércules
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—¿Que usted le indujo? —la condesa miró incrédulamente al hombrecillo—. ¿Pero cómo? ¿Cómo?

El señor Higgs bajó los ojos avergonzado.

—No sé cómo decirlo ante una dama. Pero hay cosas que los perros no pueden resistir. Un perro me seguirá a cualquier lado si yo quiero. Desde luego, ya comprenderá usted que no podría hacer lo mismo si se tratara de una perra... No; eso es diferente.

La condesa Rossakoff se volvió hacia Poirot.

—¿Por qué? ¿Por qué lo hizo? —preguntó.

—Un perro enseñado a propósito, puede llevar una cosa en la boca hasta que se ordene que la suelte. Durante horas enteras si es preciso. ¿Quiere usted ordenarle que suelte lo que lleva ahora?

Vera Rossakoff lo miró con fijeza; se volvió hacia el perro y pronunció dos palabras.

Las quijadas de
Cerbero
se abrieron y su lengua pareció que caía al suelo.

Poirot se adelantó y recogió una cajita envuelta en una goma esponjosa de color rosa. La destapó y en su interior apareció un paquete de polvo blanco.

—¿Qué es eso? —preguntó vivamente la condesa.

Poirot replicó tranquilamente:

—Droga. Parece que hay poca cantidad; pero basta para valer miles de libras para aquellos que estén dispuestos a pagarlas... Basta para llevar la ruina y la miseria a cientos de personas...

La mujer contuvo el aliento y después gritó:

—Y usted cree que yo... ¡pues no es verdad! ¡Le juro que no es verdad! En tiempos pasados me divertían las joyas, los bibelots, y los objetos raros; son cosas que ayudan a vivir, ya sabe. ¿Y por qué no? ¿Por qué una persona ha de poseer más cosas que otra?

—Eso es lo que opino de los perros —intervino el señor Higgs.

—No tiene usted el sentido de lo bueno y de lo malo —comentó tristemente Poirot dirigiéndose a la condesa.

Ella prosiguió:

—¡Pero drogas... eso no! ¡Porque causan miseria, dolor y degeneración! No tenía idea... ni la más mínima idea, de que mi encantador, inocente y delicioso «Infierno» estaba siendo utilizado para tal propósito.

—Convengo con usted en lo de las drogas —dijo el señor Higgs—. Envenenar a los perros es asqueroso, ¡eso es! Yo nunca tuve nada que ver con tales cosas.

—Pero dígame que me cree, amigo mío —imploró la condesa.

—¡Claro que la creo! ¿Acaso no me he tomado molestias y he dedicado mi tiempo a desenmascarar al organizador de ese tráfico de drogas? ¿Acaso no he llevado a cabo el duodécimo trabajo de Hércules y he sacado a
Cerbero
del infierno para probar mi caso? Y oiga bien esto; no me gusta ver cómo inculpan alevosamente a mis amigos. Sí; porque era usted la que estaba destinada a servir de cabeza de turco, si las cosas salían mal. Las esmeraldas debían ser encontradas en su bolso y si alguien hubiera sido tan listo, como yo, que sospechara que la boca del perro era, en realidad, el escondrijo de las drogas, el perro en todo caso era de usted, ¿no es verdad? Y ese perro obedecía incluso a la
petite Alice
. ¡Sí; ya es hora de que abra usted los ojos! Desde un principio no me gustó esa joven, ni su jerga científica ni la falda y chaqueta que llevaba, con unos bolsillos tan grandes. Eso es; bolsillos. No es natural que una mujer descuide hasta tal punto su aspecto. Y me dijo que lo fundamental era lo que importaba. ¡Aja! Los bolsillos eran fundamentales. En ellos podía traer la droga y llevarse las joyas. Un cambio que hacía mientras bailaba con su cómplice, al que pretendía considerar como un caso psicológico. ¡Buena pantalla! Nadie podía sospechar de la formal y científica psicóloga, con título académico y gafas de concha. Ella introducía la droga de contrabando e inducía a sus pacientes ricos a que se acostumbraran a tomarla. Puso el dinero para montar un club nocturno y dispuso las cosas de forma que figurara como propietario alguien con... digámoslo así... con un pasado turbio. Pero despreció a Hércules Poirot y pensó que podía engañarlo con su charla acerca de niñeras y de chalecos.
Eh bien
, yo ya estaba dispuesto a seguirla. Cuando se apagaron las luces me levanté rápidamente y fui a situarme junto a Cerbero. En la oscuridad oí cómo se acercaba ella. Le abrió la boca al perro y le introdujo dentro el paquete. Pero yo... delicadamente y sin que ella se diera cuenta, le corté con unas tijeras un trozo de la manga de su chaqueta.

Con aire dramático sacó del bolsillo un trocito de tela.

—Vea... es la misma tela a cuadros. La voy a entregar a Japp para que compruebe que pertenece a su chaqueta. Para que la detenga... y diga cuan listos han sido otra vez los de Scotland Yard.

La condesa lo miró con estupefacción. De pronto lanzó un gemido comparable al de una sirena de barco.

—Pero mi
Niki
... mi pobre
Niki
. Esto será terrible para él... —hizo una prolongada pausa—. ¿O acaso cree usted que no...?

—Hay muchas chicas más en América —replicó Hércules Poirot.

—Y si no hubiera sido por usted, su madre estaría en la cárcel... en la cárcel... con el pelo rapado... sentada en una celda y oliendo a desinfectante. Es usted maravilloso... maravilloso.

Se abalanzó sobre Poirot y lo abrazó con todo el fervor de que es capaz la raza eslava. El señor Higgs los miró con aire comprensivo y
Cerbero
volvió a golpear la cola contra el suelo.

En mitad de aquella escena de júbilo se oyó el sonido de un timbre.

—¡Japp! —exclamó Poirot, desasiéndose pronto de la condesa.

—Tal vez será mejor que pase a la otra habitación —dijo ella.

Cuando hubo salido, Poirot se dirigió a la puerta del vestíbulo.

—Oiga, jefe —susurró ansiosamente el señor Higgs—. Será preferible que se mire antes en el espejo, ¿no le parece?

Poirot obedeció e hizo un movimiento de retroceso ante lo que vio. El lápiz de labios y el maquillaje adornaban su cara en fantástico revoltijo.

—Si es el señor Japp, de Scotland Yard, va a pensar lo peor; seguro —comentó el señor Higgs.

Y añadió, mientras sonaba otra vez el timbre de la puerta y Poirot frotaba febrilmente sus bigotes para limpiarlos de aquella grasa colorada:

—¿Qué quiere que haga? ¿Qué me dice de ese podenco?

—Si no recuerdo mal,
Cerbero
volvió al infierno.

—Como guste —dijo el señor Higgs—. A decir verdad, le he tomado un poco de aprecio... aunque no es de la clase que me apaña; demasiado vistoso. E imagínese lo que me costaría entre huesos y carne de caballo. Debe comer más que un león joven.

—Del león de Nemea a la captura de
Cerbero
—murmuró—. Todo completo.

8

Siete días después, la señorita Lemon le presentó una factura a su jefe.

—Perdone, señor Poirot. ¿Debo pagar esto? «Leonora. Florista. Rosas encarnadas. Once libras, ocho chelines y seis peniques, enviadas a la condesa Rossakoff. "El Infierno", 13 End Street, W. C. 1.»

Las mejillas de Poirot se pusieron como las rosas que acababa de mencionar su secretaria. Enrojeció hasta el blanco de los ojos.

—Es conforme, señorita Lemon. Un pequeño... obsequio... para un acontecimiento. El hijo de la condesa ha contraído relaciones formales en América; con la hija de su jefe; un magnate del acero. Las rosas encarnadas son, si mal no recuerdo, sus flores favoritas.

—No está mal —opinó la señorita Lemon—. En esta época del año resultan algo caras.

Hércules Poirot se irguió.

—Hay momentos en que uno no debe reparar en gastos.

Salió de la habitación canturreando una cancioncilla. Su paso era ligero y casi juvenil. La señorita Lemon miró cómo se alejaba. Olvidó su nuevo sistema de archivo. Todos sus instintos femeninos se despertaron en ella.

—¡Válgame Dios! —murmuró—. Quisiera saber... Pero en realidad, ¡a sus años...! Seguramente no...

Notas

[1]
Nurse
, en inglés, significa niñera o enfermera.

[2]
Nombre que aplican los ingleses a todos los extranjeros.

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