—Nada me gustaría más —exclamó la emprendedora señorita Carnaby.
Poirot advirtió:
—De existir algún riesgo en ello, no creo que será pequeño. Comprenda usted, o todo queda en agua de borrajas, o se trata de algo verdaderamente serio. Y para averiguarlo es necesario que se convierta usted en un miembro del «Gran Rebaño». Le sugiero que exagere el importe del legado que recibió hace poco. Es usted ahora una mujer de buena posición económica, sin ningún objeto definido en la vida. Discuta con su amiga Emmeline acerca de la religión que ella adoptó... y asegúrele que todo son tonterías. Entonces le entrará un ardiente deseo de convertirla a usted. Permita que la convenza para que vaya al «Santuario de las Colinas Verdes». Y una vez allí deberá usted rendirse ante los poderes persuasorios y la influencia magnética del doctor Andersen. Creo que puedo encargarle con confianza este papel.
La señorita Carnaby sonrió con modestia y murmuró:
—Me parece que lo desempeñaré muy bien.
—Bueno, amigo mío, ¿qué es lo que ha averiguado?
El inspector jefe Japp miró pensativamente al hombrecillo que había hecho la pregunta y replicó con acento desilusionado:
—Nada de lo que a mí me gustaría, Poirot. No sabe cómo aborrezco a esos chiflados de largos cabellos y nuevas ideas religiosas. Sólo se ocupan de embaucar a las mujeres, con esas sartas de tonterías. Pero ese tipo es cuidadoso; no hay nada que pueda achacársele. El asunto parece cosa de locos, pero es inofensivo.
—¿Se enteró de los antecedentes del doctor Andersen?
—Le he dado un repaso a su historial. Fue un buen químico, que prometía mucho, pero lo despidieron de una Universidad alemana. Al parecer, su madre era judía. Le gustó siempre el estudio de las religiones y mitos orientales, gastaba en ello su tiempo libre y ha escrito varios artículos sobre el particular... Algunos de ellos verdaderas tonterías.
—¿Es posible, por lo tanto, que sea un fanático auténtico?
—Yo estaría dispuesto a asegurarlo.
—¿Y qué me dice de los nombres y direcciones que le di...?
—No hay nada que hacer por ese lado. La señorita Everitt murió de colitis ulcerativa. El médico que la asistió está completamente seguro de que no hubo nada sucio. La señora Lloyd falleció a causa de una bronconeumonía. Lady Western de tuberculosis; sufría ese mal desde hacía muchos años... antes de que entrara a formar parte de esta secta. La señorita Lee murió de fiebres tifoideas, atribuidas a una ensalada que comió en el norte de Inglaterra. Tres de ellas enfermaron y murieron en su propio domicilio; la señora Lloyd falleció en un hotel del sur de Francia. Por lo que se refiere a estas muertes, no hay nada que pueda relacionarlas con el «Gran Rebaño», o con la finca de Andersen en el Devonshire. Debe ser pura coincidencia. Todo está perfectamente en orden.
Hércules Poirot suspiró y dijo:
—Y, sin embargo, amigo mío, tengo el presentimiento de que éste va a ser el décimo «trabajo» de Hércules, y de que el doctor Andersen es Gerión, al monstruo al que debo destruir.
Japp lo miró con curiosidad.
—Oiga, Poirot, ¿no habrá usted leído libros raros últimamente?
El detective replicó con dignidad:
—Mis observaciones son, como de costumbre, pertinentes, completas y muy en su punto.
—Debe usted fundar una nueva religión con el credo de «No hay nadie más listo que Hércules Poirot. Amén.» Repítase
ad libitum
.
—Lo más maravilloso que encuentro aquí es la paz que se disfruta —observó la señorita Carnaby respirando profunda y embelesadamente.
—Ya te lo dije, Amy —replicó Emmeline Clegg.
Las dos amigas estaban sentadas en la ladera de una colina, desde la que se contemplaba el mar, de magnífico color azul. La hierba era intensamente verde y tanto la tierra como los acantilados tenían una tonalidad rojiza. La finca, conocida ahora por «El Santuario de las Colinas Verdes», era un promontorio de unos seis acres de extensión.
Sólo una estrecha faja de tierra lo unía a la costa, por lo que casi podía considerarse como una isla.
La señora Clegg murmuró con sentimiento:
—La tierra roja... la tierra de resplandor y promesas, donde un triple destino se cumplirá.
Su amiga suspiró profundamente y dijo:
—Creo que el «Maestro» se expreso muy bien en el servicio de anoche.
—Pues espera a la fiesta que celebraremos hoy —contestó la otra mujer—. ¡La plena Madurez de los Pastos!
—Tengo verdadera ansiedad por ver en qué consiste —le dijo la señorita Carnaby.
—Experimentarás una sensación espiritual inefable —le prometió su amiga.
Hacía una semana que la señorita Carnaby se encontraba en el «Santuario de las Colinas Verdes».
Al llegar expresó su actitud de la siguiente manera:
—¿Pero qué tonterías son éstas? En realidad, Emmie, una mujer sensata como tú, etcétera, etcétera.
Durante su primera entrevista con el doctor Andersen dejó bien sentada su posición.
—No quiero que crean que estoy aquí con falso pretexto, doctor Andersen. Mi padre fue pastor de la Iglesia anglicana y yo nunca vacilo en mis creencias. No me gustan las doctrinas idólatras.
Y aquel hombre de recia figura y de cabellos dorados le sonrió dulce y comprensivamente. Miró con indulgencia la rolliza y belicosa figura de la mujer, sentada erguidamente en su silla.
—Mi apreciada señorita Carnaby —dijo—. Es usted amiga de la señora Clegg y como tal le damos la bienvenida. Y, créame, nuestras doctrinas no son idólatras. Aquí son bien recibidas todas las religiones y a todas se les respeta por igual.
—Eso no puede ser —replicó la fiel hija del difunto reverendo Thomas Carnaby.
Reclinándose en su asiento, el «Maestro» murmuró con voz de ricos tonos:
—«En la casa de mi Padre hay muchas moradas», recuerde eso, señorita Carnaby.
Cuando salió de su entrevista, la visitante musitó al oído de su amiga:
—Tenías razón; es un hombre atrayente.
—Sí —convino Emmeline Clegg—. Y con una fuerza espiritual maravillosa.
La señorita Carnaby estaba de acuerdo con ello. Era verdad... Había sentido alrededor de ella como una aura extraterrena... espiritual...
Se contuvo haciendo un esfuerzo. No estaba allí para caer presa de la fascinación espiritual o como fuera, del «Gran Pastor». Trató de acordarse de Hércules Poirot; pero parecía tan lejano y apegado a las cosas materiales...
—Amy —se dijo a sí misma la señorita Carnaby—, contente y recuerda el objeto que te trajo aquí...
Pero a medida que pasaban los días, se dio cuenta de la facilidad con que se sometía al encanto de las Colinas Verdes. A la paz y a la sencillez; a la simple, aunque deliciosa comida; a la hermosura de los servicios, con sus cantos de amor y adoración; a las palabras conmovedoras del «Maestro», que apelaba a todo lo mejor y más sublime de la humanidad... Las luchas y la fealdad del mundo habían quedado fuera. Allí sólo reinaba la paz y el amor...
Y aquella noche se celebraba la gran fiesta estival: la fiesta de «La Madurez de los Pastos». Durante ella, Amy Carnaby sería iniciada; se convertiría en una oveja más de las componentes del «Rebaño».
La fiesta tuvo lugar en el edificio del hormigón blanco y resplandeciente, que los iniciados llamaban «El Sagrado Redil». Los devotos se congregaron antes de ponerse el sol. Todos llevaban capas de piel de carnero; los brazos desnudos y sandalias en los pies. En el centro del «Redil», sobre una plataforma, estaba el doctor Andersen. Los dorados cabellos, los ojos azules y su barba rubia y hermoso perfil, le hacían parecer más atrayente que nunca. Vestía una túnica verde y en la mano llevaba un áureo cayado de pastor.
Levantó el bastón y un silencio sepulcral se hizo.
—¿Dónde están mis ovejas?
—Aquí estamos, ¡oh, «Pastor»!
—Levantad vuestros corazones con júbilo y gratitud. Ésta es la fiesta de la alegría.
—Es la fiesta de la alegría y estamos llenos de ella.
—No habrá más penas para vosotros; ni más dolores. ¡Todo es gozo!
—Todo es gozo...
—¿Cuántas cabezas tiene el «Pastor»?
—Tres cabezas: una de oro, otra de plata y otra de resonante bronce.
—¿Cuántos cuerpos tiene la «Oveja»?
—Tres cuerpos: uno de carne, otro de corrupción y otro de luz.
—¿Cómo podréis entrar a formar parte del «Rebaño»?
—Por el «Sacramento de Sangre».
—¿Estáis preparados para el «Sacramento»?
—Lo estamos.
—Vendaos los ojos y tended el brazo derecho.
Sumisamente, los congregados se vendaron los ojos con los pañuelos verdes que traían con tal propósito. La señorita Carnaby, al igual que todos los demás, tendió el brazo.
El «Gran Pastor» recorrió las filas de su «Rebaño». Se oían pequeños gritos; gemidos, tanto de dolor como de éxtasis.
La señorita Carnaby pensó:
«¡Qué cosa tan blasfema! Es lamentable esta forma de histeria religiosa. Permaneceré absolutamente sosegada y observaré las reacciones de los demás. No quiero dejarme llevar... no quiero...»
El «Gran Pastor» había llegado frente a ella. Sintió cómo le cogía el brazo y luego experimentó un dolor agudo y punzante, como el producido por una aguja.
La voz del «Pastor» murmuró:
—El «Sacramento de Sangre» que proporciona gozo y alegría...
Y pasó adelante.
Al poco rato se oyó una orden.
—Quitaos las vendas y disfrutad de los placeres del espíritu.
El sol se ponía en aquel instante. La señorita Carnaby miró a su alrededor. Salió lentamente del «Redil», junto con los demás. De pronto se sintió ingrávida y feliz. Se recostó en una pradera herbosa y suave. ¿Cómo llegó a pensar alguna vez que era una mujer solitaria, entrada en años, a quien nadie necesitaba? ¡La vida era maravillosa! ¡Ella misma era maravillosa! Se le había conferido el poder de pensar... de soñar. No había nada que ella no pudiera llevar a cabo.
Sintió en su interior una ráfaga de felicidad. Miró a los que la rodeaban; parecían que, de pronto, hubieran crecido hasta alcanzar una inmensa estatura.
«Como árboles que anduvieran...», pensó reverentemente.
Levantó la mano. Fue un gesto imperioso; con él podía dominar la tierra. César, Napoleón, Hitler... ¡pobres y miserables tipejos! No tenían ni idea de lo que ella, Amy Carnaby, era capaz de hacer. Mañana arreglaría la paz mundial y la confraternidad internacional. No habría más guerras, ni pobreza, ni enfermedades. Ella se encargaría de trazar el diseño de un nuevo mundo.
Pero no había por qué apresurarse. El tiempo era infinito... Un minuto sucedía a otro minuto y una hora a otra hora. Los miembros de la señorita Carnaby parecían pesar como el plomo, pero su mente volaba. Podía errar a voluntad por todo el Universo. Durmió, durmió y soñó. Grandes espacios... vastas edificaciones... un nuevo y maravilloso mundo...
Aquella visión fue borrándose gradualmente. La señorita Carnaby bostezó y estiró sus piernas entumecidas. ¿Qué había ocurrido desde ayer? La noche anterior tuvo un sueño...
La luna brillaba en el cielo y a su luz, la señorita Carnaby pudo ver la hora en su reloj. Estupefacta, comprobó que las manecillas señalaban las diez menos cuarto. Sabía que el sol se puso a las ocho y diez. ¿Sólo hacía una hora y treinta y cinco minutos? Imposible; y, sin embargo...
—Muy interesante —se dijo la señorita Carnaby.
Hércules Poirot advirtió:
—Debe obedecer con todo cuidado mis instrucciones, ¿comprende?
—Desde luego, señor Poirot. Puede confiar en mí.
—¿Les dijo ya algo sobre su intención de aportar su dinero para ayudar al culto?
—Sí, señor Poirot. Hablé yo misma con el «Maestro»... oh, perdone, con el doctor Andersen. Le dije muy emocionada que todo aquello había sido para mí como una revelación maravillosa; que había empezado mofándome y terminaba por ser una creyente más. Me... me pareció muy natural decir todas esas cosas. Sepa usted que el doctor Andersen tiene un gran atractivo magnético.
—Ya me doy cuenta —replicó Poirot con sequedad.
—Tiene unas maneras convincentes en extremo. Da la genuina impresión de que el dinero no le preocupa en lo más mínimo. «Contribuya con lo que buenamente pueda», me dijo, sonriendo como sólo él sabe hacerlo. «Si no puede dar nada, no importa. No por eso dejará de pertenecer al "Rebaño".» «¡Oh, doctor Andersen! —dije yo—. No estoy tan mal de dinero, como para eso. Justamente acabo de heredar una considerable suma que me legó un pariente lejano y, aunque en realidad no he tocado todavía ni un penique de ella, pues he de esperar a que se cumplimenten todas las formalidades legales, hay una cosa que deseo hacer en seguida.» Y entonces le expliqué que iba a redactar un testamento y que deseaba dejar a la Humanidad todo lo que tenía, haciendo constar, además, que carecía de parientes cercanos.
—Y él aceptó graciosamente el ofrecimiento, ¿verdad?
—No mostró gran interés. Dijo que pasarían muchos años antes de que yo abandonara este mundo; que estaba destinada a tener una larga existencia, pletórica de gozo y satisfacciones espirituales. Sabe hablar de una forma muy conmovedora.
—Así parece.
Al decir esto, la voz de Poirot tenía un tono áspero.
—¿Mencionó usted su salud? —preguntó.
—Sí, señor Poirot. Le dije que había sufrido una afección pulmonar, la cual se me reprodujo más de una vez; pero que gracias a un tratamiento especial que me dieron en un sanatorio, hacía varios años, confiaba en que mi curación era ya completa.
—¡Excelente!
—Pues no veo la necesidad de que vaya diciendo por ahí que estoy tísica, cuando mis pulmones no pueden estar más sanos.
—Debe llegar al convencimiento de que es necesario. ¿Se refirió usted a su amiga?
—Sí. Le conté, como una confidencia, que mi querida Emmeline, además de la fortuna que heredó de su marido, heredaría dentro de poco una cantidad todavía mayor que le dejaría una tía suya, que la quería mucho.
—Muy bien, esto salvaguardará a la señora Clegg durante algún tiempo.
—¡Oh, señor Poirot! ¿Cree usted de verdad que hay algo malintencionado en todo ello?
—Eso es lo que me propongo averiguar. ¿Ha conocido en el «Santuario» a un tal señor Cole?
—La última vez que estuve allí, había un señor que se llamaba así. Un hombre bastante raro. Lleva pantalones cortos de color verde hierba, y no come más que coles. Es un creyente muy fervoroso.