—Dígale que le damos las gracias y que rezaremos por él —murmuró la monja.
—Necesita de sus oraciones —observó suavemente Hércules Poirot.
—¿Tan infeliz es?
—Sí; tan infeliz que olvidó lo que es la felicidad. Tan infeliz, que él mismo no sabe que lo es.
La mujer comentó:
—¡Ah! Un hombre rico...
Hércules Poirot no replicó... porque sabía que aquello no tenía réplica.
Hércules Poirot viajaba en un vagón del «metro» zarandeado de aquí para allá, tropezando ora con uno de los viajeros, ora con otro. Por su mente pasó el pensamiento de que había demasiada gente en el mundo. Y era cierto que, en aquel preciso momento, las seis y media de la tarde, había mucha gente en el mundo subterráneo de Londres. Calor, ruido, aglomeración, promiscuidad... la incómoda presión de manos, brazos, cuerpos y hombros. Cercado y prensado por extraños.
Todas aquellas jóvenes que le rodeaban eran tan iguales, tan faltas de encanto, tan vacías de atractivo y rica femineidad... ¡Ah! qué no daría él por ver una
femme du monde, chic,
simpática,
spirituelle
...
El tren se detuvo en una estación y la gente salió del vagón empujando a Poirot. El convoy arrancó de nuevo con una sacudida y Poirot se vio lanzado contra una corpulenta mujer cargada de paquetes; murmuró
Pardon
! y a continuación tropezó con un hombre delgado cuya cartera de mano se le incrustó en los riñones. Volvió a decir
Pardon
! Los bigotes se le estaban volviendo lacios.
Quel enfer
! Por fortuna se apeaba en la próxima estación.
Pero aquella estación pareció ser también la elegida por cerca de ciento cincuenta pasajeros más, pues se trataba de la de Piccadilly Circus. Como una gran ola cuando sube la marea, la gente se volcó sobre el andén e instantes después Poirot se vio cercado apretadamente de nuevo en una de las escaleras mecánicas que llevaban a la superficie de la tierra.
Por fin iba a salir de las regiones infernales, pensó el detective...
En aquel momento, una voz gritó su nombre. Sobresaltado, el detective levantó la vista. En la escalera opuesta, en la que descendía, sus incrédulos ojos contemplaron una visión del pasado. Una mujer de formas llenas y extravagantes; con el teñido cabello coronado por un pequeño plastrón de paja, sobre el que se veía todo un pelotón de pájaros de brillante plumaje. Unas pieles de aspectos exóticos colgaban de los hombros.
La pintada boca de la mujer se abrió de par en par y su voz, llena y de acento extranjero, resonó en el cerrado ámbito. Tenía buenos pulmones.
—¡Es él! —gritó—. ¡Es él! ¡
Mon chéri Hércules Poirot
!
—¡Tenemos que vernos otra vez! ¡Insisto en ello!
Pero el propio destino no es menos inexorable que dos escaleras mecánicas cuando se mueven en opuesta dirección. Lenta y despiadadamente, Hércules Poirot subió a la superficie, mientras la condesa Vera Rossakoff se hundía en las profundidades.
Retorciéndose e inclinado sobre el pasamanos, Poirot gritó con desesperación:
—
Chéri
madame..., ¿dónde la podré encontrar...?
La respuesta de ella le llegó confusa desde los abismos. Fue inesperada, aunque en aquel momento parecía extrañamente adecuada...
—En el infierno...
Hércules Poirot parpadeó y volvió a parpadear. De pronto se tambaleó. Había llegado sin darse cuenta a la parte superior de la escalera... y no se acordó de saltar a tiempo. La gente que le rodeaba se desparramó. Hacia uno de los lados, una muchedumbre se apretujaba ante la escalera que descendía. ¿Debía unirse a los que bajaban? ¿Fue aquello lo que quiso decir la condesa? No había duda de que viajar por las entrañas de la tierra, en las horas «punta», era el mismo infierno. Si fue aquello a lo que se refirió la condesa, Poirot estaba completamente de acuerdo con ella...
El detective avanzó con resolución, se introdujo a presión entre la masa de gente y volvió una vez más a las profundidades. Pero al pie de la escalera no había rastro de la condesa.
¿Se dirigió la condesa hacia la línea de Bakerloo o hacia la de Piccadilly? Poirot recorrió los dos andenes, uno tras otro. Pero por ningún lado vio la figura extravagante de la condesa Vera Rossakoff.
Cansado, molido y mortificado en extremo, Hércules Poirot ascendió nuevamente al nivel del suelo y fue a mezclarse con la batahola que reinaba en Piccadilly Circus. Llegó a casa, sintiendo en su interior una agradable agitación.
«En el infierno», había dicho ella. No era posible que le hubieran engañado los oídos.
¿Pero a qué se refería? ¿Al «metro» de Londres? ¿O debía tomar sus palabras en un sentido religioso? Aunque la forma de vida que llevaba hacía presumir que el infierno sería su destino cuando muriera, no era posible que su cortesía fuera a sugerir que Poirot estaba destinado necesariamente al mismo sitio.
Poirot suspiró. Pero no estaba derrotado. En su perplejidad, tomó la determinación más simple y recta. A la mañana siguiente, preguntó a la señorita Lemon, su secretaria.
La señorita Lemon era increíblemente fea, pero eficiente en extremo. Para ella, Poirot no era nadie en particular... era tan sólo su jefe, al que prestaba un excelente servicio. Sus pensamientos y sueños privados se centraban en un nuevo sistema de archivo que estaba perfeccionando en su imaginación.
—Señorita Lemon, ¿puedo hacerle una pregunta?
—Desde luego, monsieur Poirot.
La señorita Lemon dejó de teclear en la máquina de escribir y esperó atenta.
—Si un amigo... o amiga, le citara en el infierno, ¿qué haría usted?
La secretaria, como de costumbre, no titubeó en contestar. Se sabía todas las respuestas.
—Creo que sería aconsejable reservar un mesa por teléfono —dijo.
Poirot la miró estupefacto.
—¿Reservaría... una mesa... por teléfono? —preguntó admirado.
La señorita Lemon asintió y acercó el teléfono.
—¿Para esta noche?
Y tomando la callada por consentimiento, marcó rápidamente un número.
—¿Temple Bar 14578? ¿Es «El Infierno»...? ¿Haría el favor de reservar una mesa para dos? A nombre de monsieur Hércules Poirot; para las once.
Dejó el auricular y sus dedos volvieron a volar sobre las teclas de la máquina de escribir. Sobre su cara se veía un ligerísimo gesto de impaciencia. Parecía decir con él que, una vez cumplida su obligación, esperaba que su jefe le dejara continuar lo que estaba haciendo.
Pero Hércules Poirot necesitaba aclaraciones.
—¿Qué es, entonces, ese infierno? —preguntó.
La señorita Lemon lo miró algo sorprendida.
—¿No lo sabe usted, monsieur Poirot? Es un club nocturno. Hace poco tiempo que lo inauguraron y se ha puesto de moda. Creo que es de una rusa. Si quiere arreglaré las cosas para que le extiendan el carnet de socio antes de la noche.
Y con ello, como haciendo presente que ya había malgastado bastante tiempo, la señorita Lemon volvió a teclear eficientemente en su máquina.
Aquella noche, a las once, Hércules Poirot entró por una puerta sobre la que un letrero de neón mostraba discretamente a intervalos una letra tras otra. Un caballero vestido de frac rojo le ayudó a quitarse el abrigo.
Con un gesto le indicó un tramo de anchas escaleras que descendían al sótano. Sobre cada peldaño había escrita una frase.
La primera decía:
«Mi intención es buena...»
La segunda:
«Borra lo que has hecho y empieza de nuevo.»
La tercera:
«Puedo dejarlo cuando quiera.»
—Las buenas intenciones que pavimentan el camino del Infierno —murmuró Poirot—.
C'est bien imaginé, ça!
Bajó la escalera. Al pie de ella había un estanque lleno de agua en la que flotaban nenúfares encarnados. Sobre él cruzaba un puente cuya forma recordaba la de una barca. Poirot lo atravesó.
A su izquierda, en una especie de gruta de mármol, estaba sentado el perro más grande, negro y feo que Poirot viera jamás. Se mantenía tieso e inmóvil. El detective deseó que no fuera de carne y hueso; pero en aquel instante el perro volvió la fea y feroz cabeza. Del fondo de su negro cuerpo salió un feroz gruñido sordo y apagado. Un sonido terrorífico.
Y entonces, Poirot vio un decorativo cesto lleno de galletas redondas para perros. Encima, un letrero rezaba: «Un regalo para
Cerbero
.»
El perrazo tenía la vista fija en las galletas. Una vez más se oyó el sordo gruñido y Poirot, rápidamente, cogió una galleta y se la lanzó al perro.
Cerbero
abrió la cavernosa boca y después se oyó un chasquido cuando las poderosas quijadas volvieron a cerrarse. El guardián del infierno había aceptado el regalo. Poirot siguió adelante y entró por una puerta abierta.
La sala no era muy grande. Estaba llena de mesitas, rodeando una pista para bailar. La iluminación provenía de unas lamparitas rojas; las paredes estaban adornadas con frescos y en uno de los extremos se veía una parrilla atendida por cocineros vestidos de diablos, con la cola y cuernos incluidos.
De todo ello se dio cuenta Poirot antes de que, con todo el impulso de su naturaleza rusa, la condesa Rossakoff, luciendo un esplendoroso traje de noche encarnado, cayera sobre él, con las manos extendidas.
—¡Ah! ¡Vino usted! ¡Mi querido... mi muy querido amigo! ¡Qué alegría volverlo a ver! Después de tantos años... tantos... ¿cuánto hace? No; no diremos los que son. Para mí, parece que fue ayer. No ha cambiado usted en lo más mínimo.
—Usted tampoco,
chérie amie
—exclamó Hércules Poirot, inclinándose sobre la mano de la dama.
No obstante, se daba cuenta ahora de que veinte años no pasan en balde. La condesa Rossakoff podía calificarse de ruina, sin pecar por falta de caridad. Pero, por lo menos, era una ruina espectacular. La exuberancia y el goce pleno de la vida todavía se veían en ella. Y además sabía mejor que nadie cómo halagar a un hombre.
Arrastró a Poirot hasta una mesa donde estaban sentados dos personas.
—Mi amigo, el célebre amigo monsieur Hércules Poirot —anunció—. ¡El terror de los malhechores! En cierta ocasión le tuve mucho miedo, pero ahora llevo una vida de extremo y virtuoso aburrimiento. ¿No es verdad?
El hombre delgado y ya de años a quien se dirigió contestó :
—Nunca diga que es aburrida, condesa.
—El profesor Liskeard —presentó ella—. El que sabe más cosas acerca de los tiempos pasados y el que me dio acertadas ideas para decorar esto.
El arqueólogo se estremeció ligeramente.
—Si hubiera sabido lo que se proponía... —murmuró—. El resultado no puede ser más aterrador.
Poirot observó detenidamente los frescos. En la pared de enfrente estaba Orfeo dirigiendo una orquestina, mientras Eurídice miraba ansiosa la parrilla. En otra de las paredes Osiris e Isis parecían estar lanzando una barca egipcia de ultratumba. En la tercera pared, varios jóvenes de ambos sexos tomaban el baño, sin más ropas que la que les dio la Naturaleza.
—«La tierra de la eterna juventud» —explicó la condesa. Y sin respirar, completó sus presentaciones—. Y ésta es mi pequeña Alice.
Poirot hizo una ligera reverencia a la segunda ocupante de la mesa; una muchacha de aspecto austero, que llevaba chaqueta y falda a cuadros. Usaba gafas de concha.
—Es muy lista —dijo la condesa Rossakoff—. Ha conseguido graduarse. Es psicóloga y sabe cuál es la causa de que los lunáticos sean lunáticos. No crea que es porque están locos, no. Existen toda clase de razones. Lo encuentro bastante raro.
La muchacha llamada Alice sonrió con amabilidad, aunque con un poco de desprecio. Con voz firme, le preguntó al profesor si quería bailar. El caballero pareció halagado, aunque indeciso.
—Solamente sé bailar el vals, señorita.
—Esto es un vals —replicó pacientemente Alice.
Se levantaron y empezaron a bailar, bastante mal por cierto.
La condesa Rossakoff suspiró. Y siguiendo sus propios pensamientos dijo:
—Y, sin embargo, la chica no está mal en realidad.
—Pero no se arregla —comentó Poirot sentenciosamente.
—Con franqueza —exclamó la condesa—. No consigo entender a la gente joven de ahora. No hacen nada por agradar. En mi juventud ésa era mi gran preocupación. Los colores que me favorecían; un poco de relleno en los trajes; el corsé apretado a la cintura. Y el pelo arreglado de forma que una resultara favorecida...
Se echó hacia atrás los bucles que le caían sobre la frente. Era innegable que todavía trataba de agradar con todas sus fuerzas.
—El contentarse con lo que la Naturaleza le dio a cada uno... me parece estúpido, ¡e insolente! La pequeña Alice escribe páginas y páginas acerca del amor, pero, ¿cuántas veces la ha invitado un hombre a pasar el fin de semana en Brighton? Todo se reduce a palabras retumbantes sobre el trabajo, el bienestar de los obreros y el futuro del mundo. Tiene mérito, no lo niego; pero ¿es divertido? Fíjese en lo gris que esos jóvenes han vuelto el mundo. Todo son reglas y prohibiciones. Nada de eso ocurría cuando yo era joven.
—Y eso me recuerda..., ¿cómo está su hijo, madame? —preguntó Poirot.
En el último momento había dicho «hijo» en lugar de «su pequeño», acordándose de que habían pasado veinte años.
La cara de la condesa se iluminó con entusiasmo maternal.
—¡Mi querido Niki! Ahora es un grandullón, guapo y con unas espaldas... Está en América. Construye puentes, bancos, hoteles, grandes almacenes, ferrocarriles y todo lo que necesitan los americanos.
Poirot pareció estar un poco confundido.
—Entonces, ¿es ingeniero o arquitecto?
—¿Y qué importa eso? —dijo la condesa—. ¡Es adorable! No se preocupa más que de vigas de hierro, maquinaria y lo que llaman resistencia de los materiales. Cosas que nunca yo llegaré a comprender. Pero nos adoramos... siempre nos hemos querido mucho. Por eso quiero también a la pequeña Alice. Sí; están prometidos. Se conocieron en un avión, o un barco... o tal vez en el tren, pero se enamoraron mientras hablaban del bienestar de los obreros. Y cuando ella llegó a Londres vino a verme y la estreché contra mi corazón —la condesa se oprimió con las manos el ancho seno—. Y entonces le dije: «Tú y Niki os queréis; y por lo tanto yo también te quiero... pero si lo amas, ¿por qué lo has dejado en América?» Me habló del «trabajo» que mi hijo estaba llevando a cabo y del libro que ella escribía. Francamente, no lo acabé de entender; pero yo siempre dije que se debe ser tolerante —y sin respirar añadió—: ¿Y qué me dice usted,
chéri ami
, acerca de todo lo que he hecho aquí?