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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

Los trabajos de Hércules (24 page)

BOOK: Los trabajos de Hércules
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—Debe tener usted un poco de paciencia —dijo el detective.

4

Ashley Lodge, la residencia del general Grant, no era una casa de grandes dimensiones. Estaba situada en la ladera de una colina; tenía buenos establos y un jardín bastante descuidado.

Su interior estaba, como diría un corredor de fincas, «completamente amueblado». Panzudos Budas contemplaban a los visitantes desde diversas hornacinas. Bandejas y mesas de bronce de Benarés ocupaban la mayor parte del espacio disponible. Procesiones de elefantes adornaban las repisas de las chimeneas y afiligranados trabajos de bronce colgaban de las paredes.

En mitad de este hogar angloindio estaba sentado el general Grant, ocupando un raído sillón, mientras una de sus piernas, envuelta en vendajes, reposaba en otra silla.

—Gota —explicó—. ¿No tuvo nunca gota, señor... ejem... Poirot? ¡Le despierta a cualquiera un genio de mil diablos! Mi padre tuvo la culpa. Bebió Oporto toda su vida... igual que mi abuelo; y entre los dos me hicieron la pascua. ¿Quiere usted una copa? Toque esa campanilla para que acuda mi asistente.

Apareció un criado tocado con un turbante. El general Grant se dirigió a él llamándole Abdul, y le ordenó que trajera el whisky y un sifón. Cuando volvió el sirviente, su amo vertió una ración tan generosa que Poirot se vio obligado a protestar.

—Siento no poder acompañarle, señor Poirot —el hombre miró con tristeza el vaso—. El «wallah» médico me ha dicho que es veneno para mí. No creo que sea para tanto. Los médicos son unos ignorantes. Parece como si disfrutaran de privar a un hombre de lo que le gusta, tanto de comer como de beber. Y permite solamente que tome una porquería como es el pescado hervido. ¡Pescado hervido... puaf!

Indignado, el general movió su pie enfermo, lo que le hizo lanzar un alarido de agonía y dolor y algunas fuertes expresiones.

Pidió perdón por su léxico.

—Me siento como un oso con dolor de cabeza. Mis chicas dejan el campo libre cuando tengo uno de los ataques de gota. No creo que deba recriminarles por ello. He oído decir que conoce usted a una de ellas.

—Si; he tenido ese gusto. ¿Tiene usted varias hijas?

—Cuatro —replicó el general lúgubremente—. Ni un chico entre ellas. Cuatro deslumbrantes muchachas. En estos días constituyen un problema.

—Tengo entendido que todas son encantadoras.

—No están mal del todo... no están mal. Pero nunca puedo saber qué es lo que se proponen. No se puede dominar a las muchachas en estos tiempos. Son tiempos de indisciplina... demasiada libertad. ¿Qué puede hacer uno? No puedo encerrarlas, ¿no le parece?

—Supongo que gozarán de popularidad entre el vecindario.

—Algunas de las viejas no las pueden ver —dijo el viejo militar—. Hay mucho borrego disfrazado de cordero por estos alrededores. Uno debe tener cuidado. Casi me pesca una de esas viudas de ojos azules. Solía rondar por aquí, ronroneaba como un gato... «¡Pobre general Grant... qué vida tan interesante ha debido pasar!» —el general levantó un dedo y se lo aplicó a la nariz—. Es demasiado descaro, señor Poirot. Pero, al fin y al cabo, éste es un rincón del mundo que no está del todo mal. Me gustaba el campo cuando se vivía en el campo... sin automóviles, ni
jazz
, ni la vociferante y latosa radio. Jamás permití que instalaran una en casa. Un hombre tiene perfecto derecho a gozar de un poco de paz en su propio hogar.

Suavemente, Poirot condujo la conversación hasta que se refirió a Anthony Hawker.

—¿Hawker? ¿Hawker? No le conozco. Sí; sí le conozco. Un tipo de aspecto asqueroso; tiene los ojos demasiado juntos. No se fíe de nadie que sea incapaz de mirarle a la cara.

—Es amigo de su hija Sheila, ¿verdad?

—¿De Sheila? No lo sabía. Las chicas nunca me dicen nada —arrugó el entrecejo, mientras los ojos azules y penetrantes miraban sin pestañear a Hércules Poirot—. Oiga, señor Poirot, ¿a qué viene todo esto? ¿Tendría inconveniente en decirme para qué ha venido a verme?

Poirot contestó lentamente:

—Eso va a ser un poco difícil... tal vez ni yo mismo lo sepa. Sólo le diré esto: su hija Sheila y quizá todas sus hijas tienen amistades poco recomendables.

—Se han unido a una pandilla de sinvergüenzas, ¿verdad? Algo me temía yo. He oído algunas cosas por ahí —miró patéticamente a Poirot—. Pero, ¿qué he de hacer yo, señor Poirot? ¿Qué he de hacer yo?

El detective sacudió perplejo la cabeza.

El general Grant prosiguió:

—¿Y qué es lo que pasa con esa pandilla a la que se han juntado?

Poirot contestó con otra pregunta:

—¿No ha notado, general, si alguna de sus hijas ha estado caprichosa y excitada... y luego deprimida, nerviosa y de un talante...?

—¡Maldita sea! Habla usted como si fuera médico. No; no me di cuenta de nada de todo eso.

—Menos mal —dijo Poirot con gravedad.

—¿Qué diablos significa todo eso, caballero?

—¡Drogas!

—¿Qué?

La palabra pareció un rugido.

Poirot prosiguió:

—Se ha intentado convertir a su hija Sheila en una adicta de las drogas. El hábito se adquiere rápidamente. Una semana o dos son suficientes. Cuando una persona se habitúa a ellas es capaz de pagar y hacer cualquier cosa, con tal de conseguir nuevas dosis. Puede imaginarse qué sabrosos resultados económicos conseguirá el encargado de repartirlas.

Escuchó en silencio las palabrotas que con furia y en voz baja salían de los labios del general. Luego, cuando se aquietó algo, con una final y escogida descripción de lo que él, el general, haría con aquel perro tiñoso, si lo cogiera, Hércules Poirot observó:

—Primero, como dicen ustedes por aquí, tenemos que coger la liebre. Una vez que hayamos atrapado al que distribuye la droga, tendré mucho gusto en entregárselo, general.

Se levantó; tropezó con una mesilla profusamente labrada y recobró el equilibrio asiéndose al general.

—Mil perdones —murmuró—. Debo rogarle... entiéndame bien, le ruego que no diga nada de esto a sus hijas.

—¿Qué? Voy a hacer que me digan la verdad, ¡eso es lo que haré!

—Eso es precisamente lo que usted no debe hacer. Todo lo que conseguirá será una sarta de mentiras.

—Pero, ¡maldita sea...!

—Le aseguro, general Grant, que lo mejor para usted es no decir nada. Es necesario... ¿comprende? ¡Necesario!

—Bueno; lo haré si ése es su gusto —gruñó el veterano.

Había sido dominado, pero no convencido.

Hércules Poirot caminó con sumo tiento por entre los bronces indios y salió de allí.

5

El salón de la señora Larkin estaba lleno de gente.

La propia dueña de la casa estaba preparando combinados en una mesilla auxiliar. Era una mujer alta, de pelo castaño claro, recogido sobre la nuca. Sus ojos tenían un matiz más bien verde que gris, con grandes y negras pupilas. Sus movimientos eran fáciles, con una especie de gracia siniestra. Parecía tener poco más de treinta años. Sólo un examen más detenido revelaba las arrugas que se le formaban junto a los ojos. Aquello denunciaba que, por lo menos, tenía diez años más de lo que aparentaba.

Hércules Poirot había sido llevado allí por una señora de mediana edad, amiga de lady Carmichael. El detective se vio de pronto con un combinado en la mano, mientras se le indicaba que llevara otro a una muchacha que estaba sentada junto a la ventana. La chica era de baja estatura y rubia. Tenía la cara sonrosada y de sospechosa expresión angelical. Sus ojos, según apreció Poirot en seguida, parecían estar alerta.

—A su eterna salud, mademoiselle —brindó el detective.

Ella inclinó la cabeza y bebió.

Luego dijo repentinamente:

—Usted conoce a mi hermana.

—¿Su hermana? ¿Es usted, entonces, una de las hermanas Grant?

—Soy Pam Grant.

—¿Y dónde está su hermana hoy?

—Ha salido de cacería. Debe regresar dentro de poco.

—Conocí a su hermana en Londres.

—Ya lo sabía.

—¿Se lo dijo ella?

Pam Grant asintió y preguntó:

—¿Se encontraba en algún apuro?

—¿Pero es que no se lo contó todo?

La muchacha sacudió la cabeza.

—¿Estaba allí Tony Hawker? —preguntó.

Antes de que Poirot pudiera contestar se abrió la puerta y entraron Hawker y Sheila Grant. Ambos vestían equipo de caza y ella llevaba una mancha de barro en una de sus mejillas.

—Hola, amigos; venimos por una copa. El frasco de Tony está seco por completo.

Poirot murmuró:

—Hablando del ruin de Roma...

Pam Grant replicó:

—Más que ruin.

—¿Esas tenemos? —comentó secamente Poirot.

Beryl Larkin se adelantó.

—¿Ya estás aquí, Tony? Cuéntame cómo ha ido todo. ¿Habéis batido el matorral de Gelert?

Diestramente se lo llevó hacia un sofá situado al lado de la chimenea. Poirot vio cómo el joven volvía la cabeza y miraba a Sheila, antes de seguir a la señora Larkin.

Sheila había visto al detective. Titubeó durante unos instantes, pero luego se dirigió hacia donde estaban él y su hermana.

—¿Fue usted, entonces, quien estuvo ayer en casa? —le preguntó de súbito.

—¿Se lo ha dicho su padre?

Ella negó con la cabeza.

—Abdul lo descubrió. Yo... me figuré...

Pam intervino:

—¿Fue usted a hablar con papá?

—Pues... sí —respondió Poirot—. Tenemos... varios amigos comunes.

—No lo creo —dijo Pam con sequedad.

—¿Qué es lo que no cree? ¿Que su padre y yo tenemos amigos comunes?

La muchacha se ruborizó.

—No sea estúpido. Quería decir... que ésa no fue, en realidad, la razón de su visita...

Se dirigió a su hermana:

—¿Por qué no dices nada, Sheila?

La joven pareció sobresaltarse.

—¿No tenía... nada que ver con Tony Hawker? —preguntó.

—¿Por qué tenía que ser así? —replicó Hércules Poirot.

Sheila enrojeció y sin replicar se dirigió hacia donde estaban los demás invitados.

Con súbita vehemencia, pero en voz baja, Pam contestó:

—No me gusta Tony Hawker. Tiene... un aire siniestro; y ella también. Me refiero a la señora Larkin. Mírelos ahora.

Poirot siguió la mirada de la joven.

La cabeza de Hawker estaba junto a la de la señora Larkin. Parecía que el joven trataba de apaciguarla. La voz de la mujer se oyó durante un instante.

—...pero no puedo esperar. Lo quiero ahora.

Poirot comentó mientras sonreía:


Les femmes
... sea lo que sea... lo quieren todo en seguida, ¿verdad?

Pero Pam Grant no contestó. Tenía la cabeza inclinada y, con mano nerviosa, se alisaba la falda una y otra vez.

El detective murmuró:

—Usted es completamente diferente de su hermana, mademoiselle.

Ella levantó la cabeza, como si le causaran impaciencia las trivialidades.

—Monsieur Poirot, ¿qué es lo que Tony le está dando a Sheila? ¿Qué es lo que la está volviendo... diferente?

El detective miró con fijeza.

—¿No ha tomado nunca drogas, señorita Grant? —preguntó.

La joven sacudió la cabeza.

—¡Oh, no! ¿Es eso? ¿Drogas? Es una cosa peligrosa.

En aquellos momentos, con una copa en la mano, llegaba hasta ellos Sheila Grant.

—¿Qué es peligroso? —preguntó.

—Estamos hablando de los peligros que encierra el hábito de las drogas. De la muerte lenta que sufre el cuerpo y el alma, de la destrucción de todo lo que hay de bueno y hermoso en un ser humano —dijo Poirot.

Sheila Grant contuvo el aliento. La mano que sostenía la copa tembló y el licor se derramó por el suelo.

El detective prosiguió:

—Creo que el doctor Stoddart ya le hizo ver claramente qué representa esa muerte lenta... Es muy fácil de hacer... pero dificilísimo de deshacer. La persona que deliberadamente se aprovecha de la degradación y la miseria de los demás es como un vampiro.

Dio la vuelta y se alejó. Detrás de él oyó como Pam decía:

—¡Sheila!

Y un susurro... un ligero susurro... de Sheila Grant. Fue tan leve que a duras penas pudo oír lo que decían:

—El frasco...

Hércules Poirot se despidió de la señora Larkin y salió al vestíbulo. Sobre la mesa se veía un frasco, a manera de cantimplora, junto a un látigo y un sombrero. El detective lo cogió y vio que llevaba las iniciales «A. H.».

—¿Estará vacío el frasco de Tony? —murmuró Hércules Poirot.

Lo sacudió ligeramente. No parecía que contuviera licor. Desenroscó el tapón.

El frasco de Tony Hawker no estaba vacío. Estaba lleno... de polvo blanco...

6

Hércules Poirot conversaba con una muchacha en la terraza de la finca de lady Carmichael.

—Es usted muy joven, mademoiselle —dijo el detective—. Estoy convencido de que, en realidad, nunca ha sabido lo que estaba haciendo; y sus hermanas tampoco. Se han estado alimentando de carne humana como las yeguas de Diomedes.

Sheila se estremeció y exhaló un suspiro.

—Es terrible si se considera así. ¡Y sin embargo, es verdad! Nunca me di cuenta de ello hasta aquella noche en Londres, cuando me habló el doctor Stoddart. Fue tan sincero... y lo expuso con tanta seriedad... Entonces vi claro cuan perverso era lo que había estado haciendo... Antes de ello, yo creía que... era una cosa como beber en horas prohibidas... algo que la gente estaba dispuesta a pagar; pero que no tenía ninguna consecuencia fatal.

—¿Y ahora? —preguntó Poirot.

—Haré lo que me ordene —contestó Sheila Grant—. Hablaré con las otras —y añadió—: No creo que el doctor Stoddart quiera volver a dirigirme la palabra.

—Al contrario —dijo el detective—. Tanto el doctor Stoddart como yo estamos dispuestos a ayudarla en todo lo que podamos. Puede tener usted confianza en nosotros. Pero hay que hacer una cosa. Hay una persona que debe ser destruida, aniquilada por completo; y sólo usted y sus hermanas pueden lograrlo. Las pruebas que pueden presentar ustedes cuatro constituyen el único medio para poder condenarla.

—¿Se refiere usted... a mi padre?

—A su padre no, mademoiselle. ¿No le he dicho nunca que Hércules Poirot lo sabe todo? La fotografía de usted fue fácilmente identificada por la policía. Usted es Sheila Kelly... una joven reincidente ladrona de establecimientos comerciales, que fue enviada a un reformatorio hace algunos años. Cuando salió del reformatorio conoció a un nombre que se hacía llamar general Grant y que le ofreció este empleo... el empleo de «hija». Le prometió mucho dinero; mucha diversión y una vida fácil. Todo lo que debía hacer usted era introducir el uso del «rapé» entre sus amigos, pretendiendo siempre que se lo había dado otra persona. Sus «hermanas» estaban en el mismo caso.

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