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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

Los trabajos de Hércules (31 page)

BOOK: Los trabajos de Hércules
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—Y uno se pregunta, ¿qué es lo que hubiera hecho Hércules?

—¿Se refiere usted al campeón ciclista, señor?

—O simplemente —prosiguió Poirot sin hacer caso de la observación— ¿qué es lo que hizo? Y la respuesta es, George, que viajó sin descanso. Pero, al fin, se vio obligado a solicitar información de Prometeo, según unos, y de Nereo, según otros.

—¿De veras, señor? —dijo George—. Nunca oí hablar de esos dos caballeros. ¿Acaso eran los dueños de unas agencias de viajes, señor?

Hércules Poirot, disfrutando del sonido de su propia voz, siguió:

—Mi cliente, Emery Power, sólo entiende una cosa... ¡acción! Pero no conduce a nada el gastar energías en acciones innecesarias. Hay en la vida, George, una hermosa regla que dice: «Nunca hagas tú mismo lo que otros pueden hacer por ti».

—La encuentro muy razonable, señor.

—Especialmente —añadió el detective al tiempo que se levantaba y se dirigía hacia la librería— cuando no hay que preocuparse por los gastos.

Cogió una carpeta rotulada con la letra D y la abrió por la división que indicaba: «Detectives - Agencias de confianza.»

—El Prometeo moderno —dijo—. Te agradeceré, George, que me escribas unos cuantos nombres y direcciones. Señores Hankerton, Nueva York. Señores Landen y Bosher, Sidney. Señor Giovanni Mezzi, Roma. M. Nahum, Estambul, y señores Roger y Franconard, París.

Esperó a que George acabara de escribir y luego observó:

—Ahora ten la bondad de ver a qué hora salen los trenes para Liverpool.

—Sí, señor. ¿Va usted a Liverpool, señor?

—Me temo que sí. Es posible, George, que deba ir más allá todavía, pero no por ahora.

4

Tres meses más tarde, Hércules Poirot se encontraba sobre un peñasco, mirando la inmensidad del océano Atlántico. Las gaviotas revoloteaban lanzando largos y melancólicos gritos.

Poirot experimentó la sensación, nada extraña en aquellos que llegaban a Inishgowland por primera vez, de que se encontraba en el fin del mundo. Jamás había imaginado nada tan remoto, tan desolado y abandonado. Tenía belleza; una belleza triste y hechizada. La belleza de un pasado lejano e increíble. Allí, en el oeste de Irlanda, no estuvieron nunca los romanos; nunca construyeron un campamento fortificado, ni una calzada útil y cuidada. Era una tierra donde el sentido común y el orden en la vida eran desconocidos.

El detective miró la punta de sus zapatos de charol y suspiró. Se sintió abandonado y solo. Las normas a que ajustaba su vida no eran apreciadas allí.

Sus ojos recorrieron lentamente la desolada costa y luego, una vez más, miraron el ancho mar. Allá lejos, según decía la leyenda, estaban las Islas de la Felicidad, la Tierra de la Juventud.

Murmuró:

—El manzano de los cánticos y el oro...

Y de pronto Hércules Poirot volvió a ser el mismo; el encanto estaba roto y, una vez más, su yo armonizaba con los zapatos de charol y el elegante traje de color gris oscuro.

Desde un lugar no muy lejano llegó a él el tañido de una campana. Sabía lo que quería decir aquel toque. Era un sonido que le había sido familiar desde su infancia.

Recorrió apresuradamente el acantilado y al cabo de unos diez minutos divisó un edificio situado sobre los farallones. Lo rodeaba una alta tapia, cuya única abertura era una gran puerta de madera claveteada. Poirot llegó ante ella y golpeó un enorme llamador de hierro. Después, con toda precaución, tiró de una herrumbrosa cadena y en el interior se oyó el rápido tintineo de una campana.

Se descorrió el panel de la puerta y apareció una cara. Era una cara suspicaz, enmarcada por blanca y almidonada toca. Sobre el labio superior se veía un bigote bastante señalado, pero la voz era de mujer. La voz de lo que Hércules Poirot llamaba una
femme formidable
. Le preguntaron qué deseaba.

—¿Es éste el convento de Santa María de los Ángeles?

La monja contestó con aspereza:

—¿Y qué otra cosa podía ser?

Poirot no se atrevió a replicar a ello.

—Desearía ver a la madre superiora —expuso.

La portera no parecía estar muy de acuerdo con aquel deseo, pero al fin accedió. Corrió las barras, abrió la puerta y condujo a Poirot hasta una habitación pequeña y desnuda donde se recibía a los visitantes del convento.

Al poco rato entró otra monja. El rosario que llevaba pendiente del cinturón se balanceaba y sus cuentas entrechocaban entre sí al andar.

Poirot era católico y entendía perfectamente la atmósfera que le rodeaba en aquel instante.

—Le ruego que me dispense por venir a molestarla,
ma mere
—dijo— Creo que en este convento hay una
religieuse
que en el mundo se llamó Kate Casey.

La madre superiora inclinó la cabeza asintiendo y dijo:

—Así es. En religión, la hermana María Orsula.

—Hay una injusticia que necesita ser reparada —observó el detective—. Y estimo que la hermana María Orsula podrá ayudarme. Tal vez me facilite ciertos informes de mucha importancia.

La madre superiora sacudió la cabeza. Su cara tenía un aspecto de total placidez y su voz era reposada y distante.

—La hermana María Orsula no podrá ayudarle —dijo.

—Pero le aseguro...

—La hermana María Orsula murió hace dos meses.

5

En el bar del hotel de Jimmy Donovan, Hércules Poirot estaba sentado incómodamente, recostado contra la pared. El establecimiento no respondía a la idea general que Poirot tenía de los hoteles y de lo que éstos debían ser. La cama que le dieron estaba rota, así como dos vidrios de la ventana de su habitación, por donde se colaba aquel vientecillo nocturno que tanto desagradaba al detective. El agua caliente que le llevaron estaba solamente tibia y lo que le dieron para comer le estaba produciendo una dolorosa sensación en su interior.

Había cinco hombres en el bar. Hablaban de política. Poirot no pudo entender la mayor parte de lo que decían, pero aquello no le preocupaba mucho.

Al cabo de un rato, uno de los hombres se sentó a su lado. Era ligeramente diferente de los otros. Se notaba que había vivido en la ciudad durante algún tiempo. Con gran dignidad se dirigió a Poirot.

—Le aseguro, señor, que Peggen's Princesse no tiene ninguna posibilidad... acabará la carrera en último lugar... ¡en el mismísimo último lugar! Siga mi consejo... como hacen todos. ¿Sabe usted quién soy yo, señor? ¿Lo sabe? Pues soy Atlas... Atlas, del
Dublin Son...
y he aconsejado ganadores durante toda la temporada. ¿No fui yo quien aconsejó a Larry's Girl? Veinticinco a uno... ¡fíjese...!, veinticinco a uno. Haga caso a Atlas y no se equivocará.

Hércules le miró con extraña reverencia.

—¡
Mon Dieu
, es un presagio! —murmuró con voz trémula.

6

Varias horas después, la luna se asomaba coquetamente de vez en cuando por entre los claros que formaban las nubes. Poirot y su nuevo amigo habían caminado varias millas. El detective cojeaba. Por su mente cruzó la idea de que, al fin y al cabo, debían existir unos zapatos más apropiados para ir por el campo que los de charol que llevaba en aquel momento. George le había insinuado respetuosamente que se llevara un buen par de abarcas.

Poirot no hizo caso de aquella idea, pues le gustaba llevar los pies bien calzados y relucientes. Pero ahora, correteando por aquel pedregoso sendero, se dio cuenta de que había otra clase de calzado...

Su compañero observó de pronto:

—¿No cree que ésta es la mejor forma de ponerme a mal con el cura? No quiero tener un pecado mortal sobre mi conciencia.

—Tan sólo ayudará a devolver al César lo que es del César —aseguró Poirot.

Habían llegado junto a la tapia del convento y Atlas se preparó para ejecutar su parte.

Exhaló un gemido y declaró con voz baja y lastimera que estaba hecho trizas.

Poirot habló con acento autoritario.

—Estése quieto. No es el peso del mundo el que ha de soportar..., sino tan sólo el de Hércules Poirot.

7

Atlas daba vueltas a los billetes de cinco libras.

—Tal vez no me acuerde mañana de la forma en que los he ganado. Estoy muy preocupado pensando lo que va a decir de mí el Padre O'Reilly.

—Olvídese de todo, amigo mío. Mañana el mundo será suyo.

Atlas murmuró:

—¿Y por quién apostaré? Tengo a «Wodking Lad» que es un buen caballo, ¡un caballo estupendo! Y está «Sheila Boyne». Siete a uno me la pagaron una vez.

Se detuvo.

—¿Lo he soñado o he oído que mencionaba usted el nombre de un dios pagano? Hércules ha dicho usted y loado sea Dios, mañana corre un caballo llamado «Hércules» en la carrera de las tres y media.

—Amigo mío —dijo Poirot—, apueste su dinero por ese caballo. Se lo digo yo: «Hércules» no puede fallar.

Y es absolutamente cierto que al día siguiente el caballo «Hércules» de la cuadra del señor Rosslyn, venció inesperadamente las Boynas Stakes, pagándose sesenta a uno.

8

Con mucho cuidado, Hércules Poirot desató aquel paquete tan bien hecho. Primero el papel fuerte exterior, luego quitó el papel intermedio y por fin, el de seda.

Sobre la mesa, frente a Emery Power, puso una relumbrante copa de oro. Esculpido en ella se veía un árbol con manzanas, figuradas por verdes esmeraldas.

El financiero aspiró profundamente el aire.

—Le felicito, monsieur Poirot.

El detective hizo una pequeña reverencia.

Emery Power extendió una mano y tocó el borde de la copa, pasando por él la yema de sus dedos.

Con voz profunda dijo:

—¡Mía!

Poirot convino:

—¡Suya!

El otro lanzó un audible suspiro y se recostó en su asiento. Luego, como si estuviera hablando de un negocio cualquiera, preguntó:

—¿Dónde la encontró?

—En un altar —respondió el detective.

Emery Power lo miró con fijeza.

—La hija de Casey era monja. Iba a hacer los últimos votos cuando murió su padre. Era una muchacha ignorante, pero muy devota. La copa estaba escondida en casa de su padre, en Liverpool. Se la llevó al convento deseando, según creo, ofrecerla como reparación de los pecados de su progenitor. La dio para que se usara a la mayor gloria de Dios. Me figuro que ni las propias monjas se dieron cuenta de su valor. La tomaron, probablemente, como una herencia familiar. Para ellas era un cáliz y como tal lo utilizaron.

—¡Una historia extraordinaria! —opinó el financiero, y añadió—: ¿Qué le guió hasta allí?

Poirot se encogió de hombros.

—Tal vez... un proceso de eliminación. Y, además, la rara circunstancia de que nadie hubiera tratado de desprenderse de la copa. Ello quería significar que se hallaba en un sitio donde no se había dado valor alguno a las cosas materiales. Recordé que la hija de Patrick Casey era monja.

Power observó con efusión:

—Bueno, como le dije antes, le felicito. Dígame a cuánto ascienden sus honorarios y le extenderé un cheque.

—No voy a cobrarle ningún honorario —dijo Poirot.

El otro le contempló asombrado.

—¿Qué quiere decir?

—¿No leyó nunca cuentos de hadas cuando era niño? En ellos suele decir el rey: «Pídeme lo que quieras.»

—Entonces, va usted a pedir algo, ¿verdad?

—Sí; pero no dinero. Simplemente una súplica.

—Bien, ¿de qué se trata? ¿Quiere que le aconseje sobre el mercado de valores?

—Eso sería dinero bajo otra forma. Mi petición es mucho más sencilla.

—¿Qué es?

Poirot puso sus manos sobre la copa.

—Devuélvala al convento.

Hubo un momento de silencio y luego Emery Power preguntó:

—¿Está usted loco?

Hércules Poirot sacudió la cabeza.

—No; no lo estoy. Espere; voy a enseñarle una cosa.

Cogió la copa y con una uña presionó entre las abiertas mandíbulas de la serpiente enroscada al árbol. En el interior se corrió una pequeña porción del fondo, descubriendo una abertura que comunicaba con el pie de la copa, que era hueco.

—¿Ve usted? —dijo Poirot—. Ésta era la copa del papa Borgia. A través de este agujerito pasaba un veneno al líquido que llenaba la copa. Usted mismo dijo que la historia de ella era perversa. Violencia, sangre y malas pasiones acompañaron a su posesión. Y la maldad puede llegar hasta usted si se la queda.

—¡Eso son supersticiones!

—Posiblemente. Pero, ¿por qué tiene tanto interés en poseerla? No será por su belleza ni por su valor. Tendrá usted cientos, tal vez miles de objetos raros y hermosos. Desea poseer ésta para dar satisfacción a su orgullo. Estaba usted determinado a no dejarse vencer.
Eh bien
, lo ha conseguido. ¡Ha ganado! La copa está ya en su poder. Pero ahora, ¿por qué no lleva a cabo un acto grande y desinteresado? Devuélvala al sitio donde se conservó en paz durante cerca de diez años. Deje que la maldad que lleva consigo se purifique allí. Puesto que perteneció a la Iglesia anteriormente, deje que vuelva a ella. Deje que la pongan de nuevo sobre el altar, purificada y absuelta, tal como esperamos que sean purificadas y absueltas de sus pecados las faltas de todos los hombres.

Se inclinó hacia delante.

—Permítame que le describa el lugar donde la encontré... El Jardín de la Paz, mirando sobre el Mar Occidental hacia el olvidado Paraíso de la Juventud y la Eterna Belleza...

Siguió hablando, describiendo con palabras sencillas el remoto encanto de Inishgowland.

Emery Power se había reclinado sobre el respaldo del sillón, con una mano puesta sobre los ojos.

—Nací en la costa occidental de Irlanda —dijo por fin—. Salí de allí, cuando todavía era un muchacho, y me fui a América.

—Algo había oído de eso —observó Poirot.

El financiero se irguió. Sus ojos volvieron a tener su expresión penetrante. Con la sonrisa en los labios, dijo:

—Es usted un hombre extraño, Poirot. Tendrá lo que quiere. Llévese la copa al convento y entréguela como donativo mío. Un regalo costoso. Treinta mil libras... ¿y qué conseguirá a cambio?

Poirot replicó con gravedad:

—Las monjas harán decir misa por la salvación de su alma.

La sonrisa del potentado se ensanchó... Fue una sonrisa anhelante y ansiosa.

—¡Al fin y al cabo, será una inversión! Tal vez la mejor que haya hecho nunca...

9

En el pequeño locutorio del convento, Hércules Poirot relató su historia y devolvió el cáliz a la madre superiora.

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