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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

Los trabajos de Hércules (10 page)

BOOK: Los trabajos de Hércules
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—¿Y está usted completamente segura de que no sabe la dirección actual de la señorita Valetta?

Las medias coronas volvieron a sonar incitantemente. La respuesta llegó con acento verídico.

—Quisiera saberlo, pues tendría mucho gusto en decírselo. Pero ya ve... se marchó de pronto y así quedó la cosa.

—Sí; así quedó la cosa...

3

Ambrose Vandel tuvo que dejar a la fuerza la entusiasta descripción de un decorado que estaba preparando para un nuevo ballet y facilitó sin rodeos los informes que le pedían.

—¿Sanderfield? ¿George Sanderfield? Un sujeto desagradable. Forrado de billetes, pero dicen que es un bribón. ¡Una buena pieza...! ¿Algo con una bailarina? Desde luego... tuvo un asunto con Katrina. Katrina Samoushenka. Seguramente la habrá visto usted bailar. Es... es deliciosa. «El cisne de Tounela»... debe haberlo visto usted. Y eso de Debussy ¿o de Mannine?...
La biche au bois
. Ella bailó Con Michel Novgin. También es un magnífico bailarín, ¿no es cierto?

—¿Era amiga de George Sanderfield?

—Sí; solía pasar los fines de semana en la finca que él tiene junto al río. Creo que da unas fiestas espléndidas.

—¿Le sería posible,
mon chéri
, presentarme a mademoiselle Samoushenka?

—Pero, mi querido amigo, ¡si la chica ya no está en Londres! Se fue a París o a cualquier otro lado, con bastante precipitación por cierto. Dijeron que era una espía bolchevique o algo así. Yo, personalmente no lo creo; pero ya sabe usted cuánto gusta a la gente decir cosas como éstas. Katrina siempre pretendió ser una rusa blanca... su padre fue un príncipe o un gran duque... ¡lo de siempre! Viste mucho más —Vandel hizo una pausa y volvió a la conversación que más le absorbía— como le iba diciendo, si quiere usted captar el
esprit
de Bathsheba, debe profundizar adecuadamente en la tradición semítica. Yo lo expreso con...

Y siguió charlando animadamente.

4

La entrevista que Hércules Poirot concertó con sir George Sanderfield no empezó bajo buenos auspicios.

La «buena pieza», como había dicho Ambrose Vandel, estaba ligeramente mosqueado por aquella visita. Sir George era un hombre bajo y fornido, de cabello basto y pescuezo grueso y grasiento.

—Bien, monsieur Poirot —dijo—. ¿En qué puedo servirle? Creo que... no nos conocíamos antes de ahora.

—No. No habíamos sido presentados.

—Bueno. ¿De qué se trata? Le confieso que siento gran curiosidad por saberlo.

—Oh; no es nada de particular... una simple información.

El otro soltó una risita nerviosa.

—Quiere que le dé algún informe de carácter reservado, ¿verdad? No sabía que le interesaban los negocios.

—No se trata de los
affaires
. Es una cuestión relacionada con una dama.

—Ah; una mujer.

Sir George se inclinó en el sillón y pareció descansar. Su voz tenía ahora un tono más tranquilo.

—Según creo —dijo Poirot—, conocía usted a mademoiselle Katrina Samoushenka.

Sanderfield rió.

—Sí. Una criatura encantadora. Es una lástima que se haya ido de Londres.

—¿Cuándo se marchó?

—Pues, francamente, no lo sé. Supongo que se enfadaría con la Dirección. Era una temperamental... un genio muy ruso. Siento no poder ayudarle, pero no tengo ni la más mínima idea de dónde debe estar ahora. No he sabido más de ella.

Su voz tenía un acento de despedida cuando se levantó.

—Pero no es a mademoiselle Samoushenka a quien me interesa encontrar —observó Poirot.

—¿De veras?

—No; se trata de su doncella.

—¿Su doncella? —Sanderfield miró fijamente al detective.

—¿Tal vez... la recuerda usted? —preguntó Poirot.

Sanderfield volvió a mostrar el desasosiego de antes.

—¡Válgame Dios! —dijo con afectación—. No; ¿cómo había de acordarme de ella? Recuerdo que tenía una, desde luego... era una chica de cuidado. Servil y fisgona. Yo en su lugar no haría caso de una de las palabras que dijera esa muchacha. Es una mentirosa innata.

—Por lo que se ve, recuerda usted muchas cosas de ella —murmuró Poirot.

Sanderfield se apresuró a contestar:

—Tan sólo la impresión que me causó; nada más... Ni siquiera recuerdo su nombre... Déjeme ver... Marie, no sé qué... En fin, temo que no le podré ayudar a encontrarla. Lo siento.

Poirot comentó:

—En el «Thepsian Theatre» me dijeron que se llama Marie Hellin y hasta me facilitaron su dirección. Pero yo me refiero, sir George, a la doncella que tuvo mademoiselle Samoushenka antes de Marie Hellin. Estoy hablando de Nita Valetta.

Sanderfield miró extrañado a Poirot.

—No la recuerdo en absoluto. Marie fue la única que conocí. Una muchacha morena de mirada desagradable.

—La chica a que hago mención estuvo en Grasslawn en el pasado mes de junio.

Sanderfield contestó con un gesto huraño:

—Bueno; todo lo que puedo decirle
es
que no la recuerdo. No creo que Katrina trajera ninguna doncella. Debe estar usted equivocado.

Hércules Poirot sacudió la cabeza. No creía estarlo.

5

Con los ojos pequeños e inteligentes, Marie Hellin dirigió una rápida mirada a Poirot, y con la misma rapidez apartó la vista.

—Lo recuerdo perfectamente, monsieur —su voz era suave y de tono uniforme—. Madame Samoushenka me tomó a su servicio en la última semana de junio. La doncella anterior tuvo que marcharse precipitadamente.

—¿No pudo enterarse usted de la causa de la marcha?

—Se fue... de pronto... eso es todo lo que sé. Tal vez se puso enferma... o algo parecido. Madame no lo dijo.

—¿Qué tal genio tenía su señora? —preguntó Poirot.

—Muy raro. Tan pronto lloraba como reía. En ocasiones estaba tan desalentada que ni comía. Pero en otras se mostraba alegre a más no poder. Las bailarinas son así. Es lo que se llama tener temperamento.

—¿Y sir George?

Marie pareció ponerse en guardia. Un destello desagradable brilló en sus ojos.

—¿Sir George Sanderfield? ¿Le gustaría saberlo? Tal vez sea eso lo que quiere usted saber en realidad. Lo otro tan sólo fue un pretexto, ¿verdad? Le podría decir algunas cosas curiosas acerca de sir George; le podría contar, por ejemplo...

Poirot la interrumpió.

—No es necesario.

Ella lo miró fijamente, con la boca abierta. En sus ojos se reflejó la desilusión y el enojo que aquello le causaba.

6

—Siempre opiné que usted lo sabe todo, Alexis Pavlovitch.

Hércules Poirot pronunció estas palabras con su tono más adulador.

Estaba pensando que este tercer «trabajo» de Hércules había necesitado más viajes y entrevistas de lo que en principio imaginó. Aquel insignificante asunto de la doncella desaparecida estaba resultando uno de los más largos y difíciles problemas que Poirot tuvo que afrontar. Cada una de las pistas, después de investigada, no conducía a parte alguna.

Sus indagaciones le habían llevado aquella noche al «Samovar», un restaurante de París cuyo dueño, el conde Alexis Pavlovitch, se vanagloriaba de conocer todo lo que ocurría en el mundillo artístico.

El ruso asintió con aire complacido.

—Sí, sí; amigo mío; Lo sé todo... siempre estoy enterado de todo. ¿Quiere usted saber dónde fue la pequeña Samoushenka, la exquisita bailarina? ¡Ah! ¡Qué maravilla de criatura! —se besó las puntas de los dedos—. ¡Qué fuego... qué pasión! Hubiera llegado lejos... hubiera sido la mejor bailarina de estos días. Pero todo acabó de repente. Se fue... al fin del mundo. Y pronto, ¡demasiado pronto!, se olvidarán de ella.

—¿Dónde está ahora? —preguntó el detective?

—En Suiza. En Vagray les Alpes. Donde van los que contraen esa traicionera tosecilla que los consume poco a poco. Morirá; sí, ¡morirá! Es una fatalista y morirá sin duda alguna.

El carraspeo de Poirot rompió aquel trágico encanto. Necesitaba información.

—¿No se acordará usted, por casualidad, de una doncella que tenía mademoiselle Katrina? ¿Una chica llamada Nita Valetta?

—¿Valetta? ¿Valetta? En cierta ocasión vi que la acompañaba una doncella... en la estación, cuando Katrina se fue a Londres. Era italiana; de Pisa, ¿verdad? Sí; estoy seguro de que era italiana y procedía de Pisa.

Poirot gimió:

—En este caso, tendré que hacer un viaje a Pisa.

7

En el cementerio de Pisa, Hércules Poirot se detuvo y miró la tumba que tenía ante sí.

Allí era, pues, donde finalizaba su búsqueda... ante aquel humilde montón de tierra. Debajo de él descansaba la alegre criatura que perturbó el corazón y la imaginación de un sencillo mecánico inglés.

¿Tal vez era el mejor fin para aquel rápido y extraño idilio? De esta forma, la muchacha viviría siempre en la memoria del joven tal como la vio durante aquellas pocas horas de una tarde de junio. El antagonismo de las nacionalidades opuestas, de los diferentes modos de vivir; las penas y las desilusiones... todo desaparecería para siempre.

Hércules sacudió la cabeza con tristeza. Recordó la conversación que había sostenido con la familia Valetta. La madre, de ancha cara campesina; el padre, fuerte y rígido contra el choque del dolor recién sentido; la hermana, morena y de duros labios...

—Todo ocurrió tan de repente,
signor
, tan de repente... Aunque en los últimos años sufrió varios ataques. El médico dijo que no había alternativa... que la apendicitis debía ser operada inmediatamente. Se la llevó al hospital y allí... sí, sí; murió cuando todavía se encontraba bajo los efectos de la anestesia. No recobró el conocimiento.

La madre sollozó.

—Bianca fue siempre una muchacha muy lista. Ha sido una lástima que muriera tan joven.

Hércules Poirot murmuró para sí mismo:

—Murió en plena juventud...

Éste era el mensaje que debía dar al joven que solicitó su ayuda con tanta confianza.

«Ella no era para usted, amigo mío. Murió en plena juventud.»

Su búsqueda había terminado... aquí, donde la torre inclinada se destacaba contra el cielo y las primeras flores de la primavera se abrían pálidas y tímidas, como promesas de la vida y alegría que vendría después.

¿Fue la propia primavera lo que le hizo sentir una rebeldía interna y una fuerte aversión a aceptar aquel veredicto final? ¿O había algo más? Algo que forcejeaba en el fondo de su cerebro... palabras... una frase... un nombre. ¿Acaso no terminaría el asunto de forma tan clara? ¿No encajaría todo de manera tan patente?

Hércules Poirot suspiró. Debía emprender otro viaje para dejar las cosas aclaradas por completo. Debía ir a Vagray les Alpes.

8

Aquí, pensó, es donde en realidad termina el mundo. Aquí, en este repecho lleno de nieve... en estos lechos protegidos del viento donde yacen los que luchan contra una muerte insidiosa...

Por fin encontró a Katrina Samoushenka. Cuando la vio, tendida en su lecho, con sus mejillas hundidas sobre las que se distinguía una mancha de vivido color rojo; con las manos largas y enflaquecidas posadas sobre la colcha, un recuerdo le vino a la memoria. No se acordaba de su nombre, pero la había visto bailar... había sido arrastrado y fascinado por aquel supremo arte, capaz de hacer olvidar cualquier otra expresión estética.

Recordaba a Michel Novgin, el Cazador, saltando y girando en aquel desaforado y fantástico bosque que el cerebro de Ambrose Vander había concebido. Y recordaba a la hermosa y veloz Cierva, eternamente perseguida, eternamente deseable... una adorada y adorable criatura, con cuernos en la cabeza y centelleantes pies de bronce. Recordó su colapso final, herida de muerte; y a Michel Novgin, de pie, aturdido, con el cuerpo inanimado de la Cierva en sus brazos.

Katrina Samoushenka miró al detective ligeramente perpleja.

—Creo que no nos habíamos conocido antes de ahora, ¿verdad? ¿Qué desea de mí? —preguntó.

Hércules Poirot hizo una pequeña reverencia.

—Antes que nada, señora, deseo darle las gracias... por el arte con que me fascinó en cierta ocasión, haciéndome pasar una velada llena de belleza.

Ella sonrió tenuemente.

—Pero también he venido para tratar de otras cosas. He buscado durante mucho tiempo a cierta doncella que tuvo usted, señora. Se llamaba Nita.

—¿Nita?

La joven la miró fijamente. Sus ojos se abrieron con expresión asustada.

—¿Qué sabe usted acerca de... Nita? —preguntó.

—Se lo diré.

Poirot relató los sucesos ocurridos aquella noche, cuando se le estropeó el coche, y cómo Ted Williamson se había quedado allí de pie, dándole vueltas a la gorra entre sus manos y contando con frases entrecortadas todo su amor y su pena. Ella escuchó atentamente y cuando Poirot calló, dijo:

—Es conmovedor... sí; muy conmovedor.

Hércules Poirot asintió.

—Es un cuento de la Arcadia, ¿no le parece? ¿Qué puede usted decirme de aquella muchacha, señora?

Katrina Samoushenka suspiró.

—Tuve una doncella... Juanita. Era bonita y alegre. Le ocurrió lo que a menudo sucede a los favoritos de los dioses. Murió en plena juventud.

Eran las mismas palabras que empleó Poirot... palabras finales, irrevocables. Ahora las oía en boca de otra persona... pero persistió en su empeño.

—¿Murió?

—Sí, murió.

El detective calló durante unos instantes.

—A pesar de ello, hay una cosa que no acabo de entender —dijo—. Cuando le pregunté a sir George Sanderfield sobre la doncella que tuvo usted, pareció asustarse. ¿Por qué causa?

Una ligera expresión de disgusto pasó por la cara de la bailarina.

—Se refirió usted solamente a una de mis doncellas. Pensaría que se trataba de Marie... la chica que tomé a mi servicio cuando se fue Juanita. Creo que intentó hacerle un chantaje, basándose en algo sucio que descubrió acerca de él. Era una muchacha odiosa... curiosa; siempre estaba fisgoneando los cajones cerrados y las cartas dirigidas a los demás.

—Eso lo explica todo —murmuró Poirot.

Al cabo de unos momentos prosiguió con insistencia.

—Juanita se apellidaba Valetta y murió en Pisa a causa de una operación de apendicitis, ¿no es eso?

Se dio cuenta de la indecisión que, aunque débil y casi imperceptible, hubo en la inclinación de cabeza que hizo la bailarina.

—Sí; eso es... —contestó ella.

Poirot comentó con aire pensativo.

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